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»¿Pero se ha cometido realmente este crimen que acabamos de describir, que acabamos de aceptar sin creer en él? Señores del jurado, si condenamos al acusado, él se dirá: «Estas personas no han hecho nada por mí, por educarme, por instruirme, por mejorar mi modo de ser, por hacerme hombre; me han negado su ayuda. Y ahora quieren enviarme a presidio. Estamos, pues, en paz: no debo nada a nadie. Son crueles; también lo seré yo.» Esto es lo que se dirá, señores del jurado. Les aseguro que, si lo declaran culpable, sólo conseguirán descargar su conciencia y procurarle una satisfacción, ya que, lejos de sentir remordimiento, maldecirá a la víctima de su crimen. Con este proceder, haréis imposible la remisión del culpable, que conservará su maldad y su ceguera hasta el fin de sus días. En cambio, si quieren ustedes infligirle el más duro castigo que puedan imaginar y al mismo tiempo regenerarlo para siempre, descarguen sobre él todo el peso de su clemencia. Entonces lo verán estremecerse y le oirán preguntarse: «¿Merezco esta ayuda, esta estimación?» Porque en el alma inculta de ese hombre, señores del jurado, hay un fondo de nobleza. Se inclinará ante vuestra bondad, anhela realizar una gran demostración de afecto. Su corazón se inflamará y su resurrección será definitiva. Hay almas tan mezquinas que acusan a todo el mundo. Pero colmad estas almas de misericordia, demostradles amor, y maldecirán sus obras, pues los gérmenes del bien abundan en ellas. El alma del acusado se abrirá como una flor ante la indulgencia divina, la bondad y la justicia de los hombres. Se sentirá arrepentido y le abrumará la inmensidad de la deuda contraída. Entonces no dirá que no debe nada a nadie, sino que es culpable ante todos y el más indigno de todos. Bañado en lágrimas de ternura, exclamará: «Hay hombres que valen mucho más que yo, pues podían perderme y me han salvado.» Os será fácil ser clementes, ya que, al no tener pruebas decisivas contra él, os resultaría penoso dar un veredicto de culpabilidad. Vale más dejar en libertad a diez culpables que condenar a un inocente. No olvidéis la voz poderosa que resonó el siglo pasado en nuestro país y que engrandeció nuestra historia. ¿Quién soy yo, pobre de mí, para recordaros que la justicia rusa no tiene como único fin castigar, sino también salvar a los seres perdidos? Que los demás pueblos observen la letra de la ley; observemos nosotros su espíritu y su esencia para la regeneración de los caídos. Si procedemos así, Rusia irá hacia adelante. No sintáis temor ante esas troikasdesenfrenadas de las que otros pueblos se apartan con aversión. Ahora no se trata de una troikadesbocada, sino de un carruaje majestuoso que avanza con solemne impasibilidad hacia su fin. El destino de mi cliente, y también el del derecho ruso, está en vuestras manos. Para salvar y defender este derecho debéis mostraros a la altura de vuestra misión.

CAPITULO XIV

El jurado se mantiene firme

Así terminó Fetiukovitch su discurso. El entusiasmo de sus oyentes no tuvo límites. No había que pensar en reprimirlo. Las mujeres lloraban; también derramaban lágrimas algunos hombres, entre ellos los dignatarios. El presidente se resignó y esperó unos momentos para hacer sonar la campanilla. Ante esta actitud, una de las damas comentó:

—Interrumpir esta explosión de entusiasmo habría sido una profanación.

Incluso el orador estaba sinceramente emocionado.

Entonces se levantó Hipólito Kirillovitch para replicar. Se concentraron en él miradas de odio.

—¿Cómo se atreve a contestar? —murmuraron las damas.

Pero ni estos rumores ni los de todas las damas del mundo, sin excluir a su esposa, habrían podido contener al fiscal. Estaba pálido y temblaba de emoción. Sus primeras palabras fueron incomprensibles. Jadeaba, se le trababa la lengua, no conseguía expresarse con claridad. Pero este segundo discurso fue breve. Me limitaré a citar algunos de sus párrafos.

—...Se me acusa de que en mi discurso hay mucho de novela; ¿pero acaso no peca de lo mismo el informe del abogado defensor? Sólo le ha faltado hablar en verso. Fiodor Pavlovitch, mientras espera a su amada, rasga el sobre y lo arroja al suelo. La defensa incluso cita las palabras que el viejo pronuncia en este momento. ¿No es esto un poema? ¿Qué prueba hay de que sacó el dinero? ¿Quién oyó lo que dijo? Y ese imbécil de Smerdiakov convertido en una especie de héroe romántico que odia a la sociedad por su condición de hijo ilegítimo, ¿no es un poema a lo Byron? El caso del hijo que entra en casa de su padre y lo mata sin matarlo, no es ya una novela ni un poema, sino un enigma planteado por una esfinge, que tal vez ni ella misma puede resolver. Si ha matado, ha matado. ¿Se puede admitir que no sea un criminal habiendo cometido un crimen? Después de haber dicho que nuestra tribuna debe ser la escuela de la verdad y de las ideas sanas, la defensa afirma que sólo por prejuicio se puede calificar de parricidio el asesinato de un padre. Si el parricidio es un prejuicio, si cualquier hijo puede preguntar a su padre por qué tiene el deber de quererlo, ¿qué será de la familia y de las bases de la sociedad? El parricida es el «azufre» de los mercaderes moscovitas. La defensa ha desnaturalizado las más nobles tradiciones de la justicia rusa, únicamente para conseguir la absolución de algo que no se puede perdonar. El defensor nos pide que colmemos de clemencia al criminal, pues esto es lo que necesita, y nos asegura que pronto veríamos el buen resultado de este proceder. Sin duda, ha sido muy modesto al contentarse con pedir la absolución del acusado. Podía haber solicitado la creación de un fondo para inmortalizar las hazañas de los parricidas y presentarlas como ejemplo de la juventud actual. El señor Fetiukovitch ha rectificado el Evangelio y la religión. «¡Todo eso es misticismo! Sólo yo poseo la verdad del cristianismo, de acuerdo con el análisis, la razón y las ideas sanas.» Incluso nos ha presentado una falsa imagen de Cristo. «Te medirán con la misma medida que midas tú.» A esto le llama él proclamar la verdad. Ha leído el Evangelio el día antes de pronunciar su discurso, para exhibir una interpretación original y brillante en el momento en que más efecto ha podido producir. Sin embargo, Cristo nos prohíbe proceder de este modo que induce a la maldad. Lo que nos ordena que hagamos es no devolver mal por mal, sino ofrecer la mejilla y perdonar a los que nos ofenden. Esto es lo que nos enseña Dios y no que sea un prejuicio prohibir a los hijos que maten a sus padres. Guardémonos de corregir desde la tribuna el Evangelio de Dios, al que el señor Fetiukovitch solo llama «el Crucificado que ama a los hombres», enfrentándose con toda la Rusia ortodoxa que, cuando lo invoca, proclama: «¡Tú ere nuestro Dios!»...

En este momento intervino el presidente para rogar al orador que no exagerase, que permaneciera en los justos límites, etc., como todos los presidentes suelen hacer en estos casos. La sala era como un mar tormentoso. El público agitábase y profería exclamaciones de indignación. Fetiukovitch no contestó; se limitó a llevarse las manos al corazón y a pronunciar en un tono de hombre ofendido algunas palabras llenas de dignidad. De nuevo aludió con ironía a la psicología y a la novela, y halló la oportunidad de lanzar esta pulla: «Júpiter, te has equivocado, puesto que te enojas», lo que hizo reír al público, ya que Hipólito Kirillovitch no tenía la menor semejanza con Júpiter. Como respuesta a la acusación de permitir el parricidio, manifestó dignamente que no quería responder. Respecto a lo de la «falsa imagen de Cristo» y al detalle de que no se había dignado llamarle Dios, sino solamente «el Crucificado que amaba a los hombres, lo que era contrario a la ortodoxia, Fetiukovitch contestó dando a entender que había llegado con la creencia de que en aquella sala estaría a salvo de acusaciones «que eran una amenaza contra un ciudadano recto y leal que...». Pero el presidente cortó en este punto su réplica y Fetiukovitch se inclinó entre murmullos de aprobación. A juicio de las damas, Hipólito Kirillovitch había sido aplastado.