CAPITULO III
El entierro de Iliucha. Alocución junto a la peña
En efecto, llegó con retraso. Lo esperaban y ya habían decidido llevar sin él a la iglesia el ataúd ornado de flores. El ataúd era el de Iliucha. El pobre muchacho había muerto dos días después de pronunciarse la sentencia contra Mitia. Aliocha fue recibido en la puerta de la calle por los compañeros de Iliucha. Eran doce y todos llevaban sus carteras en la espalda. «Mi padre llorará. Hacedle compañía», les había dicho Iliucha en el momento de morir. Y sus camaradas no lo habían olvidado. Al frente de ellos estaba Kolia Krasotkine.
—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —dijo éste, tendiendo la mano a Aliocha—. Es horrible lo que ocurre ahí dentro. Da pena ver a esta familia. Snieguiriov no ha bebido hoy, estamos todos seguros. Sin embargo, parece estar ebrio. Yo conservo la firmeza de siempre, pero esto es espantoso. Karamazov, si no te importa, quisiera hacerte una pregunta antes de que entre en la casa.
—Tú dirás, Kolia.
—¿Es inocente o culpable tu hermano? ¿Quién mató a tu padre: él o el criado? Creeré lo que tú me digas. He estado cuatro noches sin dormir, haciéndome esta pregunta.
—Fue Smerdiakov el asesino —repuso Aliocha—. Mi hermano es inocente.
—Es lo que yo creía —exclamó Smurov.
—¿De modo que es una víctima inocente que se sacrifica por la verdad? —exclamó Kolia—. ¡Qué sacrificio tan bello! ¡Lo envidio!
—¿De veras? —exclamó Aliocha, sorprendido.
—Sí. ¡Oh, si yo pudiera sacrificarme por la verdad! —dijo Kolia, exaltado.
—Pero no en un asunto como éste, no en circunstancias tan horribles, tan denigrantes...
—Pues sí; yo quisiera morir por la humanidad. La vergüenza pública no me afectaría. Perecen sólo nuestros nombres. Tu hermano me inspira respeto.
—¡Y a mí! —exclamó el muchacho que días atrás había dicho que sabía quiénes eran los fundadores de Troya. Y, lo mismo que entonces, se puso enseguida tan colorado como una amapola.
Aliocha entró en la casa. Iliucha estaba en un féretro azul orlado de una cinta blanca de encaje. Tenía las manos enlazadas y los ojos cerrados. Las facciones de su enjuto rostro apenas habían cambiado y, cosa extraña, el cadáver casi no olía. Su semblante tenía la expresión pensativa y grave. Sus manos, bellísimas, parecían talladas en marfil. Abundaban las flores. Todo el féretro estaba ornado de flores por dentro y por fuera. Las había enviado de buena mañana Lise Khokhlakov. En los últimos momentos habían llegado más flores: las de Catalina Ivanovna. Cuando Aliocha abrió la puerta, el capitán las estaba esparciendo sobre el cuerpo de su hijo. Las sacaba de una cesta con manos temblorosas.
Snieguiriov apenas miró a Aliocha. No era extraño, puesto que no prestaba atención a nadie, ni siquiera a su mujer, a «mamá», la loca que, bañada en lágrimas, se esforzaba por levantarse sobre sus piernas inertes para ver más de cerca a su hijo muerto. Nina estaba en su sillón al lado del ataúd. La habían transportado los compañeros de Iliucha y tenía la cabeza apoyada en el féretro. Sin duda, lloraba en silencio.
Snieguiriov estaba animado, pero, al mismo tiempo, se leía en su semblante una mezcla de perplejidad y desesperación. Había un algo de demencia en sus gestos, en las palabras que se le escapaban. «¡Hijo mío, mi adorado hijito!», decía a cada momento, fijando su mirada en Iliucha.
—Yo también quiero flores —dijo la pobre loca a su marido—; dame esa flor blanca que Iliucha tiene en las manos.
Tal vez la flor le gustara y se hubiera encaprichado de ella; acaso quisiera guardarla como recuerdo de su hijo. Lo cierto es que tendía las manos hacia ella, presa de gran agitación.
—No daré ninguna flor a nadie —dijo ásperamente el capitán—. Estas flores son suyas, no tuyas. ¡Todo es suyo, todo!
—Papá, dale una flor a mamá —dijo Nina, mostrando su rostro bañado en lágrimas.
—¡No daré nada a nadie, y menos a ella! Ella no lo quería: le quitó el cañón.
Y el capitán se echó a llorar al acordarse de la escena en que Iliucha había cedido el diminuto cañón a su madre.
La pobre loca prorrumpió en sollozos y ocultó la cara en sus manos.
Los colegiales, viendo que Snieguiriov no se apartaba del féretro y que ya era la hora de transportar al cadáver a la iglesia, rodearon el ataúd y empezaron a levantarlo.
Entonces Snieguiriov empezó a vociferar:
—¡No quiero que lo entierren en el cementerio! ¡Lo enterraré cerca de la peña, de nuestra peña! Así me lo pidió Iliucha. No permitiré que os lo llevéis.
Hacía tres días que Snieguiriov no cesaba de repetir que enterraría a su hijo junto a la peña. Para disuadirlo intervinieron Aliocha y Krasotkine, la patrona, su hermana y todos los compañeros de Iliucha. La patrona argumentó:
—No comprendo que quiera usted enterrar a su hijo en un lugar impuro, como si fuera un excomulgado. La tierra del cementerio está bendita. Si lo entierran en ella, el nombre de Iliucha se mencionará en las plegarias. Desde el cementerio se oyen los cantos de la iglesia: el diácono tiene una voz potente. Así, los cantos llegarán a él como si se entonaran junto a su tumba.
El capitán tuvo un gesto de desaliento que equivalía a decir: «¡Hagan lo que quieran!» Entonces, los muchachos levantaron el ataúd y se dirigieron a la puerta. Pero, al pasar junto a la madre, se detuvieron un momento para que pudiera dar su último adiós a Iliucha. La pobre demente, al ver de cerca el querido rostro que desde hacía tres días sólo había podido ver desde lejos, empezó a mover de un lado a otro la canosa cabeza.
—Mamá —le dijo Nina—, dale un beso y bendícelo.
Pero la madre siguió moviendo la cabeza como una autómata, sin decir palabra, con el rostro transfigurado por el dolor y golpeándose el pecho con el puño.
Los portadores del ataúd continuaron su camino hacia la puerta. Nina dio su último beso a su hermano. Aliocha, después de cruzar el umbral, suplicó a la patrona que velara por las dos mujeres. Ella le contestó, sin dejarlo terminar:
—Conocemos nuestros deberes. Nosotras también somos cristianas. No nos separaremos de ellas.
Al decir esto, la pobre vieja lloraba.
La iglesia estaba cerca, a no más de trescientos pasos. Era un día despejado, de temperatura soportable: la nieve apenas se había helado. Seguían sonando las campanas. Snieguiriov iba detrás del féretro, nervioso y desorientado, con su sombrero de anchas alas en la mano y envuelto en su viejo abrigo, demasiado ligero para andar por la nieve. Era presa de extraña inquietud. Unas veces iba al lado del féretro; otras se situaba delante de él y trataba de ayudar a los porteadores, consiguiendo únicamente entorpecerlos. Cayó una flor en la nieve y se apresuró a recogerla, como si se tratara de un objeto de gran valor.
—¡El pan! —exclamó de pronto, aterrado—. ¡Nos hemos olvidado del pan!