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La calle está ahí, el inocente vuelve a cerrar la puerta de su casa y cruza el jardín. Robert avanza por la acera, con una mano en el bolsillo, y los dedos apretados sobre la culata del revólver, preparado para disparar. Ya es sólo cuestión de segundos. Un frenazo, la bici resbala, Catherine la deja caer sobre la calzada y se lanza a los brazos del guerrillero.

– ¡Estás loca! ¿Qué haces?

No tiene aliento para hablar, y, pálida, retiene la mano de su camarada. Ella misma desconoce de dónde saca tanta fuerza. Y, como ve que no entiende nada, Catherine, por fin, consigue farfullar:

– ¡No es él!

El Lespinasse inocente ha subido a su coche, el motor ruge y el Peugeot 202 negro se va tranquilamente. Al pasar por delante de esa pareja que parece abrazada, el conductor les hace un gesto con la mano. «Qué bonito es el amor», piensa él mientras le echa una ojeada a su retrovisor.

***

Hoy es un mal día. Los alemanes han hecho una redada en la universidad. Han reunido a diez jóvenes en el vestíbulo, los han conducido a los escalones haciéndolos avanzar golpeándolos con la culata de sus fusiles, y después se los han llevado. Ya ves, no renunciaremos; ni aunque nos muramos de hambre, ni aunque el miedo acose nuestras noches, aunque nuestros compañeros caigan, nosotros resistiremos.

***

Hemos estado cerca, pero ya ves, como te he dicho, nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Mientras tanto, el fiscal seguía vivo, y había que volver a empezar desde cero. Como no sabíamos dónde vivía, el seguimiento se iniciaría desde el Palacio de Justicia. La empresa era difícil. El verdadero Lespinasse sólo se desplazaba a bordo de un gran Hotchkiss negro, y en ocasiones en un Renault Primaquatre, pero, en todo caso, siempre conducía su chófer. Catherine había pensado un método para no llamar la atención. El primer día, un compañero siguió en bici al fiscal desde que salió del palacio y dejó de seguirlo al cabo de unos minutos. A partir del día siguiente, otro compañero, en una bici diferente, retomó la pista allá donde se había quedado la víspera. Así, con segmentos sucesivos, conseguimos trazar el camino hasta el domicilio del fiscal. A partir de ahora, Catherine podría retomar sus largos paseos por otra acera. Unos días más de vigilancia y conoceríamos todas las costumbres del fiscal general.

Capítulo 12

En nuestra opinión, había un enemigo todavía más odioso que los nazis. Estábamos en guerra con los alemanes, pero la Milicia era la peor calaña que el fascismo y el arribismo podían producir, era odio ambulante.

Los milicianos violaban, torturaban, robaban los bienes de las personas a las que deportaban y sacaban su poder de la población. ¿Cuántas mujeres se habrán abierto de piernas, con los ojos cerrados, las mandíbulas apretadas, por la falsa promesa de que no arrestarían a sus hijos? ¿Cuántos de los ancianos esperando en largas filas frente a los colmados vacíos habrán pagado a los milicianos para que los dejaran en paz, y cuántos que no pudieron saldar sus deudas fueron enviados a los campos para que esas sanguijuelas pudieran vaciar tranquilamente sus viviendas? Sin esos cerdos, los nazis nunca habrían podido deportar a tanta gente, no se habrían llevado ni a un diez por ciento de esos que ya no volverían.

Tenía veinte años, tenía miedo, tenía hambre, hambre todo el tiempo, y esos tipos de camisa negra comían en los restaurantes que estaban reservados para ellos. ¿A cuántos habré observado tras las cristaleras empañadas por el frío del invierno, chupándose los dedos, cebándose con una comida por la que, sólo al pensar en ella, me rugía el estómago? Miedo y hambre, un cóctel terrible para el vientre.

Pero nos vengaremos, ya ves, sólo al decirlo siento que mi corazón vuelve a latir. La venganza es una idea horrible, no debería haberlo dicho; las acciones que llevábamos a cabo no tenían nada que ver con la venganza, eran un deber del corazón, y buscábamos salvar a los que no habían podido participar en la guerra de liberación.

¡Hambre y miedo, un cóctel explosivo para el vientre! «Es terrible el ruidito que se hace al cascar un huevo contra un mostrador», diría un día Prévert, libre para escribirlo; yo, prisionero para vivir, lo sabía ya entonces.

El 14 del pasado agosto, al volver a casa de Charles un poco más entrada la noche, desafiando el toque de queda con algunos compañeros, Boris se encontró cara a cara con un grupo de milicianos.

Boris, que ya se había ocupado personalmente de algunos miembros de ese rebaño, conocía su organigrama mejor que nadie. Le había bastado con la benévola luz de una farola para reconocer enseguida el siniestro rostro del infame Costes. ¿Por qué él? Porque el buen hombre en cuestión no era otro que el secretario general de los «francs-gardes», las unidades permanentes de la Milicia francesa, un ejército armado de perros salvajes y sanguinarios.

Cuando los milicianos caminaban hacia ellos, con la arrogancia de quienes creen que la calle les pertenece, Boris desenvainó el arma. Los compañeros hicieron lo mismo y Costes se hundió en un baño de sangre, de la suya, para ser preciso.

Pero esa noche, Boris había pasado a un nivel superior; iba a matar a Mas, el jefe de la Milicia.

La acción era casi suicida. Mas estaba en su domicilio, en compañía de muchos de sus guardias. Boris había empezado por encargarse del cancerbero que guardaba la puerta de entrada de la villa, en la Rue Pharaon. En el rellano del primer piso, otro había recibido un golpe de culata fatal. Boris lo había hecho burdamente: había entrado en el salón, con el arma en la mano, y había disparado. Todos cayeron, la mayoría heridos, pero Mas había recibido su bala en el lugar correcto. Enroscado bajo su mesa, con la cabeza entre los pies del sillón, la posición del cuerpo permitía entender que el jefe Mas ya no podría volver a violar, ni a matar ni a aterrorizar nunca más a nadie.

La prensa nos trataba regularmente de terroristas, una palabra que habían inventado los alemanes y que servía para nombrar en sus carteles a los miembros de la Resistencia a los que habían fusilado. Pero nosotros sólo aterrorizábamos a los colaboracionistas y a los fascistas. Volviendo a Boris, las cosas se complicaron después de la acción. Mientras hacía lo suyo en el piso superior, los dos compañeros que aseguraban su retirada abajo habían tenido que enfrentarse a los milicianos que habían venido como refuerzo. Un tiroteo llenó de humo la escalera. Boris había vuelto a recargar su revólver y se había quedado bloqueado en el rellano. Por desgracia, los compañeros, en minoría, se vieron obligados a replegarse. Boris estaba atrapado entre dos fuegos, entre los que disparaban contra sus amigos y los que disparaban contra él.

Mientras intentaba salir del edificio, un nuevo escuadrón de camisas negras, llegado en esta ocasión de los pisos superiores, había acabado con su resistencia. Apaleado y sin salida, Boris cayó. Después de haber perforado el tórax de su jefe y de haber herido gravemente a varios de sus colegas, podía apostar a que esos tipos se iban a ensañar con él. Los otros dos compañeros habían conseguido librarse, uno había recibido una bala en la cadera, pero Boris ya no podría curarlo.

Ésa fue una de aquellas tristes jornadas del mes de agosto de 1943, que ya se acababa. Habían detenido a un amigo, un joven estudiante de tercer año de Medicina, que durante toda su infancia había soñado con salvar vidas y fue enviado a un calabozo de la prisión de Saint-Michel. Y ninguno de nosotros dudaba de que el fiscal Lespinasse, para congraciarse todavía más con el gobierno, para asentar mejor su autoridad, querría vengar él mismo a su amigo Mas, el difunto jefe de la Milicia.