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—Si —repuso Aliocha, que no quería llevarle la contraria.

Mitia permaneció un instante en silencio. De pronto exclamó:

—¡Buena me la han hecho en la audiencia! Los prejuicios los han cegado.

Aliocha lanzó un suspiro.

—Aunque no hubiera sido así, te habrían condenado.

—Sí, están hartos de mí —se lamentó Mitia—. Que Dios los perdone. Pero esto es muy duro.

Nuevo silencio.

—Aliocha, dime la verdad, por amarga que sea. ¿Vendrá Katia o no vendrá? ¡Habla! ¿Qué te ha dicho?

—Me ha prometido venir, pero no sé si vendrá hoy. Es un paso violento para ella.

Aliocha miraba tímidamente a su hermano.

—Ya lo sé, Aliocha, ya lo sé. Me voy a volver loco. Gruchegnka no cesa de observarme. Advierte mi inquietud. ¡Dios mío, tranquilízame! ¿Acaso sé lo que deseo? Quiero ver a Katia, pero ¿para qué? ¡Es el ímpetu de los Karamazov! No, no puedo soportar el sufrimiento. ¡Soy un miserable!

—¡Ahí viene! —exclamó Aliocha.

Katia apareció en el umbral. Se detuvo un instante y fijó en Mitia una mirada indefinible. Dmitri se levantó inmediatamente. Estaba pálido y en su semblante había una expresión de terror. Pero pronto se dibujó en sus labios una sonrisa tímida y suplicante, y de súbito, con un impulso irresistible, tendió los brazos a Katia. Ella corrió hacia él, le cogió de las manos, lo obligó a volverse a sentar en la cama y se sentó junto a él, sin soltarle las manos y apretándolas convulsivamente. Los dos intentaron varias veces hablar, pero no dijeron nada: se quedaron mirándose en silencio, con una extraña sonrisa. Así pasaron dos minutos.

—¿Me has perdonado? —preguntó al fin Mitia. Y volviéndose hacia Aliocha, le gritó triunfalmente—: ¿Has oído lo que le he preguntado? ¿Has oído?

—Te quiero —dijo Katia— por la generosidad de tu corazón. Ni tú necesitas que yo te perdone, ni yo necesito que me perdones tú. Me perdones o no, nuestro mutuo recuerdo será una llaga en nuestras almas. Así debe ser.

Se detuvo. Le faltaba la respiración. De pronto prosiguió, vehemente y exaltada:

—¿Sabes para qué he venido? Para besarte los pies, para estrujarte las manos hasta hacerte daño. Como en Moscú, ¿te acuerdas? He venido a decirte una vez más que eres mi dios, mi alegría, que te amo locamente...

Dijo esto último en un sollozo. Aplicó ávidamente sus labios a la mano de Mitia y sus lágrimas fluyeron. Aliocha guardó silencio, desconcertado: no esperaba esta escena.

—Nuestro amor se ha desvanecido, Mitia —continuó Katia—; pero amo con dolor nuestro pasado. No olvides esto.

Sonrió extrañamente, miró a Mitia con un fulgor de alegría en los ojos y continuó:

—Imaginémonos por un instante que es verdad lo que, aunque no lo sea, habría podido serlo. Ahora nuestro amor va hacia otros. Sin embargo, te seguiré amando siempre y tú me seguirás amando a mí. ¿Lo sabías? Óyelo bien: ¡quiéreme siempre!

En su voz trémula había un algo de amenaza.

—Sí, Katia —balbució Mitia penosamente, y añadió, deteniéndose después de pronunciar cada palabra—. Te querré siempre... Hace cinco días..., aquella tarde en que caíste desvanecida en la audiencia... y se te llevaron..., te quería... Y así será siempre... Toda la vida te querré.

Así era su diálogo. Cambiaban palabras absurdas, exaltadas, incluso mentían; pero eran sinceros y se creían el uno al otro sin reservas.

—Oye, Katia —exclamó Mitia de pronto—. ¿Crees que soy un asesino? No, ahora no lo crees, lo sé; pero ¿lo creías entonces, cuando lo dijiste ante el tribunal?

—No, nunca lo creí. Entonces te detestaba y conseguí convencerme momentáneamente de que eras culpable. Pero, apenas hube dicho al tribunal mi última palabra, dejé de creer en tu culpa.

Hizo una pausa y, de pronto, dijo en un tono que no tenía la menor semejanza con el acento cariñoso empleado hasta entonces:

—Me olvidaba de que he venido aquí para excusarme dignamente.

—Yo veo lo duro que es esto para ti.

—¡Basta ya! —exclamó Katia—. Volveré. Ahora no puedo más.

Se había puesto en pie. De pronto lanzó un grito y dio un paso atrás. Repentinamente, sin producir el menor ruido, cuando nadie la esperaba, Gruchegnka había entrado en la habitación. Katia corrió hacia la puerta, pero se detuvo ante la recién llegada y, pálida como la cera, musitó:

—¡Perdóneme!

Gruchegnka la miró a los ojos, guardó silencio un instante y exclamó con voz impregnada de amargura y de odio:

—Las dos somos malas. No nos podemos perdonar la una a la otra. Sin embargo, si lo salva, toda la vida oraré por usted.

—¿Cómo puedes negarte a perdonarla? —le reprochó Mitia vivamente.

—Tranquilícese: lo salvaré —dijo Katia. Y se marchó.

—¡Te ha pedido perdón y se lo has negado! —exclamó Mitia amargamente.

Aliocha se apresuró a intervenir.

—No puedes reprocharle nada, Mitia: no tienes ningún derecho.

—Es su orgullo y no su corazón el que habla —dijo Gruchegnka, despechada—. Que lo salve y se lo perdonaré todo.

Calló. Aún no se había repuesto de su sorpresa. Se había presentado casualmente, sin sospechar, ni mucho menos, que pudiera encontrarse con Katia.

—¡Corre tras ella, Aliocha! —dijo Mitia—. Dile lo que te parezca, pero no la dejes marcharse así.

—¡Volveré esta tarde! —gritó Aliocha, echando a correr para que Katia no se le escapase.

La alcanzó fuera del recinto del hospital. Katia tenía prisa. Dijo precipitadamente:

—No, no puedo humillarme ante esa mujer. Le he pedido perdón, porque quería apurar el cáliz. Ella me lo ha negado. Se lo agradezco.

Hablaba con voz anhelante y en sus ojos brillaba un odio feroz.

—Mi hermano —balbuceó Aliocha— no esperaba que se encontrasen ustedes. Estaba seguro de que esa joven no vendría esta mañana.

—Lo creo... Pero dejemos eso —dijo resueltamente—. Oiga: no puedo ir con usted al entierro. He enviado flores a la familia. Aún deben de tener dinero. Dígales que no los abandonaré nunca. Ahora le ruego que me deje. Se le va a hacer tarde. Ya suenan las campanas para la misa. Por favor, váyase.