El ujier cogió el fajo y lo entregó al presidente. Éste preguntó, sorprendido:
—¿Cómo se explica que haya traído usted este dinero..., si verdaderamente es el que estaba en el sobre?
—Me lo entregó ayer Smerdiakov, el asesino. Estuve en su casa antes de que se ahorcase. Fue él quien mató a mi padre, no mi hermano. Él lo mató y yo lo instigué a matarlo... ¿Quién no desea la muerte de su padre?
—¿Está usted en su juicio? —exclamó el presidente.
—Sí, estoy en mi juicio, un juicio vil como el de ustedes, y como el de todos esos... papanatas.
Se había vuelto hacia el público al decir esto. Irritado y despectivo, añadió:
—A lo mejor, han matado a sus padres, y ahora se fingen aterrados y se miran unos a otros haciendo aspavientos. ¡Farsantes! Todos desean la muerte de sus padres. Los reptiles se devoran unos a otros... Si de pronto supieran que aquí no ha habido parricidio, se marcharían, defraudados y furiosos. Panem et circenses!.. Pero yo no me quedo corto... ¿Tienen agua? ¡Por Dios, denme un vaso!
Hundió la cabeza entre las manos. El ujier se acercó a él, presuroso. Aliocha se puso en pie y gritó:
—¡No lo crean! ¡Está enfermo! ¡Desvaría!
Catalina Ivanovna se había levantado también precipitadamente y miraba a Iván Fiodorovitch, aterrada e inmóvil. Mitia, con una sonrisa que más parecía una mueca, escuchaba ansiosamente a su hermano.
—Tranquilícese —dijo Iván—. No estoy loco. He cometido un crimen, y no se puede pedir elocuencia a un asesino —añadió, sonriendo.
El fiscal, visiblemente nervioso, habló en voz baja al presidente. Los magistrados cambiaban comentarios también en susurros. Fetiukovitch aguzó el oído. El público esperaba con ansiedad. El presidente se tranquilizó.
—Debo advertirle —dijo— que se expresa usted en términos incomprensibles y que aquí no se pueden tolerar. Cálmese y hable..., si verdaderamente tiene algo que decir. ¿Podría usted demostrar todo lo que ha dicho, y así convencernos de que no está delirando?
—El caso es que no tengo testigos. Ese miserable de Smerdiakov no les enviará a ustedes una declaración desde el otro mundo... dentro de un sobre. Ustedes desearían recibir más sobres: no les basta con uno... No, no tengo testigos... Aunque, bien mirado, tal vez tenga uno.
Quedó ensimismado, sonriendo.
—¿Quién es ese testigo? —le preguntó el presidente.
—Tiene rabo. Es algo que está al margen de toda la regla. Le diable n’existe point.
De pronto, dejó de reír y dijo en tono confidenciaclass="underline"
—No le hagan caso: es un diablejo sin importancia. Debe de estar aquí, en la sala. Seguramente en la mesa de los cuerpos del delito. ¿En qué otra parte puede estar?... Yo le he dicho que no me callaría y él me ha hablado de un cataclismo geológico y de otras tonterías semejantes... Dejen al monstruo en libertad. Ha cantado un himno alegremente; es un ser optimista..., una especie de bribón borracho. «Para Piter ha partido Vanka», vocifera. Y yo, por sólo dos segundos de alegría, daría un cuatrillón de cuatrillones. Ustedes no me conocen. ¡Todo es necio entre ustedes!... En fin, deténganme. Para algo he venido... ¡Ah, cuánta estupidez hay en el mundo!
De nuevo paseó su mirada por la sala, como soñando. La emoción era general. Aliocha corrió hacia él. Pero el ujier había cogido ya a Iván del brazo.
—¡Suélteme! —gritó éste, mirando fijamente al ujier.
De pronto, lo cogió por los hombros y lo derribó. Los guardias acudieron rápidamente. Lo sujetaron. Iván empezó a vociferar como un energúmeno. Mientras se lo llevaban, no cesó de proferir palabras incoherentes.
El tumulto fue extraordinario. No recuerdo bien los detalles, pues la emoción me impedía ser un observador atento, pero puedo afirmar que, una vez restablecida la calma, el ujier recibió una reprimenda, a pesar de que explicó a las autoridades que el testigo parecía hallarse perfectamente después de haberlo reconocido el médico hacía una hora, cuando se sintió indispuesto. Hasta el momento de comparecer, se había expresado con la más completa cordura, de modo que no podía preverse lo ocurrido. Pero antes de que los ánimos se hubieran apaciguado se produjo un nuevo incidente: Catalina Ivanovna sufrió un ataque de nervios. Gemía y sollozaba, y no quería marcharse; se debatía y suplicaba que la dejaran permanecer en la sala. De pronto, exclamó, dirigiéndose al presidente:
—¡Tengo algo más que decir! ¡Y quiero decirlo ahora mismo!... ¡Lean esta carta, léanla! ¡La escribió ese monstruo! —señalaba a Mitia—. ¡Es el asesino de su padre! ¡En esta carta confiesa su propósito de matarlo! Iván Fiodorovitch está enfermo; hace tres días que no cesa de desvariar.
El ujier cogió la carta y se la entregó al presidente. Catalina Ivanovna se dejó caer en el asiento, se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar en silencio, ahogando los sollozos por terror a que la expulsaran. La carta era la escrita por Dmitri en la taberna «La Capital», aquella carta que Iván consideraba como una prueba categórica. Y así, ¡ay!, se consideró. De no haberse presentado esta carta ante el tribunal, seguramente Mitia no habría sido condenado, o, por lo menos, la sentencia hubiera sido más benigna.
He de decir una vez más que no puedo describir esta situación detalladamente. Incluso ahora estas escenas acuden a mi memoria sin orden ni concierto. El presidente debió de poner en conocimiento de ambas partes y del juez el contenido de esta carta. Luego preguntó a Catalina Ivanovna si se había repuesto y ella contestó resueltamente:
—Sí, ya estoy serena: puedo responder a sus preguntas.
Temía que no se la escuchara con la debida atención. Le rogaron que explicara detalladamente cuándo y cómo había recibido la carta de Dmitri Fiodorovitch.
—La recibí el día anterior al del crimen. Como ven, está escrita en la taberna, en el reverso de una factura. Dmitri me odiaba entonces porque me debía tres mil rublos y porque había cometido la vileza de seguir a esa mujer. Su deuda y su villanía lo abochornaban. Les diré exactamente lo que ocurrió. Les ruego que me escuchen atentamente. Tres semanas antes de dar muerte a su padre, se presentó en mi casa. Yo sabía que necesitaba dinero y que lo quería para atraerse a esa mujer y retenerla a su lado. Yo sabía que me traicionaba, que tenía el propósito de abandonarme, y, sin embargo, le di ese dinero con el pretexto de que lo enviase a mi familia. Cuando se lo entregué, le dije, mirándole a los ojos, que podría mandarlo cuando quisiera, «aunque tardara un mes». Es extraño que él no comprendiera que esto equivalía a decirle: «¿Necesitas dinero para traicionarme? Aquí lo tienes; yo misma te lo doy. Tómalo si no te da vergüenza.» Mi intención era confundirlo, pero él se llevó el dinero y lo dilapidó en una sola noche con esa mujer. Sin embargo, Dmitri Fiodorovitch se había dado cuenta de que yo lo había comprendido todo y le ofrecía el dinero sólo para probarlo, para ver si cometía la infamia de admitirlo. Nuestras miradas se cruzaron, él me comprendió, y, no obstante, tomó el dinero y se fue.
—¡Todo eso es verdad, Katia! —exclamó Mitia—. Comprendí por qué me ofrecías ese dinero y, sin embargo, lo tomé. ¡Despreciadme todos! ¡Lo merezco porque soy un miserable!