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Los alemanes culpaban a la SNCF de ese desbarajuste, y se burlaban de la ineptitud francesa. Gracias a Émile, a François y a algunos de sus colaboradores ferroviarios, el abastecimiento necesario para las fuerzas de ocupación se dispersaba en todas direcciones, excepto en la buena, y se perdía por el camino. Antes de que las mercancías destinadas al enemigo se encontraran y llegaran a buen puerto, pasaban uno o dos meses, que nosotros ganábamos.

A menudo, cuando ya había caído la noche, nos uníamos a ellos para colarnos entre los convoyes parados. Estábamos atentos a cualquier ruido que surgiera a nuestro alrededor y aprovechábamos el menor chirrido de un cambio de aguja o el paso de una locomotora para avanzar hacia nuestro objetivo sin que nos sorprendieran las patrullas alemanas.

La semana anterior nos habíamos deslizado bajo un tren para volver a subir por sus ejes hasta alcanzar un vagón muy particular por el que nos volvíamos locos: el Tankwagen, que se traduce como «vagón-cisterna». Aunque era muy difícil llevarla a cabo sin hacerse notar, la maniobra de sabotaje pasaría totalmente desapercibida una vez realizada.

Mientras uno vigilaba, los otros se subieron a lo alto de la cisterna, levantaron la tapadera y echaron kilos de arena y melaza en el carburante. Algunos días más tarde, cuando llegó a su destino, el precioso líquido que había recibido nuestros cuidados se utilizaba para alimentar las reservas de los bombarderos o cazas alemanes. Nuestros conocimientos eran suficientes para saber que, justo después del despegue, el piloto del aparato sólo tendría una alternativa: intentar comprender por qué sus motores acababan de apagarse o saltar de inmediato en paracaídas antes de que el avión se estrellara; en el peor de los casos, los aviones quedarían inutilizados al final de la pista, lo que no estaba nada mal.

Con un poco de arena y otro tanto de descaro, mis compañeros habían conseguido idear uno de los sistemas de destrucción a distancia de la aviación enemiga más simples y de los más eficaces. Cuando volvía con ellos por la mañana, me decía a mí mismo que, con estas acciones, me estaban permitiendo realizar una pequeña parte de mi segundo sueño: formar parte de la Royal Air Force.

A veces, también nos colábamos entre las vías del tren de la estación de Toulouse-Raynal para quitar cubiertas de los vagones, y actuábamos en función de lo que encontráramos. Cuando descubríamos alas de Messerschmitt, fuselajes de Junkers o estabilizadores de Stuka construidos en los talleres Latécoère de la región, cortábamos los cables de control. Cuando nos topábamos con motores de aviones, arrancábamos los cables eléctricos o los tubos de la gasolina. No puedo recordar el número de aparatos que conseguimos clavar así al suelo. Por mi parte, he de admitir que era aconsejable que un compañero viniera conmigo cuando me tocaba destruir un avión enemigo a causa de mi natural distraído. Cuando debía agujerear los planos de sustentación de un ala con un punzón, me imaginaba en la carlinga de mi Spitfire, apretando el gatillo de la palanca, con el viento soplando en el fuselaje. Por suerte para mí, las benévolas manos de Émile o de Alonso me daban una palmadita en el hombro, y veía entonces sus caras disgustadas que me devolvían a la realidad, y me decían «Venga, Jeannot, es hora de volver».

Habíamos pasado los quince primeros días de octubre trabajando de ese modo. Pero esa noche, el golpe sería mucho más importante de lo habitual. Émile se había enterado de que iban a transportar doce locomotoras a Alemania el día siguiente. La misión era de envergadura, y participaríamos seis de nosotros. Era raro que actuáramos tantos a la vez; si nos cogían, la brigada perdería cerca de un tercio de sus efectivos. Pero la apuesta justificaba que corriéramos un riesgo semejante. Era lo mismo hablar de doce locomotoras que de doce bombas, pero, como no podíamos ir en procesión a casa del bueno de Charles, por una vez, debería servir a domicilio.

A primera hora de la mañana, nuestro amigo había colocado sus preciosos paquetes en el fondo de una pequeña carreta atada a su bici, los había cubierto con lechugas frescas cogidas de su jardín y, por último, con una manta. Había salido de la pequeña estación de Loubers pedaleando y cantando por la campiña francesa. La bicicleta de Charles montada con piezas reutilizadas de nuestras bicis era única en su género. Con un manillar de casi un metro de envergadura, una silla levantada, un cuadro medio azul y medio naranja, pedales diferentes y dos bolsos de mujer colgados a los lados de la rueda trasera, la bicicleta de Charles tenía realmente un aspecto extraño.

El propio Charles también tenía una pinta extraña. No estaba nervioso mientras se dirigía a la ciudad, pues los policías no solían prestarle ninguna atención, ya que estaban convencidos de que era algún vagabundo; desde luego, alguien desagradable para la sociedad, pero no un peligro propiamente hablando. Pero aunque la policía solía ignorarlo por su pinta extraña, ese día, por desgracia, no fue así.

Charles cruza la Place du Capitole, llevando en el remolque su carga más que peculiar, cuando dos gendarmes lo detienen para hacer un control rutinario. Charles les da su documento de identidad, en el que se lee que nació en Lens. Como si no pudiera leer lo que, sin embargo, estaba claramente escrito, el cabo le pregunta a Charles su lugar de nacimiento. Charles, que no tiene espíritu de contradicción, responde sin dudar.

– ¡Lountz!

– ¿Lountz? -pregunta, perplejo, el brigadier.

– ¡Lountz! -insiste Charles, con los brazos cruzados.

– Dice usted que nació en Lountz y yo, en sus papeles, estoy leyendo que su madre lo trajo al mundo en Lens, así que, ¿miente usted o este documento es falso?

– Pero nu -acierta a decir Charles con su particular acento-. Lountz, es exactumente lo que disía.

El policía lo mira, y se pregunta si el tipo al que está interrogando le está tomando el pelo.

– ¿Está usted diciendo que es francés? -replica él.

– ¡Si, dusdo lugo! -afirma Charles (tradúzcase por: «sí, desde luego»).

Entonces, el policía se convence de que se está riendo de él en su cara.

– ¿Dónde vive usted? -pregunta él en tono autoritario. Charles, que se sabía la lección de cabo a rabo, responde de inmediato.

– ¡En Brist!

– ¿En Brist? Y eso de Brist ¿dónde está? A mí no me suena -dice el policía volviéndose a su colega.

– ¡Brist, en la Britaña! -responde Charles un poco irritado.

– ¡Creo que quiere decir Brest, en Bretaña, jefe! -interviene impasible el colega.

Y Charles, encantado, asiente con la cabeza. El cabo, humillado, lo mira de arriba abajo. Hay que decir que entre su bicicleta multicolor, su chaquetón de vagabundo y su cargamento de lechugas, Charles no tiene pinta de pescador bretón. No obstante, el gendarme está harto y le ordena que lo siga para comprobar su identidad.

En esta ocasión, es Charles el que lo mira fijamente. Al parecer, las lecciones de vocabulario de la pequeña Camille han dado sus frutos, porque el bueno de Charles se acerca a la oreja del agente y le murmura:

– Llevo unas bombas en mi carrito; si me llevas a tu comisaría, me fusilarán. Y, al día siguiente, serás tú el fusilado, porque mis compañeros de la Resistencia sabrán quién me arrestó.

¡Así se demostraba que, cuando Charles ponía de su parte, hablaba bastante bien francés!

El policía tenía la mano sobre su arma reglamentaria. Dudó, y después soltó la culata del revólver; tras un breve cruce de miradas con su colega, le dijo a Charles:

– ¡Vamos, largo de aquí, bretón!

A mediodía, recibimos las doce bombas, Charles nos contó su aventura, y lo peor de todo era que aquello parecía divertirle.

A Jan no le pareció divertido en absoluto. Sermoneó a Charles, le dijo que había corrido demasiados riesgos, pero éste seguía bromeando y replicó que, muy pronto, habría doce locomotoras menos para arrastrar convoyes de deportados. Nos deseó buena suerte y volvió a subirse a la bici. A veces, de noche, antes de dormirme, todavía puedo oírlo pedalear hacia la estación de Loubers, encaramado a su gran bicicleta multicolor, con sus inmensas carcajadas igualmente coloristas.