Mientras espero a que desaparezca en la noche el convoy de camiones alemanes, a pesar del hambre endemoniada que me atenaza, consigo, por fin, encontrar el valor de apagar la bombilla de la lámpara del techo de mi habitación.
En la penumbra, me digo que no he renunciado. Es probable que muera, pero no habré renunciado; de todos modos, pensaba que moriría mucho antes y sigo vivo, así que, ¿quién sabe? Tal vez, a fin de cuentas, Jacques tuviera razón y un día vuelva la primavera.
A primera hora de la mañana, recibo la visita de Boris; nos espera otra misión. Mientras pedaleamos hacia la vieja estación de Loubers para ir a buscar nuestras armas, el maestro Arnal llega a Vichy para defender la causa de Langer. Lo recibe el director de asuntos criminales e indultos. Su poder es inmenso, y lo sabe. Escucha al abogado sin prestarle mucha atención, con la cabeza en otra parte: se acerca el fin de semana y quiere saber a qué lo dedicará, y si su señora lo acogerá entre la tibieza de sus muslos después de una buena cena en un restaurante de la ciudad donde ya ha hecho una reserva. El director de asuntos criminales recorre rápidamente el expediente que Arnal le suplica que considere. Los hechos están ahí, negro sobre blanco, y son graves. Dice que la sentencia no es severa, sino justa. No se les puede reprochar nada a los jueces, han cumplido con su deber aplicando la ley. Ya ha dado su opinión, pero, como Arnal sigue insistiendo, acepta, por lo delicado del asunto, reunir a la Comisión de Indultos.
Más tarde, ante sus miembros, pronunciará siempre el nombre de Marcel de manera que quede patente que se trata de un extranjero. Y mientras el viejo abogado Arnal abandona Vichy, la Comisión rechaza el indulto. Y mientras el viejo abogado Arnal sube a bordo del tren que lo lleva de vuelta a Toulouse, un documento administrativo sigue también a su pequeño tren; va dirigido al ministro de Justicia, que lo hace llegar enseguida al despacho del mariscal Pétain. El Mariscal firma el acta, la suerte de Marcel está ya echada: será guillotinado.
Hoy, 15 de julio de 1943, junto con mi compañero Boris, ataco el despacho del dirigente del grupo «Colaboración», en la Place des Carmes.
Pasado mañana, Boris se cargará a un tal Rouget, celoso colaboracionista y uno de los mejores contactos de la Gestapo.
Cuando sale del Palacio de Justicia para ir a almorzar, el fiscal Lespinasse está de bastante buen humor. El proceso administrativo ha concluido esta mañana. El rechazo del indulto de Marcel está sobre su mesa, con la firma del Mariscal. Lo acompaña la orden de ejecución. Lespinasse se ha pasado la mañana contemplando ese pequeño trozo de papel de pocos centímetros cuadrados. Esa hoja rectangular, para él, es como una recompensa, un premio a la excelencia que le conceden las más altas autoridades del Estado. No es el primero que consigue Lespinasse. Ya en la escuela primaria, todos los años le entregaba a su padre una mención de honor, conseguida gracias a su trabajo constante, gracias a la estima de sus maestros… Gracia… eso es lo que Marcel no ha conseguido. Lespinasse suspira y levanta el bibelot de porcelana que preside su mesa, ante su cartapacio de cuero; entonces introduce la hoja y coloca el bibelot encima. No puede distraerse; debe terminar de redactar el discurso de su próxima conferencia, pero su mente vuelve al pequeño cuaderno. Lo abre, pasa las páginas, un día, dos, tres, cuatro, ya está, ése es. Duda sobre escribir las palabras «ejecución Langer», encima de «desayunar Armande», la hoja está ya repleta de citas. Entonces, se contenta con dibujar una cruz. Vuelve a cerrar la agenda y retoma la redacción de su texto. Escribe algunas líneas y vuelve a inclinarse sobre el documento que sobrepasa el apoyo del bibelot. Vuelve a abrir el cuaderno y, junto a la cruz, escribe la cifra 5: la hora a la que deberá presentarse en la puerta de la prisión de Saint-Michel. Lespinasse se guarda, por fin, el cuaderno en su bolsillo, aparta el abrecartas de oro que hay sobre la mesa y lo alinea paralelo a su estilográfica. Es mediodía y el fiscal tiene apetito. Lespinasse se levanta, se ajusta el pliegue de su pantalón y sale al pasillo del palacio.
Al otro lado de la ciudad, el maestro Arnal deja sobre su mesa la misma hoja de papel que ha recibido esa mañana. Su asistenta entra en la habitación. Arnal la mira fijamente, no puede articular palabra.
– ¿Llora usted, maestro? -murmura la asistenta.
Arnal se inclina sobre la papelera para vomitar bilis. Lo sacuden espasmos. La vieja Marthe vacila sin saber qué hacer. Después, recobra el ánimo: tiene tres niños y dos bebés, de manera que ha visto vómitos. Se acerca y coloca su mano sobre la frente del viejo abogado. Y cada vez que se inclina sobre la papelera, lo acompaña en el movimiento. Le ofrece un pañuelo de algodón blanco; mientras su patrón se limpia la boca, su mirada se posa en la hoja de papel y, en esa ocasión, son los ojos de Marthe los que se llenan de lágrimas.
Esa noche nos encontraremos en la casa de Charles. Sentados todos en el suelo, Jan, Catherine, Boris, Émile, Claude, Alonso, Stefan, Jacques, Robert y yo formamos un círculo. Una carta pasa de mano en mano, todos buscamos unas palabras que no encontramos. ¿Qué se puede escribir a un amigo que va a morir?
– No te olvidaremos -murmura Catherine. Es lo que todos pensamos. Si nuestra lucha nos lleva a recobrar la libertad, si uno solo de nosotros sobrevive, no te olvidará, Marcel, y un día pronunciará tu nombre. Jan nos escucha, coge la pluma y garabatea en yidis las pocas frases que acabamos de decirte. Así, los guardias que te lleven al cadalso no podrán comprenderlas. Jan dobla la hoja, Catherine la coge y la esconde bajo su blusa. Mañana irá a dársela al rabino.
No es seguro que nuestra carta llegue al condenado. Marcel no cree en Dios y rechazará, probablemente, la presencia del capellán y la del rabino. Pero ¿quién sabe? Una brizna de esperanza en medio de toda esta miseria no estará de más. Ojalá leas estas pocas palabras, escritas para decirte que, si un día somos libres de nuevo, tu vida habrá tenido mucho que ver.
Capítulo 7
Son las cinco de aquella triste mañana del 23 de julio de 1943. En un despacho de la prisión Saint-Michel, Lespinasse toma un refresco en compañía de jueces, del director y de los dos verdugos. Los hombres de negro toman un café, un vaso de vino blanco seco los que se acaloran montando la guillotina. Lespinasse mira sin cesar su reloj. Espera que la aguja acabe su vuelta a la esfera.
– Es la hora -dice él-, vaya a avisar al señor Arnal.
El viejo abogado no ha querido mezclarse con ellos, espera solo en el patio. Van a buscarlo, se une al cortejo, hace una señal al guardia y camina unos pasos por delante.
Todavía no es hora de despertarse, pero todos los prisioneros están levantados ya. Están enterados de que van a ejecutar a uno de ellos. Se eleva un susurro. Las voces de los españoles se funden con las de los franceses, a las que se unen enseguida las de los italianos, después llega el turno de los húngaros, de los polacos, de los checos y de los rumanos. El susurro se ha convertido en canto, que se eleva alto y fuerte. Todos los acentos se mezclan y gritan las mismas palabras: «La Marsellesa» resuena en los muros de los calabozos de la prisión de Saint-Michel.