—¡Eso no le importa a nadie! Ese hombre fue mi bienhechor. Él me recogió cuando los míos me echaron de casa y me encontré en la miseria.
El presidente le recordó que debía limitarse a responder a las preguntas que se le hicieran, sin entrar en detalles superfluos. Gruchegnka enrojeció y sus ojos relampaguearon. Luego declaró que no había visto el sobre de los tres mil rublos y que sólo sabía de él lo que le había dicho aquel «malvado».
—¡Pero eso es una estupidez! ¡Ni por todo el oro del mundo habría ido a casa de Fiodor Pavlovitch!
—¿A quién se refiere usted al decir «aquel malvado»? —preguntó el fiscal.
—A Smerdiakov, ese lacayo que mató a su dueño y se ahorcó ayer.
Naturalmente, se apresuraron a preguntarle en qué se fundaba para formular una acusación tan categórica, pero resultó que tampoco ella sabía nada en concreto.
—Me lo dijo Dmitri Fiodorovitch —repuso—, y pueden ustedes creerle. Esa mujer lo perdió —añadió temblando de odio—. Ella es la culpable de todo.
Se le preguntó a quién se refería y Gruchegnka contestó:
—A Catalina Ivanovna. Me hizo ir a su casa y me obsequió con golosinas para seducirme. Es una sinvergüenza.
El presidente le rogó que se expresara con más moderación. Pero Gruchegnka no tenía freno: los celos la cegaban.
—Cuando se detuvo a Dmitri Fiodorovitch en Mokroie —dijo el fiscal—, usted llegó de la habitación inmediata gritando: «¡Yo soy la culpable de todo! ¡Iremos juntos a presidio!» Por lo tanto, en aquel momento usted creía que el acusado era culpable.
—No recuerdo lo que pensaba entonces. Lo único que sé es que, al ver que todos lo acusaban, me sentí culpable, creyendo que Dmitri había cometido el crimen por mí. Pero cuando él me aseguró que era inocente, lo creí. Y siempre lo creeré. Dmitri Fiodorovitch no miente nunca.
Seguidamente, se concedió la palabra a Fetiukovitch, que interrogó a Gruchegnka sobre Rakitine y los veinticinco rublos de recompensa que le había ofrecido si llevaba a Alexei Fiodorovitch Karamazov.
Gruchegnka sonrió despectivamente.
—Eso no tiene nada de particular —repuso—. Venía a pedirme dinero con frecuencia. Algunos meses me sacó hasta treinta rublos. Y no por necesidad, pues no le faltaba para comer ni beber.
—¿Por qué era usted tan generosa con el señor Rakitine? —preguntó Fetiukovitch, sin importarle la mirada de reprobación que le dirigió el presidente.
—Porque somos primos. Nuestras madres eran hermanas. No lo dije nunca a nadie porque él me lo suplicó. Se avergonzaba de mí.
Esta revelación sorprendió a todo el mundo. Nadie, ni en la ciudad ni en el monasterio, tenía la menor idea de este parentesco. Rakitine enrojeció. Gruchegnka lo detestaba por haber declarado contra Mitia. La elocuencia de Rakitine, su fraseología sobre la servidumbre y el desorden cívico de Rusia perdieron todo su crédito en la opinión. Fetiukovitch estaba satisfechísimo: el cielo acudía en su ayuda. No se retuvo mucho tiempo a Gruchegnka, ya que pronto se vio que no podía hacer más revelaciones importantes. La testigo dejó en el público una impresión sumamente desfavorable. Multitud de miradas despectivas se fijaron en ella cuando, después de su declaración, fue a sentarse lejos de Catalina Ivanovna. Durante el interrogatorio de Gruchegnka, Mitia había permanecido en silencio, inmóvil, con la cabeza baja.
Compareció un nuevo testigo... Iván Fiodorovitch.
CAPITULO V
Desastre repentino
Se le había llamado antes que a Aliocha, pero el ujier dijo al presidente que una súbita indisposición impedía comparecer al testigo, y que tan pronto como se hubiera repuesto acudiría a declarar. Su llegada pasó casi inadvertida; se le prestó muy poca atención. Los principales testigos, y especialmente las dos rivales, habían declarado ya, y la curiosidad había desaparecido casi por completo: no se esperaba nada nuevo de los demás testigos.
Iván avanzó con lentitud extraña, sin mirar a nadie, absorto y con la cabeza baja. Iba bien vestido. En su rostro se percibían las huellas de su enfermedad; su tez, de un matiz terroso, hacía pensar en las de los moribundos. Levantó la cabeza y paseó por la sala una mirada llena de turbación. Aliocha se levantó y lanzó una exclamación de la que nadie hizo caso.
El presidente recordó al testigo que no tenía que prestar juramento y que podía dejar sin respuesta aquellas preguntas que considerase conveniente no contestar, pero que debía prestar declaración de acuerdo con su conciencia. Iván lo miraba distraídamente. De pronto, una sonrisa iluminó su semblante y cuando el presidente, visiblemente sorprendido por este cambio, terminó de hablar, Iván se echó a reír.
—¿Y qué más? —preguntó levantando la voz.
Silencio en la sala. El presidente tuvo un gesto de inquietud.
—¿Se siente indispuesto todavía? —le preguntó, mientras buscaba con la suya la mirada del ujier.
—Tranquilícese, señor —repuso Iván con calma—. Estoy perfectamente y puedo referirle algo curioso.
—¿O sea que tiene usted que decir algo importante? —preguntó el presidente, incrédulo.
Iván Fiodorovitch bajó la cabeza, guardó silencio durante unos segundos y respondió:
—No, no tengo nada importante que decir.
Lo interrogaron. Contestó lacónicamente y con creciente resistencia, aunque sus respuestas fueron perfectamente sensatas. Ignoraba, según dijo, muchas de las cosas que le preguntaron, entre ellas las referentes a las cuentas de su padre con Dmitri.
—Era un asunto que no me importaba lo más mínimo —dijo.
Declaró que había oído las amenazas del acusado contra su padre y que estaba enterado de la existencia del sobre por Smerdiakov.
De pronto, exclamó con un gesto de fatiga:
—¡Siempre lo mismo! ¡No puedo decir nada más al tribunal!
—Veo que está usted todavía trastornado y lo comprendo —dijo el presidente.
Y ya iba a preguntar al fiscal y al defensor si querían interrogar al testigo, cuando Iván dijo, extenuado:
—Permítame su señoría que me retire: no me siento bien.
Dicho esto, y sin esperar la autorización del presidente, se dirigió a la salida. Pero, después de dar algunos pasos, se detuvo, quedó un momento pensativo, sonrió y volvió atrás.
—Me parezco a esa joven campesina que decía: «Iré si quiero, pero si no quiero, no iré.» La vistieron para llevarla al altar y ella repitió lo que acababa de decir... Es una anécdota popular...
—¿Qué significa eso? —preguntó con severidad el presidente.
En vez de responder a esta pregunta, Iván sacó un fajo de billetes y lo exhibió ante el tribunal.
—¡Miren, miren! Son los billetes que estaban en ese sobre —dijo, señalando la mesa donde se hallaban los cuerpos del delito—, los billetes por los que mataron a mi padre. ¿Dónde hay que depositarlos? Señor ujier, ¿quiere usted entregar este dinero a quien corresponda?