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– Venimos de parte de Louis. Me dijo que le dijera que, esta noche, la marea estará baja.

– Tanto peor para la pesca -respondió el hombre.

Claude no lo contrarió en ese punto y continuó con su mensaje.

– ¡ La Gestapo está de camino, tenemos que llevar las armas a otro sitio!

– Maldita sea, es terrible -gritó el granjero.

Miró nuestras bicis y añadió:

– ¿Dónde está vuestro camión?

Claude no entendió la pregunta; para ser honesto, yo tampoco, y creo que a los compañeros de detrás les pasaba lo mismo. Pero sin esperar respuesta, replicó enseguida:

– Viene detrás, nosotros estamos aquí para empezar a organizar el traslado.

El granjero nos llevó a su granja. Allí, tras las pacas de heno amontonadas, descubrimos lo que daría más tarde el nombre clave a esta misión, la «Caverna de Alí Babá». Alineadas en el suelo, había apiladas cajas repletas de granadas, morteros, metralletas Sten, bolsas llenas de balas, cuerdas, dinamita, fusiles y otras cosas de las que debo olvidarme.

En ese preciso momento, tomé conciencia de dos cosas de igual importancia. En primer lugar, debía reconsiderar mi apreciación política respecto a la necesidad de prepararse para el desembarco aliado. Mi punto de vista había cambiado, y todavía más cuando comprendí que aquel escondite, probablemente, sólo era uno de los muchos depósitos que se estaban estableciendo en el territorio. La segunda es que estábamos robando unas armas que, seguramente, antes o después los maquis necesitarían.

Me guardé bien de hacer partícipe de estas consideraciones al camarada Robert, jefe de nuestra misión; no por miedo a que mi superior me juzgara mal, sino más bien porque, después de seguir reflexionando, conseguí calmar mi conciencia: con nuestros pequeños seis remolques de bicicleta no íbamos a privar a los maquis de gran cosa.

Para comprender lo que sentía ante esas armas, ahora que conocía mejor el valor de una pistola en el seno de nuestra brigada y que entendía la pregunta benévola del granjero «¿dónde está vuestro camión?», bastaba imaginar a mi hermano pequeño encontrándose con una mesa llena de patatas fritas crujientes y doradas, pero cuando tuviera náuseas.

Robert acabó con nuestro alboroto y nos ordenó que, mientras esperábamos el famoso camión, empezáramos a cargar todo lo que pudiéramos en los remolques. En ese momento, el granjero nos hizo una segunda pregunta que nos iba a dejar a todos patidifusos.

– ¿Qué hacemos con los rusos?

– ¿Qué rusos? -preguntó Robert.

– ¿Louis no os ha dicho nada?

– Depende del tema -intervino Claude, que ganaba seguridad por momentos.

– Damos refugio a dos prisioneros rusos, huidos de un presidio del muro del Atlántico. Hay que hacer algo, no podemos correr el riesgo de que la Gestapo los encuentre, pues los fusilarían inmediatamente.

Había dos elementos perturbadores en lo que acababa de anunciar el granjero. El primero era que, sin pretenderlo, íbamos a hacer vivir una pesadilla a los dos pobres tipos que ya debían de haber sufrido bastante por su cuenta; pero lo que me perturbaba todavía más era que el granjero no había pensado ni un solo momento en su propia vida. A mi lista de personas formidables durante este período poco glorioso, tendré que plantearme añadir a los granjeros.

Robert propuso a los rusos que fueran a esconderse en el sotobosque. El campesino nos preguntó si alguno de nosotros era capaz de explicárselo, pues desde que había acogido a aquellos dos pobres diablos, había comprobado que su dominio de la lengua no era demasiado bueno. Después de habernos examinado bien, concluyó que prefería ocuparse él mismo. «Es más seguro», añadió. Mientras se reunía con ellos, nosotros cargamos los remolques hasta arriba; Émile, incluso, cogió dos paquetes de municiones que no nos servirían de nada, ya que no teníamos el revólver del calibre correspondiente, pero eso nos lo explicaría Charles a la vuelta.

Dejamos a nuestro granjero en compañía de sus dos refugiados rusos, no sin un cierto sentimiento de culpa, y pedaleamos hasta perder el aliento, arrastrando nuestros pequeños remolques todo el trayecto hasta el taller.

Cuando llegamos a los suburbios de la ciudad, Alonso no pudo evitar un bache, y una de las bolsas de balas que transportaba se cayó. Los que pasaban por su lado se pararon, sorprendidos por la naturaleza del cargamento que acababa de derramarse en la calzada. Dos obreros se acercaron a Alonso y lo ayudaron a recoger las balas, volviéndolas a poner en el carrito sin hacer preguntas.

Charles inventarió nuestras adquisiciones y las guardó a buen recaudo. Se reunió con nosotros en el comedor, regalándonos una de sus magníficas sonrisas desdentadas y anunció, con su particular manera de hablar:

– Béis esho un mu buen trabar. Tinim pur hasir a menos soun acciones. -Lo que, de inmediato, tradujimos por: «Habéis hecho un muy buen trabajo. Tenemos material para hacer al menos cien misiones».

Capítulo 6

Junio se iba esfumando al compás de nuestras acciones y el mes llegaba casi a su fin. Grúas arrancadas por nuestras cargas explosivas se habían doblado dentro de los canales, sin poder volver a ponerse rectas; habían descarrilado trenes que circulaban por raíles que habíamos desplazado y las carreteras que recorrían los convoyes alemanes habían quedado cortadas por torres eléctricas derribadas. A mitad de mes, Jacques y Robert consiguieron colocar tres bombas en la Feldgendarmerie, y los daños fueron considerables. El prefecto de la región lanzó una vez más una llamada a la población: en un mensaje lamentable, invitaba a todos y cada uno a denunciar a cualquier persona sospechosa de pertenecer a una organización terrorista. En su comunicado, el jefe de la policía francesa de la región de Toulouse fustigaba a los que se proclamaban miembros de una supuesta Resistencia, unos provocadores de problemas que dañaban el orden público y el bienestar de los franceses. Los causantes de problemas, en cuestión, éramos nosotros, y nos importaba bien poco lo que pensara el prefecto.

Hoy, junto a Émile, recogimos las granadas de casa de Charles, con la misión de lanzarlas en el interior de una central telefónica de la Wehrmacht.

Caminábamos por la calle, Émile me mostró los cristales a los que debíamos apuntar, y a su señal, catapultamos nuestros proyectiles. Los vi levantarse, formando una curva casi perfecta. El tiempo parecía haberse detenido. Después llegó el ruido de cristales rompiéndose e, incluso, me pareció oír rodar las granadas sobre el parqué y los pasos de los alemanes que se precipitaban probablemente hacia la primera puerta que vieran. Para este tipo de cosas, es mejor ser dos; el éxito en solitario parecía improbable.

A estas alturas, dudo de que las comunicaciones alemanas se restablezcan rápidamente. Pero nada de eso me alegra, pues mi hermano pequeño debe mudarse.

Claude está ahora integrado en el equipo. Jan ha decidido que nuestra convivencia es demasiado peligrosa y que viola las reglas de seguridad. Todos los compañeros viven solos para evitar comprometer a otro compañero en el caso de que se produzca un arresto. Echo mucho de menos a mi hermano, y, de ahora en adelante, me resultará imposible acostarme por la noche sin pensar en él. No sé si estará cumpliendo alguna misión. Así que, echado en mi cama, con las manos detrás de la cabeza, intento conciliar el sueño, sin conseguirlo por completo. La soledad y el hambre son una compañía asquerosa. El rugido de mi estómago perturba de vez en cuando el silencio que me rodea. Para despejar mi mente, pongo la bombilla en la lámpara de mi habitación y, enseguida, se produce un destello de luz en la ventana de mi caza inglés. Piloto un Spitfire de la Royal Air Force. Sobrevuelo el canal de la Mancha, me basta inclinar el aparato para ver al final de las alas las crestas de las olas que se dirigen, como yo, hacia Inglaterra. A tan sólo unos metros, el avión de mi hermano ronronea, echo una ojeada a su motor para asegurarme de que ninguna humareda comprometerá su vuelta, pero ante nosotros, ya se perfilan las costas y sus acantilados blancos. Siento el viento que entra en la cabina y silba entre mis piernas. Cuando hayamos aterrizado, nos obsequiaremos con una buena comida en el comedor de los oficiales… Un convoy de camiones alemanes pasa por delante de mis ventanas y los crujidos de los embragues me devuelven a mi habitación y a mi soledad.