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Arnal entra en la celda; Marcel se despierta, mira el cielo rosa por el ventanuco y comprende de inmediato. Arnal lo toma en sus brazos. Por encima de su hombro, Marcel mira de nuevo el cielo y sonríe. Susurra al oído del viejo abogado:

– Amaba tanto la vida…

El barbero entra ahora, hay que limpiar la nuca del condenado. Las tijeras tintinean y los mechones caen en el suelo de tierra batida. El cortejo avanza; en el pasillo, el «Canto de los guerrilleros» ha reemplazado a «La Marsellesa». Marcel se detiene en lo alto de las escaleras, se vuelve, alza lentamente el puño y grita:

– Adiós, camaradas.

La prisión entera se calla un momento.

– Adiós, camarada, y viva Francia -responden los prisioneros al unísono. Y «La Marsellesa» invade de nuevo el espacio, pero la silueta de Marcel ha desaparecido ya.

Hombro contra hombro, Arnal con capa, Marcel con una camisa blanca, caminan hacia lo inevitable. Viéndolos de espaldas, no se sabe bien quién sostiene a quién. El vigilante jefe saca un paquete de cigarrillos de su bolsillo. Marcel coge el cigarrillo que le ofrece, una cerilla crepita y la llama ilumina la parte inferior de su rostro. Algunas volutas de humo se escapan de su boca, y los hombres retoman la marcha. Al pasar por la puerta que da al patio, el director de la prisión le pregunta si quiere una copa de ron.

Marcel echa una mirada a Lespinasse y asiente con la cabeza.

– Dádsela más bien a este hombre, lo necesita más que yo -dice él.

El cigarrillo cae al suelo, Marcel hace una señal para demostrar que está listo.

El rabino se acerca, pero, con una sonrisa, Marcel le indica que no lo necesita.

– Gracias, rabino, pero sólo creo en un mundo mejor para los hombres aquí, y sólo los hombres podrán decidir inventarlo algún día, para ellos y para sus hijos.

El rabino sabe que Marcel no quiere su ayuda, pero tiene una misión que cumplir y el tiempo apremia. Entonces, sin esperar más, el hombre de Dios aparta a Lespinasse y le tiende a Marcel el libro que sujeta entre sus manos. Le murmura en yidis:

– Hay algo dentro para usted.

Marcel duda, coge el libro y lo hojea. Entre las páginas, encuentra la nota garabateada a mano de Jan. Marcel lee las líneas, de derecha a izquierda; cierra los ojos y se lo devuelve al rabino.

– Diles que se lo agradezco y, sobre todo, que confío en su victoria.

Son las cinco y cuarto, la puerta de uno de los patios de la prisión de Saint-Michel se abre. La guillotina se alza a la derecha. Por delicadeza, los verdugos la han montado ahí, de manera que el condenado no la vea hasta el último momento. Desde lo alto de los miradores, los centinelas alemanes se divierten con el espectáculo insólito que tiene lugar ante sus ojos.

– Son raros estos franceses. En principio, nosotros somos el enemigo, ¿no? -dice irónicamente uno de ellos. Su compatriota se limita a encogerse de hombros y se inclina para ver mejor.

Marcel sube los escalones del cadalso y se vuelve una última vez hacia Lespinasse:

– Mi sangre caerá sobre su cabeza. -Sonríe y añade-: Muero por Francia y por una humanidad mejor.

Sin que nadie lo ayude, Marcel se coloca sobre la plancha y la cuchilla cae. Arnal ha aguantado la respiración, y tiene la vista fija en el cielo tejido de nubes ligeras, que se dirían de seda. A sus pies, los adoquines del patio se han teñido de rojo por la sangre. Mientras colocan el cadáver de Marcel en un ataúd, los verdugos se afanan ya por limpiar su máquina. Tiran un poco de serrín por el suelo.

Arnal acompañará a su amigo hasta su última morada. Se sube a la parte delantera del coche fúnebre, las puertas de la prisión se abren y el tiro se pone en camino. Al doblar la esquina, pasa por delante de Catherine sin reconocerla siquiera. Escondidas en el marco de una puerta, Catherine y Marianne miraban el cortejo. El eco de los cascos del caballo se perdía en la lejanía. En la puerta de la cárcel, un guardia clava el cartel que anuncia la ejecución. No hay nada que hacer. Lívidas, abandonan su refugio y vuelven a remontar la calle a pie.

Marianne sujeta un pañuelo ante su boca, un pobre remedio contra la náusea, contra el dolor. Son apenas las siete cuando se reúnen con nosotros en casa de Charles. Jacques no dice nada y aprieta los puños. Con la punta del dedo, Boris dibuja un círculo en la mesa de madera, Claude se sienta apoyado contra la pared y me mira.

– Hoy hay que matar a un enemigo -dice Jan.

– ¿Sin ninguna preparación? -pregunta Catherine.

– Yo estoy de acuerdo -dice Boris.

***

A las ocho de la tarde, en verano, todavía es de día. La gente pasea aprovechando las temperaturas suaves. Las terrazas de los cafés están en plena ebullición y algunos enamorados se besan en las esquinas. En medio de esa multitud, Boris parece un joven como cualquier otro, inofensivo. Sin embargo, agarra en su bolsillo la culata de su pistola. Lleva una hora buscando una presa, no una cualquiera, quiere un oficial para vengar a Marcel, un galón dorado, una chaqueta con estrellas. Pero, por ahora, sólo se ha cruzado con dos alegres grumetes alemanes que no son lo bastante malos para merecer morir. Boris cruza la Square Lafayette, sube por la Rue d'Alsace y recorre las aceras de la Place Esquirol. A lo lejos se escuchan los metales de una orquesta callejera. Entonces, Boris se deja guiar por la música.

Una orquesta alemana toca en un quiosco. Boris encuentra una silla y se sienta. Cierra los ojos e intenta calmar los latidos de su corazón. No puede volver con las manos vacías, no puede decepcionar a sus compañeros. Desde luego, no es ése el tipo de venganza que Marcel merece, pero la decisión está tomada. Vuelve a abrir los ojos, la suerte le sonríe, un apuesto oficial acaba de instalarse en la primera fila. Boris mira la gorra que el militar agita para abanicarse. En la manga de la chaqueta, ve la condecoración roja de la campaña de Rusia. Ese hombre ha debido de matar a muchos hombres para gozar del derecho a descansar en Toulouse. Ha debido de conducir a la muerte a muchos soldados, para estar disfrutando ahora tan apaciblemente de una suave tarde de verano en el suroeste de Francia.

El concierto se acaba y el oficial se levanta, Boris lo sigue. A algunos pasos de allí, en medio de la calle, resuenan cinco disparos, salidos del cañón del arma de nuestro compañero. La muchedumbre se precipita, Boris huye de allí.

En una calle de Toulouse, la sangre de un oficial fluye hacia la alcantarilla. A pocos kilómetros de allí, bajo la tierra de un cementerio de Toulouse, la sangre de Marcel ya se ha secado.

***

El diario La Dépêche da cuentas de la acción de Boris; en la misma edición, anuncia la ejecución de Marcel. Los habitantes de la ciudad establecerán rápidamente el vínculo entre los dos asuntos. Los que están comprometidos aprenderán que la sangre de un guerrillero no se derrama impunemente, los demás sabrán que muy cerca de ellos hay personas que luchan.

El prefecto de la región se ha afanado por divulgar un comunicado para asegurar a las fuerzas ocupantes su apoyo. «En cuanto me he enterado del atentado -escribe él-, he querido erigirme en representante de la indignación de la población al general jefe del Estado Mayor y del jefe de Seguridad alemana.» El intendente de policía de la región había puesto su grano de arena en la prosa colaboracionista: «Las autoridades entregarán una recompensa económica a toda persona con información que permita identificar al autor o a los autores del odioso atentado cometido con arma de fuego en la tarde del 23 de julio contra un militar alemán en la Rue Bayard en Toulouse». Fin de cita. Hay que decir que el intendente de policía Barthenet acababa de ser nombrado en su puesto. Algunos años de celo al servicio de Vichy habían curtido su reputación de hombre tan eficaz como temible, y le habían proporcionado esa promoción con la que tanto soñaba. El cronista de La Dépêche había recibido su nombramiento dándole la bienvenida en la primera página del periódico. Nosotros también, a nuestra manera, acabábamos de darle «nuestra» bienvenida. Y para recibirlo todavía mejor, habíamos distribuido una octavilla por toda la ciudad. En unas pocas líneas, anunciábamos que habíamos abatido a un oficial alemán como represalia por la muerte de Marcel.