La defensa. Un arma de dos filos
Cuando empezó su discurso el famoso abogado, se hizo un silencio absoluto en la sala y todas las miradas se concentraron en él. Al principio se expresó con una simplicidad persuasiva, sin la menor suficiencia, sin pretensión alguna por ser elocuente ni patético. Se diría que estaba charlando con unos cuantos amigos íntimos. Tenía una voz fuerte y agradable, en la que se percibían la sinceridad y la espontaneidad. Pero todos los oyentes advirtieron al punto que podía alcanzar el grado más alto de patetismo y hacer latir los corazones con violencia extraordinaria. Hablaba menos correctamente que Hipólito Kirillovitch, pero con más precisión y frases más breves. Hubo en él algo que no gustó a las damas: el detalle de que se inclinaba, sobre todo al principio de su discurso, pero no como el que saluda a su auditorio, sino como el que se dispone a arrojarse sobre él. Su larga espalda parecía tener una bisagra en la parte central, que permitía al orador doblarse hasta casi formar un ángulo recto. Al iniciar su discurso, habló sin plan alguno, refiriendo los hechos al azar, para formar finalmente un todo. Su discurso se dividió en dos partes. La primera constituyó una crítica, una refutación al discurso del fiscal, a veces mordaz y sarcástica. En la segunda parte, el defensor cambió de tono y de actitud y se elevó repentinamente hasta alcanzar el más intenso patetismo. La sala, que parecía esperar este cambio, se estremeció de emoción.
Entonces Fetiukovitch abordó francamente el asunto, diciendo que, si bien estaba establecido en Petersburgo, se trasladaba con frecuencia a las provincias para defender a acusados cuya inocencia le parecía segura o probable.
—Así he procedido esta vez —siguió diciendo—. Apenas leí la prensa, advertí un detalle que favorecía sin duda alguna al acusado. Lo que me llamó la atención fue un hecho corriente en la práctica de la justicia, pero que jamás se había producido con tanta evidencia, con particularidades tan características. No debería mencionar este hecho hasta el final de mi discurso, pero quiero exponer francamente mi pensamiento desde el principio, abordar ahora mismo y directamente el asunto, sin pensar en el efecto que esta táctica pueda producir ni tratar de dirigir las impresiones del auditorio. Esto tal vez sea una imprudencia, pero no cabe duda de que es un acto de sinceridad. El camino que me ha conducido aquí es el que voy a exponer. Primero observé que existía una serie de cargos abrumadores contra el acusado, cargos tan decisivos que ninguno, examinado aisladamente, podía, al parecer, hacer frente a la crítica. Los rumores y los periódicos me afirmaban cada vez más en mi opinión. Y en esto recibo la proposición de encargarme de la defensa del acusado. Acepté en el acto, ya completamente convencido de la inocencia de Dmitri Karamazov. Acepté porque estoy seguro de destruir ese fatídico encadenamiento de los indicios de culpabilidad y también de demostrar la falta de consistencia de cada uno de ellos considerado aisladamente.
Tras este exordio, Fetiukovitch prosiguió.
—Señores del jurado: yo soy aquí un forastero accesible a todas las impresiones y libre de todo prejuicio. El acusado, pese a su carácter violento y a sus desenfrenadas pasiones, no me ha ofendido hasta ahora, aunque otras muchas personas de esta ciudad han sido víctimas de sus violencias, lo que justifica la atmósfera de prevención que reina en torno de él. Sí, reconozco que la indignación que ha despertado es justa. El acusado es un hombre violento, incorregible. Sin embargo, se le recibía en todas partes. Incluso se le agasajaba en el hogar de mi ilustre oponente.
Se oyeron en el público risas que se reprimieron muy pronto. Todos sabían que el fiscal recibía a Mitia en su casa sólo por complacer a su esposa, mujer honesta a carta cabal, pero un tanto fuera de la realidad y que a veces se complacía en llevar la contraria a su marido, sobre todo en cuestiones de poca importancia. Por lo demás, Mitia iba a casa del fiscal muy raras veces.
—Sin embargo —prosiguió Fetiukovitch—, me atrevo a suponer que incluso un hombre tan inteligente y justo como mi adversario puede haber concebido una prevención errónea contra mi cliente. Desde luego, esto sería lógico, pues el desgraciado bien lo merece. El sentido moral, y especialmente el sentido estético, son a veces inexorables. El elocuente discurso del fiscal nos ha expuesto un riguroso análisis del carácter y de los actos del acusado, desde un punto de vista rigurosamente crítico. Este discurso evidencia una penetración psicológica que mi ilustre oponente no había podido alcanzar si hubiera abrigado el menor prejuicio contra la personalidad de Dmitri Karamazov. Pero en estos casos hay cosas peores que la hostilidad preconcebida. Así ocurre, por ejemplo, cuando nos obsesiona un afán de creación artística, de invención novelesca, cosa que ocurre especialmente al que posee dotes extraordinarias de psicólogo. Antes de salir de Petersburgo me previnieron, aunque no hacía falta, pues yo ya lo sabía, que al llegar aquí habría de enfrentarme a un psicólogo profundo y sutil, conocido desde hacía mucho tiempo en el mundo judicial. Pero la psicología, señores míos, aun siendo una ciencia admirable, es como un arma de dos filos. He aquí un ejemplo tomado al azar del discurso de acusación. El acusado huye a través del jardín, bajo la noche, trata de saltar la tapia y derriba, golpeándolo con una mano de mortero, al criado Grigori, que lo sujeta por una pierna. Inmediatamente vuelve a bajar al jardín y permanece unos minutos junto a la víctima para averiguar si vive o está muerta. El acusador no cree en modo alguno la afirmación del acusado de que obró así por pura compasión. «Este sentimiento de piedad —dice— es inadmisible, está en contradicción con la conducta de Dmitri Karamazov en aquellos momentos. Él sólo quería averiguar si el único testigo de su crimen vivía aún, deseo que demostraba que había cometido el asesinato.» He aquí el resultado de los razonamientos psicológicos. Apliquémoslos también nosotros, pero por el lado contrario, y los resultados serán igualmente verosímiles. El asesino salta al jardín para averiguar si vive el único testigo de su crimen. Sin embargo, acaba de dejar en la habitación de su padre, según afirma el propio ministerio público, una prueba abrumadora, el sobre rasgado con una anotación que demuestra que contenía tres mil rublos. «Si el culpable se hubiera llevado el sobre, nadie se habría enterado de la existencia de esos tres mil rublos, ni, por lo tanto, del robo cometido por el acusado.» Así se ha expresado la acusación. Admitamos sus palabras. La psicología está llena de sutiles posibilidades. Ahora nos atribuye la ferocidad y la percepción del águila, y un instante después la ceguedad y la timidez del topo. Pero si se considera que tenemos la crueldad y la sangre fría necesarias para volver a bajar el muro con el exclusivo fin de comprobar si el único testigo de nuestro crimen vive todavía, ¿qué razón puede haber para que perdamos cinco minutos al lado de nuestra víctima, exponiéndonos a atraer la atención de nuevos testigos? ¿Y por qué tratar de contener con nuestro pañuelo la sangre que brota de la herida, no pudiendo ignorar que este pañuelo se ha de convertir en una prueba decisiva contra nosotros? ¿No habría sido más lógico seguir golpeando con la mano de mortero al único testigo de nuestro crimen hasta sellar sus labios definitivamente? Por añadidura, mi cliente deja otra prueba en el lugar donde ha abatido a su segunda víctima: la mano de mortero cogida en presencia de dos mujeres que pueden atestiguar que se ha apoderado de este objeto. Además, el presunto culpable no deja caer esta arma distraídamente, en su aturdimiento, en el lugar de la agresión, sino que la arroja a cinco metros de distancia. ¿Por qué procedió así?, nos preguntamos. Sólo cabe una explicación: Dmitri Karamazov sintió un profundo remordimiento al creer que había matado al viejo criado Grigori, y, con un gesto de desesperación, arrojó la mano de mortero lejos de sí. Y si mi cliente pudo experimentar esta sensación de remordimiento, con ello demostró que no había matado a su padre. Un parricida, en vez de acercarse a su nueva víctima por compasión, sólo habría pensado en salvarse, y no hubiese intentado contener la hemorragia, sino que habría terminado de destrozar con la mano de mortero la cabeza herida. La piedad y los buenos sentimientos no pueden experimentarse si falta la tranquilidad de conciencia.