Un día, me encontraría con él en un bar de la Place Jeanne-d 'Arc, donde a menudo íbamos a comer algarrobas, una legumbre que se parece a las lentejas y que se suele dar al ganado; a nosotros nos bastaba el parecido. Es increíble la imaginación que puede llegar a tener uno cuando siente hambre.
Robert comía frente a Sophie y, por su manera de mirarse, habría jurado que también se amaban. Pero debía de equivocarme, porque Jan había dicho que los miembros de la Resistencia no podían enamorarse, por el riesgo que suponía para la seguridad. Cuando pienso en los muchos compañeros que la víspera de su ejecución debieron de desear haberse saltado el reglamento se me encoge el estómago.
Aquella noche, Robert se sentó en una esquina de la cama y Claude no se movió. Algún día tendré que hablar con mi hermano pequeño sobre su carácter. Robert no le hizo caso y me tendió la mano, para felicitarme por la misión cumplida. No dije nada, pues me debatía entre sentimientos contradictorios y esto, debido a mi natural distraído, tal y como decían mis profesores, me hacía sumirme en un mutismo total para reflexionar seriamente.
Y mientras Robert permanecía allí, plantado ante mí, pensaba que había entrado en la Resistencia con tres sueños: reunirme con el general De Gaulle en Londres, enrolarme en la Royal Air Force y matar a un enemigo antes de morir.
Tras comprender que los dos primeros quedarían fuera de mi alcance, haber podido, al menos, cumplir el tercero debería haberme llenado de alegría, y mucho más porque seguía vivo horas después de la misión, pero, de hecho, me ocurría todo lo contrario. Pensar en mi oficial alemán, que en ese momento seguía, por exigencias de la investigación, en la posición en que lo había dejado -tirado en el suelo, con los brazos en cruz sobre los peldaños de una escalera que conducía a un urinario- no me procuraba ninguna satisfacción.
Boris carraspeó, Robert no me tendía la mano para que se la apretara -aunque estoy seguro de que no habría tenido nada en contra, por su carácter afectuoso-, sino que, evidentemente, quería recuperar su arma, porque la pistola que había perdido era la suya.
No sabía que Jan lo había enviado como segundo refuerzo, anticipando los riesgos ligados a mi falta de experiencia en acciones de ese tipo y a la huida que se produciría a continuación. Tal y como dije, Robert siempre traía de vuelta a sus hombres. Lamentaba que Robert hubiera entregado su arma a Charles ayer noche para que me la diera y que yo apenas le hubiera prestado atención durante la cena, absorto en mi parte de tortilla. Robert, responsable de mi retaguardia y de la de Boris, había tenido un gesto generoso al haber querido que yo dispusiera de un revólver que no se encallaba jamás, a diferencia de las armas automáticas.
Pero Robert no debía de haber visto el final de la misión, y probablemente tampoco que su pistola ardiente se había escurrido de mi cinturón hasta aterrizar en el pavimento, justo antes de que Boris me ordenara salir corriendo a toda velocidad.
Cuando la mirada de Robert se volvía más insistente, Boris se levantó y abrió el cajón del único mueble de la habitación. Sacó la pistola tan esperada y se la devolvió inmediatamente a su propietario, sin hacer el mínimo comentario.
Robert la guardó y aproveché para aprender cómo debía pasarse el cañón por debajo de la hebilla del cinturón, para evitar quemarse la parte interior del muslo y tener que asumir las consecuencias que se desprendieran.
Jan estaba satisfecho con nuestra acción: a partir de ahora, formábamos parte de la brigada. Una nueva misión nos aguardaba. Un tipo de los maquis se había tomado una copa con Jan. En el transcurso de la conversación, había cometido una indiscreción voluntaria, desvelando, entre otros detalles, la existencia de una granja en la que se almacenaban armas lanzadas en paracaídas por los ingleses. A nosotros nos parecía una locura almacenar, para un futuro desembarco aliado, armas que nos hacían falta todos los días. Por tanto, con nuestras disculpas para los colegas maquis, Jan había tomado la decisión de ir a abastecernos a su casa. Para evitar desavenencias inútiles y prevenir cualquier error, iríamos desarmados. No digo que no hubiera cierta rivalidad entre los movimientos gaullistas y nuestra brigada, pero no podíamos arriesgarnos a herir a un «primo» de la Resistencia, aunque las relaciones familiares no fueran siempre las mejores. Por tanto, las instrucciones eran no recurrir a la fuerza. Si salía mal, nos largábamos, sin más.
La misión debía realizarse con habilidad. Por otro lado, si el plan concebido por Jan se llevaba a cabo sin problemas, retaba a los gaullistas a informar a Londres de lo que les había pasado, a riesgo de quedar como unos auténticos idiotas y perder su fuente de abastecimiento.
Mientras Robert explicaba cómo actuar, mi hermano pequeño fingía que no le importaba nada, pero yo veía que no se perdía ni un detalle de la conversación. Teníamos que presentarnos en aquella granja a algunos kilómetros al oeste de la ciudad, explicar a la gente que hubiera allí que veníamos de parte de un tal Louis, que los alemanes sospechaban del escondite y que no iban a tardar en presentarse; debían creer que estábamos allí para trasladar la mercancía y debían entregarnos algunas cajas de granadas y metralletas allí depositadas. Una vez las hubiéramos cargado en los pequeños remolques atados a nuestras bicis, nos largábamos sin mirar atrás.
– Se necesitan seis personas -dijo Robert.
Estuve seguro de no haberme equivocado respecto a Claude, porque se había enderezado en su cama, como si su siesta se hubiera acabado repentinamente, justamente en ese momento, por casualidad.
– ¿Quieres participar? -preguntó Robert a mi hermano.
– Con la experiencia que tengo ahora en el robo de bicicletas, supongo que también estoy cualificado para birlar armas. Debo de tener pinta de ladrón, puesto que pensáis sistemáticamente en mí para este tipo de misiones.
– Todo lo contrario, tienes cara de chico honesto y por eso estás particularmente cualificado, no levantas sospechas.
No sé si Claude se tomó estas palabras como un cumplido o si, simplemente, estaba contento de que Robert se dirigiera a él directamente, con la consideración que parecía echar en falta, pero su cara se relajó enseguida. Incluso me pareció verlo sonreír. Es curioso cómo el reconocimiento, por ínfimo que sea, reconforta el espíritu. Finalmente, sentirse anónimo entre gente que te rodea supone un sufrimiento mucho mayor de lo que se pudiera pensar, es como ser invisible. Probablemente, ésa es la razón por la que sufrimos tanto en la clandestinidad, y por la que, también, la brigada se convierte en una especie de familia, en una sociedad en la que todos tenemos una existencia. Eso era muy importante para todos nosotros.
Claude dijo: «Contad conmigo». Junto con Robert, Boris y yo mismo, faltaban dos más, de modo que Alonso y Émile se unieron a nosotros.
Los seis miembros de la misión debían, en primer lugar, irse lo antes posible a Loubers, donde se les añadiría un pequeño remolque a sus bicis. Charles había pedido que llegasen por turno; no por el modesto tamaño de su taller, sino para evitar que un convoy atrajera la atención del vecindario. Quedaron a las seis en la salida del pueblo, en dirección al campo, en un lugar llamado «Côte Pavée».
Capítulo 5
Claude se presentó el primero en la granja. Siguió al pie de la letra las instrucciones que Jan había obtenido de su contacto de los maquis.