A continuación, Hipólito Kirillovitch, basándose en los hechos, abordó la gestación del crimen en el espíritu del acusado.
—Durante todo un mes se dedica a vociferar por las tabernas y a expresar cuantas ideas pasan por su imaginación, incluso las más subversivas. Es un hombre expansivo, pero, no se sabe por qué, exige que sus oyentes le testimonien una simpatía sin reservas, participando en sus penas, haciéndole coro, no contradiciéndole en nada. ¡Pobre del que le contradiga!
Refirió el incidente con el capitán Snieguiriov y prosiguió:
—Los que vieron con frecuencia al acusado durante este mes, acabaron por convencerse de que no se limitaría a proferir amenazas contra su padre, sino que las cumpliría en un momento de desesperación.
Seguidamente describió la reunión familiar en el monasterio, las conversaciones de Mitia con Aliocha y la escandalosa escena que había provocado Dmitri en casa de Fiodor Pavlovitch, donde había penetrado impetuosamente después de la comida.
—No estoy seguro —continuó— de que, antes de esta escena, el acusado estuviera ya decidido a matar a su padre; pero no cabe duda de que había pensado en ello: los hechos, los testigos y su propia declaración lo demuestran. Confieso, señores del jurado, que hasta hoy no he creído enteramente en la agravante de premeditación. Estaba convencido de que el acusado se había enfrentado mentalmente más de una vez con el acto del crimen, pero sin precisar la fecha ni el modo de ejecutarlo. Mis dudas han desaparecido ante ese documento abrumador que la señorita Verkhovtsev ha entregado hoy al tribunal. Se trata de una carta escrita en estado de embriaguez por el acusado, en la que se expone «el plan del crimen», como ha dicho (ya lo habéis oído) la señorita Verkhovtsev. Es indudable que esta carta demuestra la existencia de la premeditación. Está escrita dos días antes del crimen y por ella sabemos que el acusado, cuarenta y ocho horas antes de la realización de su espantoso proyecto, juró que, si no conseguía un préstamo al día siguiente, mataría a su padre para apoderarse del dinero que el viejo tenía debajo de la almohada, en un sobre atado con una cinta de color de rosa, y precisó que lo haría cuando Iván se hubiera marchado. O sea, que lo tenía previsto, ya que todo ocurrió tal como se decía en su carta. Por lo tanto, no hay la menor duda de que existe la premeditación. El móvil del crimen fue el robo. Dmitri Fiodorovitch lo confiesa por escrito y con su firma. El acusado no ha negado que la firma sea suya. Tal vez se me diga que la carta está escrita por un hombre ebrio. Pero esto no importa. Ese hombre escribió borracho lo que pensó en perfecto estado de lucidez. De lo contario, esa carta no tendría fundamento. Otra objeción que se me puede hacer es la de que Dmitri Fiodorovitch iba pregonando sus planes por las tabernas, cosa que no es propia del hombre que va a cometer un acto delictivo con premeditación, el cual se calla y guarda en secreto. Esto es verdad; pero hay que tener en cuenta que entonces el plan estaba en gestación en la mente del acusado: no había madurado todavía. Después, Dmitri Fiodorovitch se mostró más reservado. Una vez hubo escrito esa carta en la taberna «La Capital», en estado de embriaguez, permaneció silencioso y aislado, sin jugar al billar. Lo único que hizo fue zarandear a un empleado de la casa, pero inconscientemente, cediendo a una costumbre inveterada. Cierto que cuando se decidió a obrar debió de advertir que había cometido un error al pregonar sus intenciones, ya que su imprudencia sería una prueba contra él tras la ejecución de su criminal proyecto. Pero, ¿qué le iba a hacer? No podía retirar sus palabras. Sin embargo, confió en que su suerte lo sacaría del apuro. Esta confianza es corriente en el ser humano, señores.
»Hay que reconocer que el acusado hizo grandes esfuerzos para evitar el parricidio. «Pediré dinero a todo el mundo —escribe con su estilo pintoresco— y, si no me lo dan, correrá la sangre.» Y, en efecto, lo que dice estando borracho, lo cumple cuando la lucidez es completa.
Hipólito Kirillovitch describió entonces con todo detalle las tentativas de Mitia para procurarse dinero y no verse obligado a cometer el crimen. Refirió sus visitas a Samsonov y a Liagavi.
—Al fin, regresa. Está desfallecido, defraudado, hambriento. Ha vendido su reloj para poder atender a los gastos del viaje (aunque lleva encima, según dice, mil quinientos rublos) y le atormentan los celos, pues teme que su amada, a la que ha dejado en la ciudad, haya ido, aprovechando su ausencia, a reunirse con Fiodor Pavlovitch. Se siente feliz al ver que su pretendida no ha ido a ver a su padre y la acompaña a casa de Samsonov, su protector y amante, sin sentir celos (observen ustedes este extraño detalle). Después se dirige a su puesto de observación y se entera de que Smerdiakov está en cama, presa de un ataque de epilepsia, y de que también el otro criado está enfermo. Tiene, pues, el campo libre. Conoce la contraseña que le permitirá entrar en la casa. ¡Qué tentación! Pero consigue sobreponerse a ella y se dirige a casa de una dama que todos respetamos: la señora de Khokhlakov. Esta señora, que lo compadece desde hace tiempo, lo aconseja prudentemente: debe renunciar a sus calaveradas, a su vergonzoso amor, a sus visitas a las tabernas, donde despilfarra inútilmente sus energías juveniles, y partir para las minas de oro de Siberia. Le dice que allí encontrará una válvula de escape para los impulsos que hierven en su ánimo, para su carácter novelesco y ávido de aventuras.
Después de explicar el resultado de la conversación, el momento en que el acusado supo que Gruchegnka no estaba en casa de Samsonov, y el furor que se apoderó del celoso Dmitri ante la idea de que su amada Grucha lo engañaba y estaba en casa de Fiodor Pavlovitch, Hipólito Kirillovitch continuó:
—Si la doncella hubiera tenido tiempo de decirle que su adorado tormento estaba en Mokroie con su primer amante, nada habría ocurrido. Pero la pobre chica estaba trastornada, y si Dmitri Fiodorovitch no la mató, fue porque se lanzó inmediatamente en busca de la infiel. Pero observen ustedes este detalle: a pesar de estar fuera de sí, se apodera, al pasar, de una mano de mortero. Esto sólo puede hacerlo el que lleva muchos días planeando una agresión y sabe qué objetos puede utilizar como armas. O sea, que el acusado sabía muy bien lo que hacía al coger la mano de mortero.
»Ya está en casa de su padre, en el jardín. Nada se opone a sus planes: no hay testigos, una profunda oscuridad lo rodea. Los celos lo devoran; sospecha que ella está en la casa, en brazos de su rival. La sospecha se convierte en convencimiento: ya no le cabe duda de que ella está allí, detrás del biombo. El desgraciado se acerca a la ventana, dirige una mirada al interior, se resigna al infortunio y se aleja prudentemente, huyendo de la violencia, a fin de no cometer un disparate... ¡He aquí lo que pretende hacernos creer, a nosotros que conocemos el carácter del acusado y el estado de ánimo en que se hallaba en aquellos momentos, a nosotros que sabemos que conocía la contraseña que le permitiría entrar en la casa sin ningún impedimento!