Su determinación de acabar con el procurador no había cambiado, pero al parecer era imposible actuar ese día. Prometió por su honor que desconocía la importancia de la fecha que Jan había elegido; Robert nunca se había echado atrás; con la sangre fría que le caracterizaba, debía de haber tenido buenas razones para hacerlo.
Había llegado sobre las nueve a la calle en la que vivía Lespinasse. Según las informaciones recogidas por las chicas de la brigada, el fiscal salía de su casa todos los días a las diez en punto. Marius, que había participado en la primera operación, y que había estado a punto de matar al otro Lespinasse, se limitaba, en esta ocasión, a asegurar la protección.
Robert llevaba un gran abrigo, dos granadas en el bolsillo izquierdo, una ofensiva y una defensiva, y su revólver armado en el derecho. A las diez no había nadie. Un cuarto de hora más tarde, seguía sin haber ni rastro de Lespinasse. Quince minutos pueden resultar muy largos cuando se tienen dos granadas que chocan entre sí a cada paso que uno da.
Un policía en bici circula por la calle y disminuye la velocidad cuando pasa a su lado. Probablemente, se trata sólo de una coincidencia, pero unida a que su objetivo no aparece, le obligan a hacerse preguntas.
El tiempo pasa lentamente; la calle está tranquila, e incluso yendo y viniendo, es difícil no acabar llamando la atención.
Más arriba, los dos compañeros tampoco pueden pasar completamente desapercibidos con sus tres bicis preparadas para la huida.
Un camión lleno de alemanes dobla la esquina de la calle; dos «coincidencias» en tan poco tiempo empiezan a ser demasiadas. Robert se siente incómodo. A lo lejos, Marius le pregunta por señas, y Robert le responde de la misma manera que, por el momento, todo va bien y que el plan sigue adelante. El único problema es que el fiscal sigue sin aparecer. El camión alemán pasa sin detenerse, pero su velocidad es lenta, de modo que Robert se hace cada vez más preguntas. Las aceras están desiertas de nuevo, la puerta de la casa se abre al fin, sale un hombre y cruza el jardín. Robert aprieta la mano en torno a la culata del revólver que lleva en el bolsillo de su abrigo. Robert todavía no puede ver el rostro de quien vuelve a cerrar la verja del pabellón. Avanza hacia su coche. Robert tiene una terrible duda. ¿Y si no era él? ¿Y si era sólo un matasanos que había ido a visitar al procurador, que estaba en cama por una gripe? Era difícil presentarse así: «Buenos días, ¿es usted el tipo contra el que debo vaciar mi cargador?».
Robert va a su encuentro y la única cosa que se le ocurre es pedirle la hora. Querría que a ese hombre, que no puede ignorar que está amenazado, se le escapara algún gesto que delatara su miedo, como que su mano temblara o que el sudor perlara su frente.
Aquél se contenta con remangarse su manga y responde educadamente «las diez y media». Los dedos de Robert sueltan la culata, incapaces de disparar. Lespinasse lo saluda y se sube al coche.
Jan no dice nada, no tiene nada más que decir. Robert tenía buenas razones y nadie puede reprocharle que desistiera. Lo único que pasa es que los verdaderos cabrones tienen la piel dura. En el momento en que nos vamos, Jan murmura que habrá que volver a empezar muy pronto.
No ha dejado de estar amargado en toda la semana. Tampoco ha querido ver a nadie. El domingo, Robert pone su despertador a primera hora de la mañana. El aroma del café que prepara su casera sube hasta su habitación. Normalmente, el olor del pan tostado haría que su vientre le cosquilleara, pero, desde el lunes pasado, Robert se siente mal. Se viste con calma, coge el revólver de debajo del colchón y se lo guarda en la cintura. Se pone una chaqueta y un sombrero y sale de su casa sin avisar a nadie. No es el recuerdo del fracaso lo que le provoca náuseas a Robert. Hacer saltar locomotoras por los aires, destrozar raíles, destruir pilones, dinamitar grúas, sabotear material enemigo, para todo eso uno se puede armar de valor, pero a nadie le gusta matar. Soñamos con un mundo en el que los hombres vivan en libertad. Queríamos ser médicos, obreros, artesanos, profesores. No cogimos las armas cuando nos quitaron nuestros derechos, fue más tarde: cuando deportaron a los niños y fusilaron a los compañeros. Pero matar sigue siendo para nosotros una necesidad asquerosa. Ya te lo he dicho, nunca se olvida la cara de alguien al que vas a disparar; incluso en el caso de un cabrón como Lespinasse, es difícil.
Catherine había confirmado a Robert que todos los domingos por la mañana el fiscal se iba a misa a las diez en punto, así que, decidido, Robert lucha contra el asco que se apodera de él y se monta en su bici. Hay que salvar a Boris.
Son las diez cuando Robert sale a la calle. El procurador acaba de cerrar la verja de su jardín. Acompañado por su mujer y su hija, camina por la acera. Robert le quita el seguro a su revólver y avanza hacia él; el grupo llega a su altura y pasa de largo. Robert saca su arma, da media vuelta y apunta. No lo hará por la espalda, así que grita:
– ¡Lespinasse!
Sorprendida, la familia se vuelve y descubre el arma que le apunta, pero ya han resonado dos disparos y el fiscal cae de rodillas, con las manos sobre el vientre. Con los ojos abiertos de par en par, Lespinasse se queda mirando a Robert, vuelve a levantarse, titubea y se apoya en un árbol. ¡Los cabrones son verdaderamente duros!
Robert se acerca y Lespinasse, a modo de súplica, murmura:
– Gracia…
Robert, a su vez, piensa en el cuerpo de Marcel, con la cabeza entre las manos dentro de su ataúd y ve el rostro de los compañeros abatidos. A todos esos chicos no les concedió gracia o piedad alguna; Robert vacía su cargador. Las dos mujeres gritan, un peatón intenta venir a ayudarlo, pero Robert levanta su arma y el hombre retrocede.
Y mientras Robert se aleja en su bici, las llamadas de auxilio se elevan a su espalda.
A mediodía, está de regreso en su habitación. La noticia se ha extendido por toda la ciudad. Los policías han cercado el barrio, interrogan a la viuda del procurador, le preguntan si podría reconocer al responsable. La señora Lespinasse asiente y responde que es posible, pero que no desearía hacerlo, porque ya ha habido bastantes muertes.
Capítulo 15
Émile había conseguido que lo contrataran en los servicios ferroviarios. Todos intentábamos conseguir un trabajo. Necesitábamos un salario. Había que pagar el alquiler, alimentarse más o menos, y la Resistencia apenas conseguía darnos algo de vez en cuando. Un empleo tenía también la ventaja de representar un cambio respecto a nuestras actividades clandestinas. Llamábamos menos la atención de la policía o de nuestros vecinos si íbamos a trabajar todas las mañanas. Los que estaban en paro no tenían otra opción que la de hacerse pasar por estudiantes, pero llamaban mucho más la atención. Evidentemente, era genial si el trabajo podía servir también a la causa. Los puestos que Émile y Alonso ocupaban en la estación de clasificación de Toulouse eran preciosos para la brigada. Junto a algunos ferroviarios, habían constituido un pequeño equipo especializado en sabotajes de todo tipo. Una de sus especialidades consistía en despegar, en las narices de los soldados, las etiquetas que estaban a los lados de los vagones para volver a pegarlas, enseguida, encima de otras. Así, en el momento de ensamblar los convoyes, las piezas sueltas tan esperadas en Calais por los nazis se iban a Burdeos, los transformadores esperados en Nantes llegaban a Metz, los motores que debían ir a Alemania se entregaban en Lyon.