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Era la primera vez que Aliocha oía de Katia una confesión como ésta, y comprendió que Catalina Ivanovna había llegado a ese grado de sufrimiento que no se puede tolerar y en el que el corazón más altivo abdica de su orgullo y se declara vencido por el dolor. Aliocha sabía que la desesperación de Katia tenía un segundo motivo, aunque lo disimulaba, desde que Mitia había sido condenado. Este motivo era su traición en la audiencia, y Aliocha presentía que era su conciencia lo que la impulsaba a acusarse ante él como el pecador arrepentido que llora y golpea el suelo con la frente. Aliocha temía este instante y deseaba aplacar aquel dolor. Pero esta situación hacia su cometido más difícil. Empezó a hablar de Mitia.

—No se inquiete por él —le interrumpió Katia obstinadamente—. Su resolución es pasajera; le aseguro que aceptará la proposición de huir. Tenga en cuenta que no ha de hacerlo ahora. Tendrá tiempo suficiente para pensarlo y decidirse. Entonces su hermano Iván estará curado y se encargará de todo, evitándome a mí tener que mezclarme en el asunto. Le repito que no debe preocuparse, que Dmitri aceptará la evasión. No puede renunciar a esa muchacha, y como no la admitirán en el presidio, no tendrá más remedio que huir. A usted le respeta, teme sus censuras. Por lo tanto, debe permitirle generosamente que huya, ya que su sanción es tan necesaria.

Dijo esto último con un tonillo irónico. Después guardó silencio unos segundos, sonrió y continuó:

—Habla de himnos, de soportar el peso de la cruz, de cierto deber... Lo sé porque su hermano Iván me lo contó... ¡Ah! ¡Si usted supiera con qué vehemencia me lo explicaba! —exclamó de pronto Katia como arrastrada por un impulso irresistible—. ¡Si usted supiera el efecto que demostraba por ese desgraciado cuando me estaba hablando de él! Y, acaso, ¡hasta qué punto le odiaba al mismo tiempo! Y yo, escuchándolo, lo veía llorar y sonreía altivamente... ¡Soy un alma vil! Mía es la culpa de que se haya vuelto loco. Pero el otro, el condenado —añadió Katia en un tono de indignación—, ¿está dispuesto a sufrir; es capaz de soportar el sufrimiento? ¡Los hombres como él no saben lo que es sufrir!

Sus palabras estaban impregnadas de odio y de irritación. Sin embargo, Katia había traicionado a Dmitri. «Tal vez le odia momentáneamente porque se siente culpable ante él», se dijo Aliocha. Y es que deseaba que este odio fuese pasajero. Había percibido un reto en las últimas palabras de Katia. Sin embargo, fingió no haberlo advertido.

—Le he rogado que viniera aquí para que me prometa convencerlo. Pero ahora me digo que la huida tal vez le parezca a usted una vileza, una falta, un acto anticristiano.

El acento de Katia era cada vez más provocativo.

—Nada de eso —murmuró Aliocha—. Procuraré convencerlo... Tengo que hacerle un ruego de su parte —añadió resueltamente—. Desea que vaya usted a verle hoy mismo.

La miraba a los ojos. Katia se estremeció, palideció a hizo un leve movimiento de retroceso.

—No, no puedo.

—Puede y debe —replicó Aliocha con firmeza—. La necesita más que nunca. Si no estuviera seguro de que es así, no se lo habría dicho a usted, sabiendo que esto tenía que atormentarla. Está enfermo, parece haber perdido el juicio, no cesa de llamarla. No es que quiera reconciliarse con usted; lo que desea es sencillamente verla a la puerta de su habitación. Ha cambiado mucho desde aquel día fataclass="underline" ahora comprende los errores que ha cometido con usted. Pero no desea su perdón. «No se me puede perdonar», dice. Lo que quiere es simplemente verla en el umbral de su cuarto.

Katia balbuceó:

—¡Oh! No sé qué decirle... No esperaba una petición así en este momento... Sin embargo, sabía que vendría usted a pedírmelo, que él lo enviaría para que me lo pidiera... Pero... no puedo ir, no puedo ir.

—Aunque crea que no puede, vaya. Piense que es la primera vez que está arrepentido de lo injusto que ha sido con usted. Nunca se había dado cuenta de sus errores. Dice que si usted no va a verlo, será un desgraciado durante todo el resto de su vida. Fíjese en lo que esto significa: un hombre condenado a veinte años de presidio piensa aún en la felicidad. ¿No le da pena? Tenga en cuenta —añadió Aliocha en un tono de desafío— que Dmitri es inocente. Sus manos están limpias de sangre. Por los muchos sufrimientos que le esperan, le ruego que vaya a verlo. Condúzcalo a través de las tinieblas. Tiene usted el deber de hacerlo.

Aliocha dijo esto enérgicamente y subrayando la palabra «deber».

—Debo, pero no puedo —gimió Katia—. Me mirará a los ojos. ¡No, no puedo!

—Los dos deben mirarse a los ojos. No podrá usted vivir si no lo hace.

—Prefiero sufrir durante toda mi vida.

Pero Aliocha insistió tenazmente:

—Es preciso que vaya, es preciso.

—¿Pero por qué he de ir enseguida? Hoy me es imposible: no puedo dejar solo a Iván.

—Estará solo poco tiempo; pronto volverá usted. Si no va a verle, esta noche se pondrá enfermo. Le estoy diciendo la verdad. Compadézcase de él.

—Compadézcame usted a mí —replicó amargamente Katia. Y se echó a llorar.

—Ya veo que irá —dijo Aliocha, seguro de ello ante aquellas lágrimas—. Voy a decírselo.

—¡No, no se lo diga! —exclamó Katia, aterrada—. Iré, pero no se lo diga. A lo mejor, no me atrevo a pasar de la puerta... Aún no estoy decidida...

Su voz se apagó. Katia respiraba con dificultad. Aliocha se levantó y se dispuso a marcharse.

—Podría encontrarme con alguien —dijo Katia de pronto, volviendo a palidecer.

—Por eso debe usted ir enseguida. Ahora no hay gente. La esperamos.

Dicho esto en tono firme, se marchó.

CAPITULO II

Mentiras sinceras

Aliocha se dirigió a toda prisa al hospital donde estaba Mitia. Dos días después de celebrarse el juicio se había puesto enfermo y lo habían llevado al departamento de detenidos del hospital. El doctor Varvinski, a ruegos de Aliocha, de la señora Khokhlakov, de Lise y de otras personas, había hecho trasladar al enfermo a una habitación independiente, la misma que había ocupado Smerdiakov hacia poco. En el fondo del corredor había un centinela y la ventana estaba obstruida por barrotes de hierro. Por lo tanto, Varvinski no tenía nada que temer de las posibles consecuencias de su acto de protección un tanto ilegal. Era un hombre de buenos sentimientos que comprendía lo duro que habría sido para Dmitri entrar sin transición en el mundo de la delincuencia, y decidió habituarlo gradualmente. Aunque las visitas estaban autorizadas bajo mano por el doctor, el guardián e incluso el ispravnik, sólo Aliocha y Gruchegnka iban a ver a Mitia. Rakitine había intentado visitarlo dos veces, pero el enfermo había suplicado a Varvinski que no le permitieran entrar.

Aliocha encontró a su hermano sentado en la cama, envuelto en una bata y llevando en la cabeza, a modo de turbante, una toalla empapada de agua y vinagre. El enfermo tenía un poco de fiebre. Dirigió a Aliocha una vaga mirada en la que se percibía cierta inquietud.