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– ¡Granadas! ¡A cubierto! -grita Jacques.

La onda expansiva lanza a Émile al suelo. Está un poco atontado, pero no es el momento de dejarse llevar por el aturdimiento. El humo le hace toser. Escupe; tiene la mano cubierta de una sangre espesa. Mientras no le fallen las piernas, tiene una oportunidad de sobrevivir. Jacques lo coge por el brazo y los dos corren hacia el chaval con las tres bicis. Émile pedalea, Jacques se mantiene a su lado. Hay que tener cuidado, el suelo está resbaladizo. Tras ellos se ha montado un gran alboroto. Jacques se vuelve, ¿los sigue el chico todavía? Si ha contado bien, apenas quedan diez segundos para la gran explosión. Por fin, el cielo se ilumina, las dos bombas acaban de explotar. El chico se ha caído de la bici, empujado por la fuerza de la explosión. Jacques da media vuelta, pero aparecen soldados por todas partes, y dos de ellos ya han apresado al chico que se debate.

– ¡Mierda, Jacques, mira al frente! -grita Émile.

Al final de la calle, la policía les barra el paso, el poli al que habían dejado irse antes debía de haber ido a buscar refuerzos. Jacques coge su revólver, aprieta el gatillo, pero no oye más que un pequeño clic. Tras una breve ojeada a su arma, sin perder el equilibrio, quita el seguro y el cargador se queda colgando; es un milagro que no se haya caído. Jacques golpea el revólver contra el manillar y vuelve a meter el cargador en la culata; dispara tres veces, los polis huyen y les dejan el paso libre; su bici vuelve a la altura de la de Émile.

– Estás sangrando, amigo mío.

– La cabeza me va a explotar -farfulla Émile.

– El pequeño ha caído -confiesa Jacques.

– ¿Volvemos? -pregunta Émile a punto de poner un pie en el suelo.

– ¡Pedalea! -le ordena Jacques -, ya lo han cogido y sólo me quedan dos balas.

Llegan coches de policía de todas partes. Émile baja la cabeza y avanza tan rápido como puede. Si no contara con la noche para protegerlo con su oscuridad, la sangre que le corre por la cara lo traicionaría de inmediato. Émile está mal, el dolor de su cara es terrible, pero está decidido a ignorarlo. El compañero que se ha quedado en el suelo va a sufrir mucho más que él; lo torturarán. Cuando acaben con él, sus sienes estarán peor que las suyas.

Con la punta de la lengua, Émile siente el pedazo de metal que atraviesa su mejilla. Una esquirla de su propia granada, ¡menuda tontería! Había que estar lo más cerca posible, era el único modo de hacer diana.

«La misión se ha cumplido, así que da igual que deba morir», piensa Émile. Le da vueltas la cabeza, un velo rojo invade su campo de visión. Jacques ve vacilar la bicicleta, se acerca, se pone a su altura y coge a su amigo por el hombro.

– ¡Aguanta, ya casi estamos!

Se cruzan con policías que corren hacia la nube de humo. Nadie les presta ninguna atención. Toman un atajo. El camino de la salvación ya no está lejos, y en pocos minutos podrán disminuir la velocidad.

Unos golpes, alguien llama a la puerta y abro. El rostro de Émile está cubierto de sangre. Jacques lo aguanta por el brazo.

– ¿Tienes una silla? -pregunta él-. Émile está un poco cansado.

Y cuando Jacques vuelve a cerrar la puerta tras ellos, me doy cuenta de que falta un compañero.

– Hay que quitarle el trozo de granada que tiene en la cara -dice.

Jacques calienta la hoja de su cuchillo con la llama de su mechero y hace una incisión en la mejilla de Émile. En ocasiones, cuando el dolor es demasiado fuerte, puede dañar el corazón; por tanto, cuando Émile está a punto de desvanecerse yo me encargo de aguantarlo. Émile lucha, se niega a desmayarse, piensa en todos los días que le quedan por vivir, en todas las noches de palos que el compañero caído tendrá que aguantar; no, Émile no quiere perder la conciencia. Y mientras Jacques arranca el trozo de metal, Émile vuelve a pensar en ese soldado alemán, tumbado en medio de la calle, con el cuerpo destrozado por su bomba.

Capítulo 10

El domingo ha pasado. He visto a mi hermano, ha adelgazado más pero no habla del hambre que pasa. Ya no puedo llamarlo mi hermano pequeño como antes. Ha envejecido mucho en pocos días. No tenemos derecho a explicarnos nuestras acciones por seguridad, pero leo en sus ojos la dureza de su vida. Estamos sentados en la orilla del canal; para pasar el tiempo, hablamos de casa, de cómo era la vida antes, pero eso no cambia su mirada. Entonces, compartimos largos silencios. No lejos de nosotros, una grúa plegada se balancea sobre el agua, se diría que agoniza. Tal vez Claude hubiera sido el encargado del golpe, pero no tengo derecho a preguntarle nada. Adivina lo que estoy pensando y se ríe.

– ¿Te encargaste tú de lo de la grúa?

– No, pensaba que tal vez habías sido tú…

– Me ocupé de la esclusa de un poco más arriba, y puedo asegurarte que tardará en volver a funcionar, pero te juro que no he tenido nada que ver con lo de la grúa.

Unos pocos minutos sentados así, uno al lado del otro, habían bastado para que nos volviéramos a encontrar, y volvía a convertirse en mi hermano pequeño. Por el tono de su voz, era casi como si se disculpara, como si hacer saltar la maquinaria de la esclusa hubiera sido una tontería. Y sin embargo, ¿cuántos días de retraso se acumularían en el transporte de las pesadas piezas de marina que el ejército alemán hace llevar por el canal, del Atlántico al Mediterráneo? Claude reía, le acaricié su despeinada cabellera y yo también me eché a reír. A veces, entre dos hermanos, la complicidad es mucho más fuerte que todas las prohibiciones del mundo. Hacía buen tiempo y el hambre no nos abandonaba. Así que, tanto daba quebrantar una prohibición más o menos.

– ¿Te apetecería dar una vuelta por la Place Jeanne-d 'Arc?

– ¿Para qué? -preguntó Claude con tono travieso.

– Para comer un plato de lentejas, por ejemplo.

– ¿A la Place Jeanne-d 'Arc? -insistió Claude vocalizando cada una de sus palabras.

– ¿Conoces otro sitio?

– No, pero ¿sabes qué nos pasará si Jan nos pilla?

Habría querido hacerme el inocente, pero Claude refunfuñó de inmediato:

– Bueno, pues te lo voy a decir, ¡nos arriesgamos a pasar un domingo muy malo!

Hay que explicar que aquel lugar de la Place Jeanne-d 'Arc nos había costado a todos los miembros de la brigada un fuerte tirón de orejas de parte de Jan. Creo que fue Émile quien descubrió el lugar. El restaurante tenía dos ventajas: se comía por prácticamente nada, por apenas unas monedas, y salías lleno, y esa sensación valía por sí sola todos las comidas del mundo. Émile no tardó en llevar a los compañeros al bar y, poco a poco, empezó a llenarse.

Un día, al pasar por delante de la vitrina, Jan descubrió con horror que la práctica totalidad de los miembros de su brigada almorzaba allí. Una redada de la policía y caíamos todos. Esa misma noche, nos convocó manu militari en casa de Charles, y nos dio a cada uno lo nuestro. A partir de ese momento, nos estaba prohibido, bajo pena de sanciones graves, acudir al lugar llamado L'Assiette aux Vesces.

– Se me ha ocurrido algo -murmuró Claude-. Si nadie puede ir, entonces, allí no nos encontraremos con nadie que nos conozca, ¿no?

Hasta ahí, el razonamiento de mi hermano pequeño era correcto. Lo dejé seguir.

– Por tanto, si nadie del grupo está allí, yendo tú y yo, no ponemos a nadie de la brigada en peligro, ¿no?