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»Hablemos ahora de los hijos de ese hombre. Uno de ellos está ante nosotros, en el banquillo de los acusados. Me referiré brevemente a los otros dos. El mayor de éstos, o sea el segundo de los tres hijos, es un joven moderno, de gran cultura e inteligencia, pero que no cree en nada y ha renegado ya de muchas cosas, como su padre. Todos lo hemos oído. Fue recibido amistosamente en nuestra sociedad. No ocultaba sus opiniones, sino todo lo contrario. Por eso hablaré francamente, aunque sólo lo considere como miembro de la familia Karamazov.

»Ayer, lejos de aquí, en el límite de la ciudad, se suicidó un pobre idiota complicado en este asunto, sirviente y tal vez un hijo natural de Fiodor Pavlovitch: Smerdiakov. Este hombre me dijo entre lágrimas, al instruirse el sumario, que Iván Fiodorovitch lo horrorizaba con su nihilismo moral, que afirmaba que no había nada prohibido para el hombre. Esta doctrina debió de acabar de trastornar la mente del pobre idiota, ya afectada, sin duda, por su enfermedad y por el drama que se había desarrollado en casa de los Karamazov. Pero este desgraciado hizo una observación digna de una persona inteligente, y ésta es la razón de que hable de él. «De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch —me dijo—, el que más se parece a su padre por su carácter es Iván Fiodorovitch.» Por delicadeza pongo fin a mis consideraciones sobre este Karamazov. Nada más lejos de mi ánimo que extraer conclusiones de cuanto acabo de decir, para pronosticar la ruina de este inteligente joven. Ya hemos visto que el sentimiento de la verdad es todavía muy potente en su corazón y que los afectos familiares no han naufragado aún en la irreligión y el cinismo mental inspirados más por la ley de la herencia que por el dolor moral.

»El más joven de los hermanos, adolescente todavía, es modesto y piadoso. En oposición con las siniestras y disolventes ideas de su hermano, las suyas son de acercamiento a los «principios populares», como se dice en los medios intelectuales. Vivió en nuestro monasterio, donde estuvo a punto de profesar. A mi juicio, encarna inconscientemente la fatal desesperación que impulsa a infinidad de individuos de nuestra desgraciada sociedad —por temor a la corrupción y porque atribuyen erróneamente todos nuestros males a la cultura occidental— a volver, como ellos dicen, «al suelo natal, para arrojarse en los brazos de esta tierra nativa, como los niños aterrados por los fantasmas se refugian en el agotado seno materno para dormir en paz y librarse de las visiones que los atormentan. Mis mejores votos para este joven dotado de tan excelentes cualidades; le deseo que sus nobles sentimientos y sus aspiraciones respecto a los principios populares no degeneren, como ha ocurrido más de una vez, en un sombrío misticismo por el lado moral, y en un necio patrioterismo por la parte cívica, ideales ambos que amenazan a nuestro país con males tal vez más graves que esa perversión precoz nacida de un falso concepto de la cultura occidental, de que adolece Iván Fiodorovitch.

Sus alusiones al patrioterismo y al misticismo fueron acogidas con aplausos. Sin duda, Hipólito Kirillovitch se había dejado arrastrar por su entusiasmo, divagando sobre cuestiones que apenas tenían relación con el asunto que se debatía; pero el amargado tuberculoso anhelaba hacer oír su voz por lo menos una vez en su vida. Después se dijo que la sombría descripción que hizo de Iván Fiodorovitch obedecía a un propósito poco elegante; que lo movía un deseo de venganza, ya que el testigo le había vencido dos o tres veces en disputas en público. Ignoro si esta afirmación estaba justificada. Lo cierto es que todo esto era una especie de preámbulo para entrar en materia.

—El otro hijo de esta familia moderna es el que está en el banquillo de los acusados. Su vida y sus hazañas no son un secreto para nadie. Ha llegado la hora en que todo salga a relucir. Sus dos hermanos son, el uno, un «occidentalista» y el otro, un «populista»; él representa a Rusia, a nuestra amada madrecita; la vemos, la sentimos, la oímos en él. Hay en nosotros una asombrosa mezcla de bien y de mal. Admiramos a Schiller y a la civilización y nos vamos a la taberna a beber, a divertirnos y a arrastrar, cogiéndolos por la barba, a nuestros compañeros de embriaguez. Perseguimos con entusiasmo los más nobles ideales con tal que podamos alcanzarlos fácilmente y sin molestias. No nos gusta pagar, pero nos encanta recibir. Dadnos felicidad y libertad y veréis qué amables somos. No somos codiciosos: dadnos una respetable cantidad de dinero y veréis con qué desprecio por el vil metal lo dilapidamos en una noche de orgía. Y si no se nos da dinero, demostraremos que sabemos procurarnos todo el que nos haga falta.

»Pero procedamos con orden. Primero es un niño andrajoso, abandonado, según ha dicho nuestro compatriota forastero. De nuevo no dejo enteramente en manos ajenas la defensa del acusado. Soy al mismo tiempo fiscal y abogado defensor. Somos seres humanos y sabemos perfectamente la influencia que ejercen en el carácter las primeras impresiones.

»Cuando el niño se hace hombre, lo vemos luciendo el uniforme de oficial. A causa de sus violencias y de un duelo, se le confina en una ciudad fronteriza. Como es propio de él, dilapida alegremente cuanto posee. Entonces surge la necesidad de dinero y, tras largas discusiones, se pone de acuerdo con su padre para recibir seis mil rublos por saldo de la herencia materna. Hay que tener en cuenta que este convenio consta en una carta firmada por Dmitri Fiodorovitch. Entonces conoce a una muchacha culta y de noble carácter. No necesito dar más detalles sobre este punto, pues la propia interesada nos los acaba de dar. Son unas relaciones en las que intervienen el honor y la abnegación. Por eso mismo me siento obligado a no decir nada más sobre este punto. La imagen del joven libertino que se inclina ante un alma noble y unas ideas superiores a las que él sustenta, se ha captado nuestra simpatía. Pero pronto hemos visto el reverso de la moneda. No quiero dejarme llevar de las conjeturas ni analizar las causas. Pero es evidente que estas causas existen. La misma testigo que nos ha mostrado la simpática imagen de Dmitri Fiodorovitch nos ha revelado, entre lágrimas de indignación reprimidas durante mucho tiempo, que su prometido la despreció por su acto noble y generoso, aunque tal vez impulsivo hasta la imprudencia... Cuando Dmitri se había comprometido ya a casarse con ella, la miraba con una sonrisa de burla que nuestra testigo habría podido soportar de cualquier otra persona, pero no de él. Aun sabiendo que él la traiciona (Dmitri Fiodorovitch creía que en el futuro tendría derecho a todo, incluso a la traición), le entrega tres mil rublos, dándole a entender claramente cuáles son sus intenciones. «¿Te atreverás a tomarlos?», le dice con su mirada penetrante. Él lee claramente en su pensamiento (lo ha confesado ante ustedes) y, sin embargo, toma los tres mil rublos para gastárselos en dos días con su nuevo amor. ¿A qué carta debemos quedarnos? ¿A la primera, la del generoso sacrificio de sus últimos recursos, en homenaje a la virtud, o a la segunda, al reverso de la moneda, a la vileza de aceptar el dinero para irse con otra? En los casos corrientes hay que buscar la verdad en el término medio, pero nuestro asunto está fuera de lo ordinario. Sin duda, Dmitri Fiodorovitch se ha mostrado tan noble la primera vez como vil la segunda. ¿Por qué? Porque es un alma de gran amplitud, un alma de Karamazov (he aquí el punto clave de la cuestión), capaz de todos los contrastes, de contemplar a la vez dos abismos: el de arriba, es decir, el de los ideales sublimes, y el de abajo, el abismo de la más innoble degradación. Recuerden ustedes la brillante idea expuesta hace un momento por el señor Rakitine, agudo observador que ha estudiado de cerca a toda la familia Karamazov. «Para estos temperamentos desenfrenados, la degradación es tan indispensable como la nobleza de sentimientos.» Es una gran verdad: esos espíritus necesitan en todo momento esta mezcla extraordinaria. No están satisfechos, sienten que les falta algo si no ven al mismo tiempo los dos abismos. Son almas tan amplias como nuestra madre Rusia y se acomodan a todo.