Nada que decir, seguía siendo correcto.
– Y, si vamos juntos, nadie se enterará y Jan no podrá decirnos nada.
Ya ves, es increíble lo que hace la imaginación cuando se tiene el estómago vacío y el hambre maldita no te deja tranquilo. Cogí a mi hermano por el brazo, y, dejando atrás el canal, nos apresuramos hacia la Place Jeanne-d 'Arc.
Cuando entramos en el restaurante, los dos sufrimos la misma extraña impresión. Al parecer, todos los compañeros de la brigada habían hecho el mismo razonamiento que nosotros; y todos estaban almorzando allí, hasta el punto de que sólo quedaban dos sillas vacías en todo el salón. A todo esto se añadía que los únicos sitios libres estaban justo al lado de los que ocupaban Jan y Catherine, quienes se hallaban en una situación francamente comprometedora por el carácter a todas luces amoroso de su encuentro. Jan ponía cara de circunstancias y todos intentaban, como podían, refrenar la risa tonta que se apoderaba de ellos. Aquel domingo, el dueño debió de preguntarse por qué, de golpe, la sala de su restaurante se echó a reír, cuando visiblemente ninguno de los clientes parecía conocerse.
Fui el primero en poder controlar la risa tonta; no porque pensara que la situación fuera menos cómica que los otros, sino porque en el fondo del bistró vi que Damira y Marc también estaban juntos almorzando. Y como Jan se había visto sorprendido en el bistró prohibido en compañía de Catherine, Marc no veía razón alguna para retenerse; lo vi coger la mano de Damira y ella se dejó hacer.
Mientras mis esperanzas amorosas se desvanecían ante un plato de algarrobas, los compañeros, con la cabeza baja sobre sus platos, se secaban las lágrimas. Catherine ocultaba su rostro tras el fular, pero la situación pudo con ella, y fue presa también de una risa tonta que reavivó el ambiente jovial de la sala; incluso Jan y el patrón acabaron por contagiarse.
Al final de la tarde, acompañé a Claude de vuelta. Remontamos juntos la callejuela donde vivía. Antes de ir a coger mi tranvía, me volví, sólo una vez, para ver su cara antes de volver a la soledad. Él no se giró, y puede que fuera mejor así. Porque el que volvía a su casa no era mi hermano, sino el hombre en el que se había convertido. Ese domingo, tuve un bajón de los buenos.
Capítulo 11
Julio acabó con el fin de semana. Aquel lunes por la mañana era 2 de agosto de 1943. Ha llegado el día de vengar a Marcel, esta tarde el fiscal Lespinasse morirá cuando salga de su casa a las tres y media, como de costumbre, porque ésa es su única costumbre.
Al levantarse esa mañana, Catherine tiene una extraña intuición, está preocupada por los que van a llevar a cabo la operación. Tal vez se les hubiera escapado algún detalle. ¿Habría algún coche de policía escondido a lo largo del camino que no hubiera visto? Repasa sin cesar en su cabeza su semana de vigilancia. ¿Cuántas veces ha recorrido la elegante calle en la que vive el fiscal? ¿Cien veces, tal vez más? Marianne tampoco ha visto nada, así que, ¿por qué esa angustia repentina? Para alejar sus malos pensamientos, decide ir al palacio de justicia. Piensa que allí podrá escuchar los primeros ecos de la operación.
El gran reloj del frontispicio del palacio de justicia señala las tres menos cuarto. Dentro de cuarenta y cinco minutos, los compañeros abrirán fuego. Para no llamar la atención, Catherine se pasea por el gran pasillo y finge consultar los avisos colgados en las paredes. Pero le cuesta hacerlo, relee siempre la misma línea, incapaz de retener ni una sola palabra. Un hombre avanza, sus pasos resuenan en el suelo, sonríe de forma extraña. Otros dos van a su encuentro y lo saludan.
– Señor fiscal general, permítame que le presente a uno de mis amigos -dice el primero.
Intrigada, Catherine se vuelve y espía la escena. El hombre le tiende la mano al que sonríe, el tercero continúa con las presentaciones.
– Señor Lespinasse, éste es mi buen amigo el señor Dupuis.
Catherine se queda estupefacta, el hombre de la sonrisa extraña no es, para nada, el hombre al que ha estado siguiendo durante toda la semana. Sin embargo, el propio Jan les había dado la dirección, y su nombre figuraba en la placa de cobre colocada sobre la puerta de su jardín. A Catherine, la cabeza le da vueltas, su corazón se acelera en su pecho, las cosas empiezan a aclararse. ¡El Lespinasse que vive en la casa del extrarradio de Toulouse es un homónimo! El mismo apellido, y todavía peor, el mismo nombre. ¿Cómo pudo Jan ser tan estúpido como para imaginar que la dirección de un fiscal general tan importante pudiera encontrarse en una guía telefónica? Y, mientras Catherine reflexiona, el reloj del gran pasillo continúa su incansable carrera. Son las tres, dentro de treinta minutos los compañeros matarán a un inocente, a un pobre tipo cuyo único error habrá sido tener el nombre de otro. Tiene que calmarse, recobrar sus fuerzas. En primer lugar, tiene que salir de ahí sin que nadie se fije en la turbación en la que se ha sumido. Después, una vez haya salido a la calle, tendría que correr y robar una bici, si era necesario, pero debía llegar a tiempo para evitar lo peor. Quedan veintinueve minutos, siempre y cuando el hombre al que quería ver muerto, y al que ahora intenta salvar la vida, no se adelante en su horario… por una vez.
Catherine corre, ante ella hay una bicicleta que un hombre ha apoyado contra una pared mientras compra su periódico en el quiosco; no tiene tiempo ni para evaluar los riesgos, ni, todavía menos, para dudar, pero no importa, la agarra y pedalea con todas sus fuerzas. A su espalda, nadie grita «al ladrón», el tipo no se había dado cuenta todavía de que le habían robado la bici. Se salta un semáforo, el fular se le descoloca cuando aparece un coche, y un claxon atrona. La parte delantera izquierda le roza el muslo, la manilla de la puerta le araña la cadera, se tambalea, pero consigue reencontrar su equilibrio. No es el momento para sentir dolor, ni miedo, debe pedalear más rápido. Sus piernas se aceleran, los radios de las ruedas desaparecen, el ritmo es infernal. En el paso de cebra, los peatones la insultan, pero no tiene tiempo de disculparse, ni siquiera de frenar en el próximo cruce. Nuevo obstáculo, un tranvía, pasarlo, prestar atención a los raíles; si la rueda resbala, la caída está asegurada y, a esa velocidad, no tiene posibilidades de volver a levantarse. Las fachadas se quedan atrás, las aceras no son más que un largo trazo gris. Le van a explotar los pulmones, el pecho le hace un daño terrible, pero la quemadura no es nada al lado de la que sentirá el pobre tipo cuando reciba las cinco balas en el tórax. ¿Qué hora es? ¿Las tres y cuarto? ¿Y veinte? Reconoce la cuesta que se perfila a lo lejos. La ha subido todos los días de la semana para ir a hacer su ronda. Por mucho que quisiera a Jan, había sido demasiado estúpida al creer que el fiscal Lespinasse tomaba tan pocas precauciones como el hombre al que había estado siguiendo. Todos los días se burlaba de él, durante sus largas horas de espera, murmuraba que la presa era verdaderamente demasiado fácil. La ignorancia de la que se burlaba era la suya. Era lógico que ese pobre diablo no tuviera ninguna razón para desconfiar, que no se sintiera objetivo ni de la Resistencia, ni de nadie; era lógico también que no se preocupara de nada, porque era completamente inocente.
Las piernas le hacen un daño terrible, pero Catherine prosigue con su carrera, sin descanso. Ya está, ha pasado la cuesta, un último cruce, y tal vez llegue a tiempo. Si la acción hubiera tenido lugar, habría oído los disparos, y, por el momento, sólo oye un zumbido en sus orejas. Es por la sangre que le late demasiado fuerte en las sienes, pero no es el sonido de la muerte, todavía no.