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De aquí, el fiscal pasó a la peroración. Tenía fiebre. Con voz vibrante evocó la sangre vertida, el padre asesinado por el hijo «con el vil objeto de robarle». E insistió en la trágica y demostrativa ilación de los hechos.

—Sean cuales fueren las palabras del célebre defensor del acusado, de ese hombre que con su patética elocuencia sabrá pulsar vuestra sensibilidad, no olvidéis que estáis en el santuario de la justicia. Pensad en todo momento que sois los defensores del derecho, la muralla protectora de nuestra santa Rusia, de los principios, de la familia, de todo lo que hay de sagrado en nuestra nación. Sí, en este momento representáis a Rusia. No sólo en esta sala se oirá vuestro veredicto; el país entero os escuchará, porque os considera sus defensores y sus jueces, y se sentirá reconfortado o consternado por la sentencia que vais a emitir. No lo defraudéis. Nuestra troikacorre sin freno tal vez hacia el abismo. Hace ya mucho tiempo que multitud de rusos levantan los brazos con el deseo de detener esta loca carrera. Si otros pueblos no se apartan de la desenfrenada troika, no es por temor, como se imagina el poeta, sino por un sentimiento de horror y aversión: no lo olvidéis. Es una suerte para nosotros que se aparten. Peor sería que levantaran una sólida muralla en el camino de esa troikafantasmal para poner freno a nuestra licenciosa carrera, y así preservarse ellos y preservar a la civilización. En Europa empiezan ya a oírse voces de alarma; ya han llegado a nosotros. Guardaos de provocar a los occidentales, de alimentar su creciente odio mediante un veredicto de absolución en favor de un parricida.

En resumen, que Hipólito Kirillovitch se entusiasmó, terminó con un párrafo patético y produjo gran impresión. Se apresuró a salir de la sala y, al llegar a la pieza vecina, estuvo a punto de desvanecerse. El público no aplaudió, pero las personas serias estaban satisfechas. Las damas no lo estaban tanto. Sin embargo, las sedujo la elocuencia del fiscal, y más no temiendo a las consecuencias del discurso, ya que estaban seguras del éxito de Fetiukovitch. «Ahora va a tomar la palabra. Triunfará.»

Mitia era el centro de todas las miradas. Durante el discurso del fiscal permaneció mudo, con los dientes apretados y la mirada en el suelo. De vez en cuando levantaba la cabeza y prestaba atención. Así lo hizo cuando se habló de Gruchegnka. Al oír la alusión del fiscal a la opinión que Rakitine tenía de ella, Mitia sonrió desdeñosamente y exclamó de modo que todos lo oyeran: «¡Bernardo!» Cuando Hipólito Kirillovitch explicó cómo la había estrechado a preguntas en Mokroie, Mitia levantó la cabeza y escuchó con viva curiosidad. Llegó un momento en que estuvo a punto de levantarse para decir algo, pero se contuvo y se limitó a encogerse de hombros con un gesto despectivo. Las hazañas del fiscal en Mokroie provocaron los más diversos comentarios, en su mayoría irónicos. Se consideraba, en general, que no había podido resistir a la tentación de darse importancia.

La vista se suspendió para reanudarse un cuarto de hora o veinte minutos después, tiempo que aproveché para tomar nota de algunos comentarios que hizo el público.

—Ha sido un discurso importante —dijo un señor en un grupo, frunciendo las cejas.

—Demasiada psicología —dijo otro.

—Pero ha dicho la verdad.

—Ha estado muy hábil.

—Ha puesto las cartas boca arriba.

—También se ha referido a nosotros. Ha sido al principio, ¿recuerdan ustedes? Ha dicho que todos nos parecemos a Fiodor Pavlovitch.

—También lo ha dicho al final, pero es mentira.

—Se ha exaltado.

—Pues eso no está bien.

—No podía hacer otra cosa. Llevaba tres años esperando la ocasión de hablar y al fin se le ha presentado. ¡Je, je!

—Ahora veremos lo que dice el defensor.

Y en otro grupo...

—Ha cometido un error al atacar a Fetiukovitch diciendo que pulsaría nuestra sensibilidad. ¿Recuerdan ustedes?

—Sí, ha sido una pifia.

—Ha ido demasiado lejos.

—Se ha dejado llevar de los nervios, ¿no les parece?

—Nosotros nos reímos, pero habrá que ver cómo estará el acusado.

—Sí, habrá que verlo.

—¿Qué dirá el defensor?

Tercer grupo:

—¿Quién es esa gruesa dama que está sentada en un rincón y usa lentes de teatro?

—Es la esposa divorciada de un general. La conozco.

—Se comprende que use lentes.

—Es un modo de llamar la atención.

—Cerca de ella hay una rubita que está muy bien.

—Nuestro fiscal hizo un buen trabajo en Mokroie.

—Desde luego. ¡Qué hablador ha estado! ¡Como si no hubiera hablado bastante en sociedad!

—No ha podido contenerse. El afán de lucimiento.

—Ha estado desconocido.

—Mucha retórica y mucha ampulosidad.

—Sí. Y observen ustedes que ha querido asustarnos. ¿Se acuerdan de eso de la troika? «Hamlet es de un país lejano. Nosotros tenemos que contentarnos con los Karamazov.» Eso no ha estado mal.

—Ha sido una concesión a los liberales. Ese hombre tiene miedo.

—También teme al defensor.

—Es verdad. Veremos lo que dice Fetiukovitch.

—Desde luego, no hablará como un palurdo.

—Eso creo yo.

Y en el cuarto grupo...

—La parrafada sobre la troikaha estado muy bien.

—En eso de que en el extranjero están perdiendo la paciencia tiene razón.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro. La semana pasada, un miembro del Parlamento inglés interpeló al gobierno sobre los nihilistas. «¿No les parece que ya es hora —dijo— de que prestemos atención a esa nación bárbara y procuremos enterarnos de lo que ocurre en ella?» A eso se ha referido Hipólito Kirillovitch. No me cabe duda, porque la semana pasada habló de ello.

—Los ingleses no pueden hacer nada.

—¿Por qué?

—Porque si les cerramos el puerto de Cronstadt y no les damos trigo, no tendrán de dónde sacarlo.

—Ahora también hay trigo en América.

—¡Qué ha de haber!

En esto sonó la campanilla y cada cual volvió a su sitio. Fetiukovitch tenía la palabra.

CAPITULO X