– No creía que la guerra llegara hasta nosotros -dijo Damira-. Llegó una noche, por el camino de delante de la casa: un señor caminaba, vestido como mi padre, como un obrero. Papá fue a su encuentro y hablaron durante un buen rato. Después, el tipo se fue. Papá entró en la cocina y habló con mamá. Vi que estaba llorando, ella le dijo: «¿No hemos tenido bastante ya?». Se refería a que su hermano había sido torturado por los Camisas Negras en Italia. Ése es el nombre que reciben los fascistas de Mussolini, el equivalente de la Milicia de aquí.
No había podido examinarme del bachillerato por las razones que ya conocemos, pero sabía muy bien quiénes eran los Camisas Negras. Sin embargo, preferí no arriesgarme a interrumpir a Damira.
– Supe de qué estaba hablando mi padre con aquel tipo en el jardín; y papá, con su sentido del honor, no esperaba otra cosa. Sabía que había dicho que sí por él y por mis hermanos también. Mamá lloraba porque iban a sumarse a la lucha. Yo estaba orgullosa y feliz, pero me enviaron a mi habitación. En nuestra casa, las chicas no tienen los mismos derechos que los chicos. En nuestra casa, estábamos papá, los cretinos de mis hermanos y después, y sólo después, mamá y yo. No hace falta que te diga que conozco perfectamente a los chicos: tengo a cuatro en casa.
Cuando Damira dijo eso, volví a pensar en cómo me había comportado desde que nos habíamos encontrado en el bar de las algarrobas, y pensé que la probabilidad de que no hubiera adivinado que sentía algo por ella debía de situarse entre el 0 y el 0,0 por cien. No me vi capaz de interrumpirla, habría sido incapaz de articular palabra. Así que Damira continuó:
– Tengo el carácter de mi padre, no el de mi madre; y sé que a mi padre le gusta que sea así, le gusta que me parezca a él. Soy como él… una rebelde. No acepto la injusticia. Mamá siempre quiso enseñarme a callar; papá, todo lo contrario, siempre me empujó a responder, a no dejarme llevar, incluso aunque lo hiciera cuando mis hermanos no estaban presentes, para respetar el orden establecido en la familia.
A pocos metros de nosotros, una chalana largaba amarras; Damira se calló, como si los barqueros pudieran oírnos. Era una estupidez, teniendo en cuenta el viento que soplaba en las grúas, pero la dejé recobrar el aliento. Esperamos a que se alejaran hacia la esclusa y Damira continuó:
– ¿Conoces a Rosine?
Rosine era una chica italiana, con un suave acento musical y una voz que provocaba escalofríos incontrolables, de alrededor de un metro setenta de altura, morena, de ojos azules y una cabellera larga, más allá de la fantasía.
Por prudencia, respondí tímidamente:
– Sí, creo que nos hemos cruzado una o dos veces.
– Nunca me ha hablado de ti.
No me sorprendía, y me encogí de hombros. Eso es, por lo general, lo que se hace, ingenuamente, cuando te enfrentas a una fatalidad.
– ¿Por qué me hablas de Rosine?
– Porque gracias a ella pude entrar en la brigada -continuó Damira-. Una tarde que había reunión en casa, ella estaba allí. Cuando quise que nos fuéramos a dormir, me respondió que no estaba allí para dormir, sino para asistir a la reunión. ¿Te he dicho que me horrorizaba la injusticia?
– Sí, sí, hace menos de cinco minutos, me acuerdo muy bien.
– Pues bien, eso fue demasiado. Cuando había preguntado por qué no podía participar en la reunión, papá me había dicho que era demasiado joven. Sin embargo, Rosine y yo teníamos la misma edad. Entonces, decidí tomar las riendas de mi vida y obedecí a mi padre por última vez. Cuando Rosine se reunió conmigo en mi habitación, no estaba dormida. La había estado esperando. Hablamos toda la noche. Le confesé que quería ser como ella, como mis hermanos, y le supliqué que me presentara al comandante de la brigada. Ella se echó a reír y me dijo que el comandante estaba bajo mi techo, y que, incluso, estaba durmiendo en el salón. El comandante era el compañero de mi padre que había venido a verlo un día al jardín, el día en que mamá había llorado.
Damira hizo una pausa, como si hubiera querido asegurarse de que la seguía bien; sin embargo, era perfectamente inútil, ya que en ese momento la habría seguido a donde fuera si ella me lo hubiera pedido, y probablemente también si no me lo hubiera pedido.
– Al día siguiente fui a ver al comandante mientras mamá y papá estaban ocupados. Él me escuchó y me dijo que en la brigada necesitaban a todo el mundo. Añadió que, al principio, me confiarían tareas no muy difíciles y que, después, ya se vería. Bueno, pues ya lo sabes todo. Y ahora, ¿me das la orden de misión?
– Y tu padre, ¿qué dijo?
– En un primer momento, no sospechaba nada, pero acabó por adivinarlo. Creo que fue a hablar con el comandante y que tuvieron una buena pelea. Papá lo hizo por una cuestión de autoridad paternal, porque sigo en la brigada. Después, actuaron como si no hubiera pasado nada, pero yo noto que estamos más cerca el uno del otro. Bueno, Jeannot, ¿me das esa orden de misión? De verdad que tengo que irme.
– ¿Damira?
– ¿Sí?
– ¿Puedo confiarte un secreto?
– Trabajo en la información clandestina, Jeannot, ¡si hay alguien a quien le puedes confiar un secreto es a mí!
– He olvidado completamente en qué consistía la orden de misión…
Damira me miró fijamente y esbozó una sonrisa extraña, como si le hubiera hecho gracia y, a la vez, estuviera enfadadísima conmigo.
– Mira que eres tonto, Jeannot.
Pero no era culpa mía si tenía las manos húmedas desde hacía una hora, ni una sola gota de saliva en la boca y las rodillas abotargadas. Me disculpé lo mejor que pude.
– Estoy seguro de que es pasajero pero, ahora, tengo una terrible pérdida de memoria.
– Bueno, yo me voy -dijo Damira-, tú intenta recuperar la memoria esta noche, y mañana por la mañana, como muy tarde, quiero saber de qué se trataba. ¡Maldita sea, Jeannot, estamos en guerra, esto es serio!
A lo largo del último mes había hecho explotar un determinado número de bombas, había destruido grúas, una central telefónica alemana junto con algunos de sus ocupantes; por las noches, todavía me acosaba el cadáver de un oficial enemigo que entraba en un urinario riéndose sarcásticamente. Así que, si había alguien que sabía que lo que hacíamos iba en serio, ése era yo; pero los problemas de memoria, o los problemas simplemente, no se controlan sin más. Le propuse a Damira que siguiéramos paseando juntos, porque, tal vez, caminando, recuperara la memoria.
Nuestros caminos debían separarse en la Place Esquirol, y Damira se plantó frente a mí con aire resuelto.
– Mira, Jeannot, las historias entre chicos y chicas están prohibidas, ¿te acuerdas?
– ¡Pero decías que eras una rebelde!
– No estamos hablando de mi padre, cretino, sino de la brigada; está prohibido y es peligroso; por tanto, limitémonos a cumplir nuestras misiones y olvidémonos de todo lo demás, ¿de acuerdo?
¡Y además era franca! Farfullé que lo entendía muy bien, pero que, de todas maneras, no pretendía nada más. Ella me dijo que, ahora que todo estaba claro, tal vez podría recuperar la memoria.
– Debes ir a pasearte por la Rue Pharaon, nos interesa un tal Mas, jefe de la Milicia -dije yo-, y te juro que esto acaba de venirme a la mente sin más, ¡de golpe!
– ¿Quién participará? -preguntó Damira.
– Como se trata de un militar, hay muchas probabilidades de que se ocupe Boris, pero no hay nada oficial por ahora.
– ¿Para cuándo está previsto?
– Para mediados de agosto, creo.
– Eso no me deja más que unos pocos días, es muy poco tiempo, le pediré a Rosine que me eche una mano.
– ¿Damira?
– ¿Sí?
– ¿Y si no estuviéramos… en fin… si no existieran las reglas de seguridad?