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– No, no, venga, continúa -responde mi hermano con una sonrisa tonta.

Sophie, perpleja, nos mira y continúa con su relato.

– Iba a Carmaux, a llevarle a Émile tres metralletas. Charles las había escondido en una maleta que pesaba bastante. Pues, imaginaos que me subo a mi tren en la estación de Toulouse, y cuando abro la puerta de mi compartimento, ¡me doy de bruces con ocho gendarmes! Vuelvo a salir en el acto de puntillas, rogando que no se hubieran fijado en mí, pero resulta que uno de ellos se levanta y se ofrece a hacerme sitio para que me pueda sentar. Otro se ofrece incluso a ayudarme con la maleta. ¿Qué habríais hecho en mi lugar?

– Bueno, yo habría rezado para que me fusilaran rápidamente -responde mi hermano pequeño. Y añade-: ¿Para qué esperar? Si se ha fastidiado, se ha fastidiado, ¿no?

– Ya, pues como ya estaba enfangada, de perdidos al río, como dices tú, así que les dejé hacer. Cogieron la maleta y la colocaron a mis pies, bajo el asiento. El tren arrancó y estuvimos charlando hasta Carmaux. Pero, esperad, ¡no acaba ahí la cosa!

Creo que si en ese momento, Sophie me hubiera dicho: «Jeannot, te besaré si te cambias ese horrible color de pelo», no sólo hubiera aceptado, sino que me lo habría teñido al momento. Pero bueno, como la cuestión no se plantea, sigo siendo pelirrojo, y Sophie sigue con su historia más bella todavía.

– El tren llega a la estación de Carmaux, y, ¡puñetas, un control! Por la ventana, veo a los alemanes abrir todas las maletas en el andén;¡ahora sí que, de todas todas, estoy perdida!

– ¡Pero estás aquí! -dice Claude, mojando el dedo, a falta de un terrón de azúcar, en el café que queda en el fondo de la taza.

– Los gendarmes se ríen al ver la cara que pongo, me dan una palmadita en el hombro y dicen que me acompañarán hasta la salida. Y para mi asombro, su cabo añade que prefiere que una chica como yo disfrute de los jamones y salchichones que llevo escondidos en la maleta a que se los queden los soldados de la Wehrmacht. ¿No os parece una historia genial? -concluye Sophie echándose a reír.

A nosotros, su historia nos hiela la sangre, pero si nuestra compañera está feliz, nosotros también estamos felices, simplemente, por estar junto a ella. Como si todo eso, al final, no fuera más que un juego de niños, un juego de niños en el que habría podido acabar fusilada diez veces… de verdad.

Sophie ha cumplido diecisiete años ese mismo año. Al principio, a su padre, que era minero en Carmaux, no le hacía mucha gracia que su hija se uniera a la brigada. Cuando Jan la admitió en nuestras filas, fue incluso a echarle la bronca. Pero el padre de Sophie es miembro de la Resistencia desde el primer momento, por lo que le resulta difícil encontrar un argumento válido para prohibirle a su hija seguir su mismo camino. Su bronca a Jan es más bien para cubrir las apariencias.

– Esperad, lo mejor está por llegar -sigue Sophie, cada vez más animada.

Claude y yo escuchamos el final de su relato de buena gana.

– En la estación, Émile me espera al final del andén; me ve llegar rodeada de ocho gendarmes, uno de los cuales llevaba la bolsa con las metralletas. ¡Tendríais que haber visto la cara de Émile!

– ¿Cómo reaccionó? -pregunta Claude.

– Hice muchos aspavientos, le grité «cariño», y literalmente me lancé a su cuello para que no se largara. Los gendarmes le entregaron mi equipaje y se fueron después de desearnos un buen día. Creo que Émile está temblando todavía.

– Pues tendré que dejar de comer kosher si el jamón da tanta suerte -dice bromeando mi hermano pequeño.

– Eran metralletas, imbécil -replica Sophie-, y además, los gendarmes, simplemente, estaban de buen humor.

Claude no se refería a la suerte que Sophie había tenido con los gendarmes… sino a la de Émile…

Nuestra compañera miró su reloj y se levantó de un salto diciendo «tengo que irme»; después, nos besó a los dos, y se fue. Mi hermano y yo nos quedamos sentados, uno junto a otro, sin decir nada, durante un buen rato. Nos separamos a primera hora de la tarde, y ambos sabíamos lo que el otro estaba pensando.

Le propuse volver a quedar a solas a la noche siguiente para que pudiéramos hablar un poco.

– ¿Mañana por la noche? No puedo -dijo Claude.

No le hice preguntas, pero, por su silencio, supe que tenía una misión; y él, por mi cara, veía que la inquietud empezaba a carcomerme desde que se había callado.

– Pasaré por tu casa después -añadió él-. Pero no antes de las diez.

Era muy generoso de su parte, porque tras cumplir con su misión, tendría que pedalear un buen rato para venir a verme. Pero Claude sabía que, si no lo hacía, yo no pegaría ojo en toda la noche.

– Hasta mañana, entonces, hermanito.

– Hasta mañana.

***

Seguía dándole vueltas a mi pequeña conversación con la señora Dublanc. Si se lo decía a Jan, me obligaría a dejar la ciudad. Pero yo no quería ni alejarme de mi hermano… ni de Sophie. Por otro lado, si no se lo decía a nadie y me apresaban, habría cometido un error imperdonable. Así que me subí a la bici y me puse en camino hacia la pequeña estación de Loubers. Charles siempre daba buenos consejos.

Me recibió en su casa con su buen humor habitual, y me invitó a echarle una mano en el jardón. Yo había pasado algunos meses cuidando el huerto del Manoir antes de unirme a la Resistencia y había adquirido cierta maña en materia de bina y de escarda. Charles apreciaba mi ayuda. Empezamos a charlar de inmediato. Le repetí las palabras de la señora Dublanc y Charles me tranquilizó enseguida.

Según él, si mi casera no quería problemas, no me denunciaría para ahorrarse molestias; y además, sus palabras sobre el mérito que les concedía a los «estudiantes» permitían creer que no era tan mala. Charles añadió incluso que no había que juzgar mal a la gente enseguida. Muchos no hacen nada sólo por miedo, pero tampoco eso los convierte en chivatos. La señora Dublanc es así. La ocupación no cambia su vida hasta el punto de que le compense correr el riesgo de perderla, sin más. Para darse cuenta de que uno está vivo, se requiere un alto nivel de conciencia, me explica él mientras arranca un manojo de rábanos.

Charles tiene razón, la mayoría de los hombres se contentan con un trabajo, con un techo, con unas horas de descanso el domingo y así se consideran felices; ¡felices por estar tranquilos, no por estar vivos! Les da igual que sus vecinos sufran; mientras la pena no entre en su casa, prefieren no ver nada y actuar como si las cosas malas no existieran. Eso no siempre es cobardía. Para algunos, vivir exige ya mucho valor.

– Evita llevar a amigos a tu casa durante algunos días. Nunca se sabe -añadió Charles.

Seguimos binando la tierra en silencio. Él se ocupaba de los rábanos, yo de las lechugas.

– No estás sólo preocupado por tu casera, ¿verdad? -me preguntó Charles, a la vez que me acercaba un escardillo.

Tardé en responderle, así que él continuó:

– Una vez, una mujer vino aquí. Robert me pidió que le diera cobijo. Ella era diez años mayor que yo, estaba enferma y venía a descansar. Dije que no era médico, pero acepté. Arriba sólo hay una habitación, así que no nos quedó otra opción que compartir cama; ella estaba a un lado, yo al otro, y la almohada en medio. Se pasó dos semanas en casa; nos pasábamos el tiempo bromeando y contándonos cosas, hasta que acabé acostumbrándome a su presencia. Un día, como ya estaba recuperada, tuvo que irse. No le dije nada, pero tuve que volver a acostumbrarme a vivir en el silencio. De noche, escuchábamos juntos aullar el viento. A solas, no tiene la misma música.

– ¿La has vuelto a ver alguna vez?

– Se presentó en mi casa dos semanas después y me dijo que quería quedarse conmigo.