»Hace unos momentos, uno de los testigos ha traído cierta cantidad de dinero al tribunal y ha declarado: «Estos billetes son los que estaban en ese sobre que perteneció a Fiodor Pavlovitch. Me los entregó ayer Smerdiakov.» Pero ya han presenciado ustedes, señores del jurado, la triste escena. No volveré a describir los detalles; me limitaré a recordar dos o tres de los más insignificantes para evitar que se olviden. Desde luego, fue el remordimiento lo que ayer impulsó a Smerdiakov a devolver el dinero y a ahorcarse: sólo así se explica que obrase de este modo. Es evidente que hasta ayer no confesó a nadie su crimen, como ha declarado Iván Fiodorovitch. Si éste hubiera recibido antes la confidencia, no se comprendería que se hubiese callado hasta hoy. Lo cierto es que Smerdiakov confesó. Y vuelvo a preguntarme por qué no diría toda la verdad en su última nota, sabiendo que veinticuatro horas después se había de juzgar a un inocente. El dinero solo no constituye ninguna prueba. Hace ocho días me enteré casualmente, a la vez que dos personas que están en esta sala, de que Iván Fiodorovitch cambió en la capital del distrito dos obligaciones al cinco por ciento de cinco mil rublos cada una, con lo que obtuvo diez mil rublos en total. Digo esto para demostrar que es posible procurarse dinero para una fecha determinada y que los tres mil rublos que se han entregado al tribunal pueden no ser los mismos que estaban en el interior del sobre. Otro detalle digno de mención es que Iván Fiodorovitch, aunque recibió ayer la confesión del verdadero asesino, después de oírla se fue a casa. ¿Por qué no denunció el hecho inmediatamente? ¿Por qué ha esperado hasta hoy? No es difícil deducir el motivo. Estaba enfermo desde hacía una semana, había confesado al médico que sufría alucinaciones y se encontraba en la calle con personas que habían fallecido; estaba, en fin, amenazado por la locura que se le ha declarado hoy. De pronto, se entera del suicidio de Smerdiakov y se hace este razonamiento: «Como Smerdiakov ha muerto, lo puedo acusar impunemente, y así salvaré a mi hermano. Tengo dinero. Presentaré al tribunal un fajo de billetes y diré que me los entregó Smerdiakov antes de morir.» Diréis que no es ninguna falta mentir para salvar a un hermano, y menos cargando la culpa a una persona que ha muerto. De acuerdo. Pero pensad que puede haber mentido inconscientemente, que su mente trastornada por la muerte repentina de Smerdiakov puede haber tomado por realidad lo que ha sido pura imaginación. Ya habéis visto el estado en que se hallaba ese hombre. Se mantenía de pie, hablaba; ¿pero dónde estaba su razón?
»A la declaración de Iván Fiodorovitch ha seguido la carta del acusado a la señorita Verkhotsev, escrita dos días antes del suceso y en la que se exponía un plan detallado del crimen. Huelga hablar de ese plan y de sus autores. Todo ocurrió como se anunciaba en la carta y hubo un solo autor. Sí, señores del jurado: todo sucedió tal como el acusado dijo por escrito que sucedería. Dmitri Fiodorovitch no se apartó respetuosamente de la ventana de la habitación donde suponía que estaba su amada con su padre. No, esto es absurdo, inverosímil. El acusado entró y llegó hasta el fin. Sin duda, al ver a su rival, se arrojó sobre él ciego de cólera, enarbolando la mano de mortero, y lo mató de un solo golpe. Pero después registra minuciosamente la habitación y, una vez convencido de que su amada no está allí, introduce la mano debajo de la almohada y se apodera de ese sobre, ahora abierto y vacío, que vemos entre los cuerpos del delito.
»Hablo de este sobre para que observen ustedes cierto detalle importante. Un asesino experto, sereno, que sólo pensara en el robo, no lo habría dejado en el suelo, cerca del cadáver. Incluso Smerdiakov se habría llevado el sobre cerrado, sin entretenerse en abrirlo junto a su víctima, ya que estaría seguro de que dentro estaba el dinero, puesto que los billetes se habían introducido en él, y éste escondido en su presencia. Señores del jurado, convengan conmigo en que Smerdiakov no se habría dejado el sobre en el suelo. Esta conducta sólo es propia de un asesino incapaz de reflexionar, que no ha robado nunca y que se apodera del dinero, no como un vulgar malhechor, sino como el que recobra lo que cree que le pertenece, que es lo que ocurre con esos tres mil rublos que obsesionaban a Dmitri Fiodorovitch.
»El acusado, al tener en sus manos el sobre que ve por primera vez, lo abre para cerciorarse de que contiene el dinero, saca los billetes y huye con ellos, después de arrojar al suelo el sobre, sin sospechar que deja a sus espaldas una prueba abrumadora. Pues el culpable no es Smerdiakov, sino Karamazov, que ni reflexionaba ni en aquel momento tenía tiempo para reflexionar. El asesino huye, oye un grito de Grigori, el criado lo alcanza y lo sujeta, pero enseguida cae, al recibir un fuerte golpe con la mano de mortero. El acusado salta al suelo desde lo alto de la tapia. Según dice, lo hizo por compasión, para ver si podía hacer algo por el herido. ¿Pero es lógico que se enterneciera? No; Dmitri Fiodorovitch bajó de la tapia para ver si el único testigo de su crimen vivía aún. Ningún otro motivo, ningún otro sentimiento tendrían explicación. Se inclina sobre Grigori, le limpia la cabeza con el pañuelo, cree que está muerto, y entonces, trastornado, manchado de sangre, corre de nuevo a casa de su amada. ¿Cómo no se le ocurrió pensar que mostrarse en aquel estado era como denunciarse a sí mismo? El propio acusado nos ha dicho que en aquellos momentos no se daba cuenta de nada. Esto es natural, a todos los criminales les ocurre. Por una parte, el asesino pierde la facultad de razonar; por otra, está ofuscado por un complejo de ideas infernales. En aquel momento, Dmitri Fiodorovitch se hacía una sola pregunta: “¿Dónde estará Gruchegnka?” Ansioso de averiguarlo, corre a su casa y allí recibe una noticia imprevista y abrumadora: ella se ha ido a Mokroie para reunirse con su primer amante.
CAPITULO IX
La troika desenfrenada
Hipólito Kirillovitch había escogido, evidentemente, el método de exposición rigurosamente histórica preferido por todos los oradores nerviosos, los cuales procuran desenvolverse en ámbitos limitados a fin de poner freno a su fogosidad. Al llegar a este punto de su discurso, habló extensamente del primer amante, «cuyo derecho es indiscutible», y expuso una serie de ideas interesantes. Karamazov, celoso de todos hasta la ferocidad, se retira y desaparece ante el primer amante, «el indiscutible».
—Esto es sumamente extraño, sobre todo si tenemos en cuenta que antes no había prestado atención al peligro que para él suponía este poderoso rival. Ello se debe a que el acusado vela este peligro como algo remoto, y a él sólo le preocupan las cosas presentes. Sin duda, lo consideraba como una cosa irreal. Pero, de pronto, comprende que el reciente engaño de su amada procede del hecho de que el nuevo rival no es un mero capricho para ella, sino toda su esperanza y toda su vida, y entonces, al comprender esto, se resigna. Señores del jurado: no puedo dejar de mencionar esta actitud inesperada de Dmitri Fiodorovitch Karamazov, que experimenta de pronto una sed de verdad, la necesidad imperiosa de respetar a la mujer amada y reconocer los derechos de su corazón, precisamente en el momento en que por ella acababa de mancharse las manos con la sangre de su padre. Verdad es que esta sangre clamaba ya venganza, que el asesino, viendo perdida su alma y aniquilada su vida terrenal, debía de preguntarse en aquel momento: «¿Qué puedo ser ya para ella, para esa criatura a la que quiero más que a nada en el mundo, comparado con ese primer a "indiscutible" amante; con ese hombre que vuelve arrepentido al lado de la mujer seducida por él antaño; que vuelve con un nuevo amor, con propósitos nobles, con la promesa de una vida nueva y feliz?»