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Son las diez, la noche es lo suficientemente oscura para que podamos actuar. Émile da la señal y saltamos el muro que bordea la vía. Hay que tener cuidado con el momento de la recepción, cada uno de nosotros lleva dos bombas en sus bolsas. Hace frío, la humedad nos hiela los huesos. François abre la marcha, Alonso, Émile, mi hermano Claude, Jacques y yo andamos en fila, y nos colamos entre un tren inmóvil. La brigada está casi al completo.

Ante nosotros, un soldado vigila y nos impide avanzar. El tiempo vuela, debemos avanzar hasta las locomotoras aparcadas más lejos. Ese mediodía habíamos ensayado la misión. Gracias a Émile, sabemos que todas las máquinas están alineadas en las vías de clasificación. Cada uno tendrá que ocuparse de dos locomotoras. Primero había que saltar sobre el motor, seguir la pasarela que recorre uno de los lados y subir por la escalerilla hasta lo alto de la caldera; tras esto, había que encender el cigarrillo, después la mecha y bajar lentamente la bomba por la chimenea con ayuda del hilo de hierro que la sujeta a un gancho; acercar el gancho al borde de la chimenea, de manera que la bomba quede suspendida a unos pocos centímetros del fondo de la caldera. Después, volver a bajar, cruzar la vía y empezar de nuevo en la locomotora siguiente. Una vez estuvieran colocadas las bombas, había que ir hacia un murete unos metros más adelante, y había que llegar rápido antes de que todo explotara. En la medida de lo posible, había que intentar ir sincronizado con los compañeros para evitar que uno estuviera trabajando todavía cuando las locomotoras del otro saltaran por los aires. Y en el momento en que treinta toneladas de metal explotaran, más valía estar lo más lejos posible.

Alonso mira a Émile, debe desembarazarse del tipo que nos barra el paso. Émile saca su revólver. El soldado se acerca un cigarrillo a los labios. Enciende una cerilla y la llama ilumina su rostro. A pesar de su uniforme impecable, el enemigo parece más un pobre chico disfrazado de soldado que un nazi feroz. Émile guarda su arma y con señas nos da a entender que nos limitaremos a pegarle. Todo el mundo se alegra de la noticia, yo un poco menos que los demás porque me toca encargarme del trabajo. Es terrible tener que pegar a alguien, golpearle el cráneo con miedo a matarlo.

Llevamos al soldado inconsciente a un vagón y Alonso cierra la puerta lo más suavemente posible. Volvemos a ponernos en marcha, y, por fin, llegamos. Émile levanta el brazo para dar la señal, todos aguantamos la respiración, listos para actuar. Yo levanto la cabeza y miro al cielo, mientras me digo que luchar en el aire debe de ser más elegante que arrastrarse por la grava y por el carbón, pero un detalle llama mi atención: a menos que mi miopía haya empeorado brutalmente, me parece ver salir humo de la chimenea de todas nuestras locomotoras. Que la chimenea de una locomotora humee implica que su caldera está encendida. Gracias a la experiencia adquirida en el comedor de Charles durante una party-tortilla (como dirían los ingleses de la Royal Air Force en el comedor de oficiales), sé que todo lo que contiene pólvora es extremadamente sensible a una fuente de calor. A menos que alguna particularidad de nuestras bombas escape a mis conocimientos de química, que se quedaron a las puertas del bachillerato, Charles habría pensado como yo que «teneríamos ouno serio probleme».

Todo tenía su razón de ser, como repetía sin cesar mi profesor de matemáticas en el instituto, y supongo que los ferroviarios, a los que habíamos olvidado avisar de nuestra acción, dejaron las máquinas en marcha, alimentándolas con carbón, para mantener un nivel constante de vapor y asegurar la puntualidad matutina de sus convoyes.

Sin pretender quebrar el arrebato patriótico de mis camaradas justo antes de pasar a la acción, me parece útil informar a Émile y a Alonso de mi descubrimiento. Desde luego, lo hago susurrando para no atraer inútilmente la atención de los otros guardias, y más después de lo desagradable que había sido tener que pegar a un guardia momentos antes. Susurrando o no, Alonso parece preocupado y se queda mirando las chimeneas humeantes. Como yo, analiza perfectamente el dilema al que nos enfrentamos. Lo que está previsto en el plan es hacer bajar nuestros explosivos por las chimeneas para dejarlos suspendidos en las calderas de las locomotoras; sin embargo, si las calderas están incandescentes, es difícil, incluso prácticamente imposible, calcular al cabo de cuánto tiempo explotarán las bombas a esa temperatura ambiente; a partir de ese momento, su mecha se convirtió en un accesorio relativamente superfluo.

Después de una consulta general, queda comprobado que la carrera de Émile como ferroviario no es lo bastante larga para permitirnos afinar en nuestras consideraciones, y nadie puede reprochárselo.

Alonso piensa que las bombas nos explotarán a mitad de la chimenea, Émile es más confiado, pues piensa que, como la dinamita está en cilindros de hierro colado, la conducción del calor llevaría un cierto tiempo. A la pregunta de Alonso de cuánto exactamente, Émile responde que no tiene ni la menor idea. Mi hermano pequeño concluye la discusión añadiendo que como ya estábamos allí, había que intentar el golpe.

Ya te lo he dicho, no renunciaremos. Mañana por la mañana, las locomotoras, humeantes o no, estarán fuera de servicio. Finalmente, se decide actuar por mayoría absoluta y sin abstenciones. Émile levanta de nuevo el brazo para dar la señal de salida, pero en esta ocasión, soy yo el que plantea una pregunta que acaba haciéndose todo el mundo:

– ¿Encendemos las mechas de todos modos?

Émile, exasperado, responde afirmativamente. Lo siguiente ocurre muy rápido. Cada uno corre hacia su objetivo. Saltamos todos sobre nuestra primera locomotora, unos rezando para que todo vaya lo mejor posible, y los demás, menos creyentes, esperando que no pase lo peor. El chisquero chisporrotea, tengo cuatro minutos -sin contar el parámetro calórico, del que ya he hablado bastante- para poner mi primera carga y dirigirme a la locomotora siguiente, repetir la acción y llegar al murete salvador. Mi bomba se balancea al final de su cable de hierro y desciende hacia el objetivo. Entiendo lo importante que es la estiba; igual que con la brasa en el hogar, hay que evitar todo contacto.

Si no me falla la memoria, a pesar de los escalofríos que me estremecen, pasaron tres minutos enteros desde que Charles había echado su grasa de oca en la sartén hasta que habíamos tenido que echarnos al suelo. Por tanto, si la suerte me sonreía, tal vez no acabaría mi vida despedazado encima de una caldera de locomotora, o, al menos, no antes de haber colocado mi segunda carga.

Momentos después, estoy corriendo ya entre los raíles y salto hacia mi segundo objetivo. A unos pocos metros, Alonso me hace una señal para indicarme que todo va bien. Me tranquiliza un poco ver que él tampoco las tiene todas consigo. Sé que hay quienes se mantienen a distancia cuando encienden una cerilla ante su cocina de gas por miedo a la llama; me gustaría verlos metiendo una bomba de tres kilos en la caldera ardiente de una locomotora. Pero lo único que me tranquilizaría de verdad sería saber que mi hermano ha acabado su trabajo y que ya estaba en el punto de huida.

Alonso va rezagado; mientras bajaba, ha tropezado y se le ha quedado el pie atrapado entre el raíl y la rueda de su locomotora. Estiramos como podemos para liberarlo y oigo el péndulo de la muerte que hace tictac en mi oído.