Aunque herido, conseguimos liberarle el pie a Alonso, corremos hacia nuestra salvación y la onda expansiva de la primera explosión que se eleva causando un terrible desastre nos ayuda un poco, ya que nos lanza a los tres hacia el murete.
Mi hermano acude a ayudarme a levantarme, y al ver su cara, a pesar de mi aturdimiento, vuelvo a respirar de nuevo y lo llevo hacia las bicicletas.
– ¡Ves cómo lo hemos conseguido! -dijo él, casi burlándose.
– Vaya, ¿ahora sonríes?
– ¡En noches como ésta, sí! -responde él sin dejar de pedalear.
A lo lejos, se suceden las explosiones, una lluvia de hierro cae del cielo. Hasta donde estamos sentimos el calor. De noche y en bici, paramos un momento y nos volvemos.
Mi hermano sonríe con razón. No es la noche del Catorce de Julio, ni la de San Juan. Es el 10 de octubre de 1943, pero al día siguiente, a los alemanes les faltarán doce locomotoras: son los fuegos artificiales más bonitos que podíamos ver.
Capítulo 16
Ya había amanecido, debía reunirme con mi hermano y llegaba tarde. La noche anterior, al despedirnos tras la explosión de las locomotoras, nos habíamos prometido tomar un café juntos. Nos echábamos de menos, ya que las ocasiones de vernos se volvían cada vez más escasas. Después de vestirme aprisa y corriendo, volé a encontrarme con él en la Place Esquirol.
– Dígame, ¿qué estudios está usted haciendo exactamente?
La voz de mi casera resonó en el pasillo cuando me disponía a salir. Por su entonación, comprendí que la pregunta no se debía a un repentino interés de la señora Dublanc por mi carrera universitaria. Me giré para mirarla de frente y me esforcé por ser lo más convincente posible. Si mi casera dudaba de mi identidad, tendría que mudarme lo más rápidamente posible, y, probablemente, salir de la ciudad ese mismo día.
– ¿Por qué lo pregunta, señora Dublanc?
– Porque si estuviera usted en la facultad de Medicina o, todavía mejor, en la escuela de Veterinaria, me vendría muy bien. Mi gato está enfermo, no quiere levantarse.
– Lo siento, señora Dublanc, me habría encantado poder ayudarla, bueno, ayudar a su gato, pero estudio contabilidad.
Pensaba que me había librado del apuro, pero la señora Dublanc ha añadido de inmediato que era una pena; parecía ensimismada y su comportamiento me preocupaba.
– ¿Puedo hacer alguna otra cosa por usted, señora Dublanc?
– ¿Le importaría venir a echar un vistazo a mi Gribouille, de todos modos?
La señora Dublanc me coge de inmediato por el brazo y me arrastra a su casa; como si quisiera tranquilizarme, me susurra al oído que sería mejor que habláramos dentro, porque las paredes de su casa no son muy gruesas. Pero, con esas palabras, consigue cualquier cosa menos tranquilizarme.
La vivienda de la señora Dublanc se parece a mi habitación, pero tiene más muebles y un lavabo, lo que, al fin y al cabo, tampoco constituye una gran diferencia. En el sofá duerme un gran gato gris que no parece tener mejor aspecto que yo, pero me abstengo de hacer comentario alguno.
– Escuche, amigo -dice tras cerrar la puerta-: Me da igual que estudie usted contabilidad o álgebra; he visto pasar por aquí a varios estudiantes como usted, y algunos han desaparecido sin venir ni siquiera a recoger sus cosas. Usted me cae bien, pero no quiero problemas con la policía y todavía menos con la Milicia.
Sentía retortijones en el estómago, parecía como si alguien estuviera jugando al mikado en mi vientre.
– ¿Por qué dice eso, señora Dublanc? -farfullé yo.
– Porque, a menos que sea usted un mal estudiante, no le veo estudiar mucho. Y luego está ese hermano pequeño suyo que viene de vez en cuando con otros amigos suyos que tienen pinta de terroristas; por tanto, se lo repito, no quiero problemas.
Me moría de ganas por preguntarle a la señora Dublanc cuál era su definición de terrorismo. La prudencia me aconsejaba callarme, ya que era evidente que tenía más que sospechas sobre mí; sin embargo, no pude reprimirme.
– Pues yo creo que los verdaderos terroristas son los nazis y los tipos de la Milicia. Porque, entre nosotros, señora Dublanc, mis compañeros y yo sólo somos estudiantes que sueñan con un mundo en paz.
– ¡Yo también quiero la paz, y en mi casa, para empezar! Así que, si no te importa, chico, evita decir cosas así bajo mi techo. Los milicianos no me han hecho nada. Cuando me cruzo con ellos en la calle, siempre van bien vestidos, son educados y perfectamente civilizados; muy al contrario que toda esa gente que anda por la ciudad, y a los que prefiero ver lejos, si te soy sincera. No quiero historias aquí, ¿está claro?
– Sí, señora Dublanc -respondí consternado.
– No me haga repetírselo. Estoy de acuerdo en que, en los tiempos que corren, estudiar como hacen usted y sus amigos exige tener cierta fe en el futuro, incluso cierto valor; pero, de todos modos, preferiría que siguieran con sus estudios fuera de mi casa… ¿Entiende usted lo que le digo?
– ¿Quiere usted que me vaya, señora Dublanc?
– Mientras pague el alquiler, no tengo ninguna razón para echarlo, pero le ruego que no traiga usted más a sus amigos a revisar sus deberes a casa. Arréglese para parecer un tipo sin historia. Será mejor para mí y también para usted. ¡Eso es todo!
La señora Dublanc me guiñó un ojo, y al mismo tiempo me invitó a salir por la puerta de su estudio. Me despedí y salí corriendo para reunirme con mi hermano pequeño, que probablemente ya estaría refunfuñando y pensando que no iba a acudir a nuestra cita.
Lo encontré sentado cerca de la vitrina y tomando un café con Sophie. En realidad, no estaba tomando café, pero quien estaba frente a él era Sophie en persona. No vio que me había sonrojado conforme me iba acercando, o al menos eso creo, pero me pareció buena idea ir corriendo por mi retraso. A mi hermano pequeño parecía importarle un pimiento que yo llegara tarde. Sophie se levantó para dejarnos solos, pero Claude la invitó a quedarse con nosotros. Su iniciativa dejaba en el aire nuestra reunión, pero confieso que no se lo reprochaba en absoluto.
Sophie estaba contenta de compartir ese momento. Su vida de agente de contacto no era demasiado fácil. Como yo, se hacía pasar por estudiante con su casera. Por la mañana, muy pronto, salía de la habitación que ocupaba en una casa de la Côte Pavée y no volvía hasta bien entrada la tarde, para evitar así comprometer su tapadera. Cuando no estaba de vigilancia o transportando armas, recorría las calles esperando a que llegara la noche y poder, por fin, volver a su casa. En invierno, sus días eran todavía más penosos. Sus únicos momentos de respiro tenían lugar cuando se concedía una pausa en la barra de un bar para entrar en calor. Pero nunca podía quedarse mucho tiempo para no ponerse en peligro. Una chica joven, guapa y sola, llamaba fácilmente la atención.
El miércoles se regalaba una entrada de cine, y el domingo nos contaba la película. O bueno, los treinta primeros minutos, porque muy a menudo se dormía antes del intermedio arrullada por el calor.
Nunca supe si el valor de Sophie tenía algún límite; era guapa, tenía una sonrisa por la que condenarse, y una presencia increíble en todas las circunstancias. Si con todas estas circunstancias atenuantes no se entiende que enrojeciera en su presencia, entonces el mundo es verdaderamente injusto.
– La semana pasada me ocurrió una cosa increíble -dijo ella pasándose la mano por su larga cabellera.
Es innecesario precisar que ni mi hermano ni yo estábamos en condiciones de interrumpirla.
– ¿Qué os pasa, chicos? ¿Se os ha comido la lengua el gato?