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No esperaremos órdenes de nadie. El rabino le había contado a Catherine lo que Marcel le había dicho a Lespinasse antes de morir sobre el cadalso: «Mi sangre caerá sobre su cabeza». El mensaje nos había llegado con todo su sentido, como un testamento de nuestro camarada, y habíamos entendido su última voluntad. Conseguiríamos la cabeza del fiscal. La empresa necesitaría una larga preparación. No se podía matar a un procurador, sin más, en plena calle. El hombre de ley estaba ciertamente protegido, debía de desplazarse sólo en un coche con chófer, y, en nuestra brigada, estaba fuera de cuestión que una misión pusiera en peligro a la población. Al contrario de los que colaboraban abiertamente con los nazis, de los que denunciaban, de los que detenían, torturaban, deportaban, de los que condenaban y fusilaban, de los que satisfacían su odio racista sin trabas y con la conciencia tranquila por estar cumpliendo con un supuesto deber, al contrario de todos éstos, pensábamos mantener nuestras manos limpias, aunque estábamos preparados para ensuciárnoslas.

***

A petición de Jan, Catherine había estado montando desde hacía algunas semanas una célula de información. Por este nombre debe entenderse que, con algunas amigas -Damira, Marianne, Sophie, Rosine y Osna (a las que nos estaba prohibido amar, pero a las que amábamos de todos modos)-, iba a recabar la información necesaria para preparar nuestras misiones.

A lo largo de los meses venideros, las chicas de la brigada se especializarían en vigilancias, en fotografías a salto de mata, en el trazado de itinerarios, en la observación del empleo del tiempo y en la investigación del vecindario. Gracias a ellas, llegaríamos a saber todo o casi todo de la vida de nuestros objetivos. No, no esperaríamos órdenes de nadie. A la cabeza de su lista, a partir de ahora, figura el fiscal Lespinasse.

Capítulo 8

Jacques me pidió que me reuniera con Damira en la ciudad para transmitirle una orden de misión. Habíamos quedado en el bistró en el que los compañeros se encontraban demasiado a menudo, hasta que Jan nos prohibió poner un pie en él, por razones, como siempre, de seguridad.

La primera vez que la vi me impresionó. Yo tenía el pelo rojizo, la piel blanca tan salpicada de pecas que me preguntaban si había mirado al sol a través de un colador y llevaba gafas a medida. Damira era italiana y, lo que era más importante para mis ojos de miope, también era pelirroja. Concluí que esto crearía, inevitablemente, vínculos privilegiados entre nosotros. Pero bueno, igual que me había equivocado en mi valoración del interés de los almacenes de armas que los maquis gaullistas estaban elaborando, comprobé que, en lo que concernía a Damira, no tenía nada claro.

Sentados ante un plato de algarrobas, debíamos de parecer dos jóvenes enamorados, excepto porque Damira no estaba enamorada de mí, aunque yo ya me había encaprichado de ella. La miraba como si, después de dieciocho años de vida en la piel de un tipo nacido con pinta de zanahoria, hubiera descubierto a un ser semejante del sexo opuesto; oposición que, por una vez, era una buena noticia.

– ¿Por qué me miras así? -me preguntó Damira.

– ¡Por nada!

– ¿Nos vigilan?

– ¡No, no, en absoluto!

– ¿Estás seguro? Porque, por la manera en que me miras, creí que intentabas avisarme de algún peligro.

– ¡Damira, te prometo que estamos seguros!

– Entonces, ¿por qué tienes la frente perlada de sudor?

– Porque este local es un horno.

– No me lo parece.

– Eres italiana, y yo de París, así que debes de estar más acostumbrada que yo.

– ¿Quieres que vayamos a pasear?

Si Damira me hubiera propuesto bañarnos en el canal, habría dicho inmediatamente que sí. Apenas había acabado su frase, yo ya me había levantado, y estaba desplazando su silla para ayudarla a levantarse.

– ¡Qué bien, un hombre galante! -dijo ella sonriendo.

La temperatura en el interior de mi cuerpo acababa de dispararse de nuevo, y, por primera vez desde el inicio de la guerra, se habría podido decir que tenía buena cara por el rubor de mis mejillas.

Caminábamos los dos hacia el canal, donde me imaginaba disfrutando con mi espléndida pelirroja italiana de tiernos juegos acuáticos. Eso era algo totalmente ridículo, ya que bañarse entre dos grúas y tres chalanas cargadas de hidrocarburos nunca ha tenido nada de romántico. A pesar de esto, en ese momento, nada en el mundo me habría impedido soñar. En otro tiempo, en otro lugar, estaríamos cruzando la Place Esquirol, habría aparcado mi Spitfire (cuyo motor se habría estropeado mientras hacía un looping) en un campo que rodeaba la adorable casita en la que Damira y yo vivíamos en Inglaterra desde que se había quedado embarazada de nuestro segundo hijo (que sería probablemente igual de pelirrojo que nuestra hija mayor). Y, para colmo de mi felicidad, era justo la hora del té. Damira venía a mi encuentro, llevando en los bolsillos de su delantal de cuadros verdes y rojos algunos pastelillos calientes, recién salidos del horno. Me ocuparía de reparar mi avión después de probarlos; los dulces de Damira estarían exquisitos, debía de haberse esforzado mucho para prepararlos sólo para mí. Por una vez, podía olvidar un instante mi deber de oficial y demostrarle mi agradecimiento. Sentada ante nuestra casa, Damira había colocado su cabeza sobre mi hombro y suspiraba, satisfecha por ese momento de felicidad simple.

– Jeannot, creo que te has dormido.

– ¿Cómo? -dije sobresaltándome.

– ¡Tienes la cabeza apoyada en mi hombro!

Rojo como un tomate, me enderecé. El Spitfire, la casita, el té y los pasteles se habían desvanecido y sólo quedaban los oscuros reflejos del canal y el banco en el que nos habíamos sentado.

Intentando desesperadamente recuperar la compostura, carraspeé y, aunque no me atrevía a mirar a mi compañera, intenté conocerla mejor.

– ¿Cómo entraste en la brigada?

– ¿No se suponía que debías entregarme una orden de misión? -respondió secamente Damira.

– Sí, sí, pero tenemos tiempo, ¿no?

– Tal vez tú, pero yo no.

– Respóndeme y, después, hablamos del trabajo.

Damira dudo un instante, sonrió y aceptó responderme. Tenía que saber que estaba un poco encaprichado con ella, las chicas siempre saben esas cosas, a menudo, incluso, antes de que lo sepamos nosotros mismos. Su comportamiento era delicado, sabía cuánto nos pesaba la soledad a todos, tal vez también a ella, así que aceptó contentarme y hablar un poco.

La tarde ya había caído, pero la noche aún tardaría en llegar; teníamos todavía algunas horas por delante antes del toque de queda. Dos muchachos sentados en un banco, frente a un canal, en plena Ocupación; no hacíamos daño a nadie aprovechando el momento. ¿Quién podía decirnos, a uno o al otro, cuánto tiempo nos quedaba?