»Hace poco, en Finlandia, se acusó a una muchacha de haber dado a luz clandestinamente. La vigilaron y encontraron en el granero, oculta en un montón de ladrillos, su maleta y, dentro de esta maleta, el cadáver de un recién nacido. La propia madre era la autora del crimen. Se descubrieron los esqueletos de otros dos niños, a los que la misma madre había dado muerte después de haberlos traído al mundo, según confesó la propia culpable. ¿Es esto una madre, señores del jurado? Tuvo hijos, pero ¿puede haber alguien que se atreva a aplicarle el santo nombre de madre? Seamos audaces, señores, seamos incluso temerarios. En este momento tenemos el deber de serlo. No debemos temer a ciertas expresiones ni a ciertas ideas; no imitemos a los mercaderes de Moscú, que temen a las palabras «metal» y «azufre». Demostremos que el progreso de los últimos años ha influido en nosotros y digamos francamente: no basta engendrar para ser padre, hace falta además merecer este nombre. Sin duda, se da otro significado a la palabra padre, ya que se llama así al que ha engendrado hijos, aunque sea un monstruo y un enemigo declarado de ellos. Pero este significado es puramente místico, por decirlo así, choca con la inteligencia y sólo puede admitirse como artículo de fe. Lo mismo ocurre con otras muchas cosas incomprensibles en las que se cree porque la religión lo ordena. Pero en este caso, las cosas no pertenecen al dominio de la vida real. Dentro de este dominio, donde existen no solamente derechos, sino también importantes deberes, si queremos ser humanos, cristianos, tenemos que hacer uso exclusivamente de las ideas justificadas por la razón y la experiencia y pasadas por el tamiz del análisis; tenemos, en una palabra, que proceder sensatamente y no de un modo extravagante, como en sueños o delirando, para no perjudicar al prójimo. Entonces obraremos como cristianos y no solamente como místicos, y realizaremos una labor racional y verdaderamente altruista...
En este momento se oyeron aplausos en varios puntos de la sala, pero Fetiukovitch hizo un ademán con el que dio a entender que suplicaba que no lo interrumpieran. Al punto se restableció el silencio y el orador continuó:
—¿Creen ustedes, señores del jurado, que estas cuestiones pueden pasar inadvertidas a los hijos que llegan a la edad de reflexionar? No, de ningún modo. Y no debemos pedirles que se abstengan de lo que no se pueden abstener. Un padre indigno —indignidad que se puede advertir fácilmente si se compara a este padre con los padres de los amigos o los compañeros de colegio— inspira al muchacho, aunque no lo quiera, una serie de preguntas dolorosas. A estas preguntas se le responde superficialmente: «Te ha engendrado, llevas su sangre en tus venas. Por lo tanto, debes quererlo.» Cada vez más sorprendido, el muchacho se pregunta a pesar suyo: «¿Acaso me quería cuando me engendró? Entonces no me conocía, ni siquiera sabía cuál era mi sexo. En aquel momento de pasión tal vez estaba enardecido por el alcohol. Y yo he recibido como herencia la inclinación a la bebida: esto es todo lo que le debo. ¿Por qué tengo que amarlo? ¿Sólo porque me ha engendrado y a pesar de que él no me ha querido nunca?» Estas preguntas les parecerán a ustedes despiadadas, crueles, pero no se puede pedir demasiado a una inteligencia que empieza a despertar. Arrojad lo lógico y natural por la puerta, y lo veréis entrar por la ventana. Pero, sobre todo, no temamos al «metal» y al «azufre»; resolvamos esta cuestión de acuerdo con la razón y los sentimientos humanos, y no encerrándonos en ideas místicas. Que el hijo vaya a preguntar seriamente a su padre: «¿Por qué tengo que quererte? Demuéstrame que esto es un deber.» Si este padre es capaz de contestarle y darle la prueba que le pide, nos hallamos en presencia de una familia normal, verdadera, que no descansa solamente en prejuicios místicos, sino también en una base racional y rigurosamente humana. Pero si el padre no demuestra al hijo que debe amarlo, la familia no existe, el padre no es tal padre y el hijo queda en libertad y con derecho a considerar al autor de sus días como un extraño e incluso como un enemigo. ¡Nuestra tribuna, señores del jurado, debe ser la escuela de la verdad y de las ideas sanas!
Una salva de aplausos interrumpió al orador. No eran unánimes, pero no menos de la mitad de la sala aplaudía, y en esta mitad había padres y madres. De las tribunas ocupadas por las damas salieron gritos entusiastas. Incluso se agitaron pañuelos. El presidente hizo sonar la campanilla con todas sus fuerzas. Era evidente su enojo ante el escándalo, pero no se atrevió a cumplir su amenaza de hacer evacuar la sala. Incluso las autoridades y los viejos aplaudieron al orador. De aquí que, una vez calmados los ánimos, el presidente se limitase a repetir la amenaza que no había cumplido. Emocionado y triunfante, Fetiukovitch reanudó su discurso.
—Recuerden ustedes, señores del jurado, aquella horrible noche de la que tanto se ha hablado aquí, aquella noche en que el hijo saltó la tapia del jardín de su padre y se encontró frente a frente con el enemigo que le había dado la vida. Insisto en que no fue el dinero lo que le atrajo allí; la acusación de robo es absurda por las razones que ya he expuesto. Tampoco era su intención matar. Si hubiera abrigado tal propósito, se habría provisto de una verdadera arma y no de una mano de mortero de la que se apoderó con un movimiento instintivo, sin saber por qué. Admitamos por unos momentos que engañó a su padre llamando con los golpes convenidos y que entró en la casa. Ya he dicho que no creo en esta fantasía, pero supongamos momentáneamente que ocurrió así. En este caso, señores del jurado, estoy completamente seguro de que si el rival de Dmitri Karamazov, en vez de ser su padre, hubiera sido un extraño, el acusado, después de comprobar que su amada no estaba allí, se habría apresurado a marcharse, sin hacer el menor daño o, a lo sumo, después de zarandearlo o golpearlo, ya que lo único que le interesaba era encontrar a Gruchegnka. Pero el rival era su padre, el que lo ha abandonado en su infancia, el monstruo al que considera como su peor enemigo. Al verlo, el odio lo ciega y anula su razón. Todas las ofensas recibidas acuden en tropel a su memoria. Es como un arrebato de locura, pero también un impulso natural, inconsciente, contra la transgresión de las leyes eternas. En este caso no se puede acusar al homicida de ser un verdadero criminal. No, no se le puede acusar. El supuesto asesino se ha limitado a levantar la mano de mortero en un impulso de indignación, de contrariedad, sin el propósito de matar, sin darse cuenta de que puede dar muerte a su enemigo. Si no hubiera tenido en sus manos esa fatídica mano de mortero, es posible que hubiera golpeado a su padre, pero no lo habría matado. Cuando huye, ignora si ha dado muerte al viejo que ha dejado tendido en el suelo. Un crimen así no puede llamarse crimen, no puede llamarse parricidio. La muerte de un padre como Fiodor Pavlovitch sólo pueden calificarla de parricidio aquellas personas a las que ciegan los prejuicios.