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– ¿Y qué pasó?

– Le dije que era mejor para los dos que volviera junto a su marido.

– ¿Por qué me explicas esto, Charles?

– ¿De qué chica de la brigada te has enamorado?

No respondí.

– Jeannot, sé muy bien cuánto nos pesa la soledad, pero es el precio que hay que pagar al estar en la clandestinidad.

Y como me quedé en silencio, Charles dejó de binar.

Volvimos a la casa y Charles me regaló un manojo de rábanos para agradecerme la ayuda.

– ¿Sabes, Jeannot?, esa amiga de la que te he hablado me concedió una gran oportunidad: me dejó amarla. Sólo fue durante unos cuantos días, pero con la cara que tengo, ya es un buen regalo. Ahora, me basta con pensar en ella para sentir un poco de felicidad. Deberías volver a casa, en esta época anochece pronto.

Charles me acompañó hasta la puerta.

Cuando me subía a la bici, me giré y le pregunté si creía que tenía alguna posibilidad con Sophie, en caso de que la volviera a ver después de la guerra, cuando ya no estuviéramos en la clandestinidad. Charles parecía afligido, vi que dudaba sobre qué responderme, y finalmente me dijo con una sonrisa triste:

– Si Sophie y Robert dejan de estar juntos cuando acabe la guerra, ¿quién sabe? Buen viaje, amigo, ten cuidado con las patrullas apostadas a la salida del pueblo.

***

Por la noche, mientras intentaba conciliar el sueño, volvía a pensar en mi conversación con Charles. Tenía razón, Sophie sería una gran amiga y sería mejor así. De todas formas, habría detestado tener que teñirme el pelo.

***

Habíamos decidido continuar la lucha de Boris contra la Milicia. De ahora en adelante, los perros callejeros vestidos de negro, los que nos espiaban para arrestarnos, los que torturaban y vendían la miseria humana al mejor postor serían atacados sin piedad. Esa noche, iríamos a la Rue Alexandre para volar una de sus guaridas.

Mientras espera tumbado en su cama, con las manos debajo de la cabeza, Claude mira al techo de su habitación y piensa en lo que se le viene encima.

– Esta noche no volveré -dice él.

Jacques entra. Se sienta a su lado, pero Claude no dice nada; con el dedo, mide la mecha de la bomba, sólo quince milímetros, y murmura:

– Da igual, voy de todos modos.

Entonces, Jacques sonríe con tristeza, él no ha ordenado nada, Claude se ha ofrecido.

– ¿Estás seguro? -pregunta él.

Claude no está seguro de nada, pero sigue resonando en su mente la pregunta de mi padre en el Café des Tourneurs… ¿Para qué se lo contaría? Entonces dice:

– Sí. Esta noche no volveré -murmura mi hermano pequeño de apenas diecisiete años.

Quince milímetros de mecha es muy poco; cuando escuche el chisporroteo de la mecha le quedarán minuto y medio de vida; noventa segundos para huir.

– Esta noche no volveré -repite él sin cesar-, pero esta noche los milicianos tampoco volverán a su casa. Así, montones de personas a las que no conocemos ganarán unos meses de vida, unos meses de esperanza, el tiempo que tarden en llegar otros perros a repoblar las tierras del odio.

Un minuto y medio para nosotros y unos cuantos meses para ellos, vale la pena, ¿no?

Boris había empezado nuestra guerra contra la Milicia el mismo día en que Marcel Langer había sido condenado a muerte. Así que, sólo por él, que se pudría en un calabozo de la prisión de Saint-Michel, había que ir. Habíamos matado al fiscal Lespinasse también para salvarlo a él, y nuestra táctica había funcionado: en el juicio de Boris, los jueces se habían recusado uno tras otro, los abogados tenían tanto miedo que se contentaron con veinte años de prisión. Esa noche, Claude piensa en Boris y también en Ernest. De él sacará valor. Ernest tenía dieciséis años cuando murió, ¿te das cuenta? Al parecer, cuando los milicianos lo arrestaron, empezó a hacerse pis encima en medio de la calle; los cerdos le dieron permiso para abrirse la bragueta y le concedieron tiempo para que se aliviara allí, delante de ellos, para humillarlo; en realidad, aprovechó ese tiempo para accionar la granada que llevaba escondida en el pantalón y envió a esos cerdos al infierno. Claude no olvida los ojos grises del chico desaparecido en medio de la calle, y que sólo tenía dieciséis años.

Estamos a 5 de noviembre, ha pasado casi un mes desde que matamos a Lespinasse.

– No volveré, pero no importa, otros vivirán en mi lugar -dice mi hermano.

La noche ha llegado y la lluvia con ella.

– Es la hora -murmura Jacques, y Claude levanta la cabeza y suelta los brazos.

Cuenta los minutos, hermanito, memoriza cada instante y deja que te invada el valor; deja que esa fuerza te llene el vientre, tan vacío de todo lo demás. Jamás olvidarás la mirada de mamá, su ternura cuando venía a dormirte hasta hace unos pocos meses. Parece que ha pasado mucho tiempo; así que, aunque no vuelvas esta noche, aún te queda algo por vivir. Llénate el pecho de olor a lluvia, déjate llevar por los gestos tantas veces repetidos. Me gustaría estar a tu lado, pero estoy en otro sitio, y tú estás ahí, junto a Jacques.

Claude aprieta contra sí el paquete que lleva bajo el brazo, un golpe de efecto, del que sobresalen las mechas de la yesca. Intenta no pensar en su piel húmeda ni en la llovizna que cae en la noche. No está solo, ni siquiera en otro lugar, yo estoy allí.

Al llegar a la Place Saint-Paul, siente los latidos de su corazón en las sienes e intenta acoplar el ritmo de sus pasos al de los que lo conducen a la gloria. Continúa con la marcha. Si la suerte le sonríe, más tarde huirá por la Rue des Créneaux. Pero ahora no es momento de pensar en la retirada… posible sólo si la suerte sonríe.

Υ

Mi hermano pequeño entra en la Rue Alexandre, la cita exige valor. El miliciano que vigila la guarida se dice que, a juzgar por el paso tan decidido que lleváis, Jacques y tú tenéis que formar parte de su jauría. La puerta cochera se vuelve a cerrar tras vosotros. Enciendes la cerilla, las puntas incandescentes chisporrotean, y el tictac mortal tintinea en vuestras cabezas. Al fondo del patio hay una bicicleta apoyada contra una ventana; una bicicleta con una cesta donde colocar la primera bomba fabricada por Charles. Una puerta. Entra en el pasillo, el tictac continúa, ¿cuántos segundos quedan? Dos pasos para cada una de ellas, treinta pasos en total, no lo calcules, hermanito, sigue tu camino, la salvación está detrás de ti, pero tú tienes que seguir avanzando.

En el pasillo, dos milicianos hablan sin prestarle atención, Claude entra en la sala, deja su paquete cerca del radiador y finge rebuscar en su bolsillo, como si hubiera olvidado algo. Se encoge de hombros, ¿cómo se puede ser tan despistado? El miliciano se pega a la pared para dejarlo volver a salir.

Tictac, hay que seguir caminando con normalidad, y conseguir que no se note la humedad oculta bajo la ropa. Tictac, ya ha vuelto al patio, Jacques le señala la bici y Claude ve la mecha incandescente desaparecer bajo el papel de periódico. Tictac, ¿cuánto tiempo queda? Jacques ha adivinado la pregunta y sus labios murmuran «¿treinta segundos, tal vez menos?». Tictac, los vigilantes los dejan pasar, se les ha dicho que vigilen a los que entren, no a los que salgan.

La calle está ahí y Claude tirita cuando el sudor se mezcla con el frío. Todavía no sonríe por su audacia, como el otro día después de lo de las locomotoras. Si sus cálculos son correctos, hay que pasar el control de la policía antes de que la explosión golpee la noche. En ese momento, habrá tanta luz como si fuera de día, así que el enemigo podrá verlo.

– ¡Ahora! -dice Jacques agarrándolo por el brazo. Jacques le aprieta más fuerte con la primera explosión. El aliento ardiente de las bombas descarna las paredes de las casas, los vidrios estallan, una mujer grita de terror y los policías demuestran el suyo corriendo en todas direcciones. En el cruce, Jacques y Claude se separan; con el cuello del abrigo subido, y la cabeza hundida en él, mi hermano vuelve a ser alguien que regresa de la fábrica, uno entre miles que vuelven del trabajo.