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Jacques ya está lejos, en el Boulevard Carnot, su silueta se hace invisible, y Claude, sin saber por qué, se lo imagina muerto, el miedo vuelve a apoderarse de él. Piensa en el día en que uno de los dos dirá «aquella noche, tenía un amigo», y se avergüenza de pensar que él sería el superviviente.

Reúnete conmigo en casa de la señora Dublanc, hermanito. Jacques estará mañana en el final de la línea 12 del tranvía, y, cuando lo veas, te tranquilizarás por fin. Esa noche, acurrucado bajo tu sábana, con la cara hundida en la almohada, la memoria te traerá como regalo el perfume de mamá, un pequeño retazo de la infancia que guardas en tu interior. Duerme, hermanito, Jacques ha vuelto del trabajo. Y ni tú ni yo sabemos que una noche de agosto de 1944, en un tren que nos deportará a Alemania, lo veremos, tumbado, con un agujero de bala en la espalda.

***

Había invitado a mi casera a la ópera, no para agradecerle su relativa benevolencia, tampoco para tener una coartada, sino porque, según las recomendaciones de Charles, era preferible que no se cruzara con mi hermano cuando viniera a mi casa tras la misión. Sólo Dios sabía en qué estado llegaría.

El telón se levantaba y yo, rodeado de aquella oscuridad, sentado en el palco del gran teatro, no dejaba de pensar en él. Había escondido la llave debajo del felpudo, él sabía dónde encontrarla. Sin embargo, aunque la preocupación me corroía y no atendía en absoluto al espectáculo, me sentía extrañamente bien por estar, simplemente, en alguna parte.

Puede parecer sorprendente, pero cuando uno es un fugitivo, es un alivio estar a cubierto. Saber que durante las dos horas siguientes no tendría ni que esconderme ni huir me hacía sumirme en una inaudita parsimonia. Por supuesto, presentía que cuando acabara el descanso el miedo al regreso arruinaría ese espacio de libertad; tan sólo una hora después de que empezara el espectáculo, un silencio era suficiente para devolverme a la realidad, a mi soledad en medio de aquella sala inundada del mundo maravilloso de la escena. Lo que no podía imaginar era que la irrupción de un puñado de gendarmes alemanes y de milicianos haría que mi casera se posicionase, repentinamente, del lado de la Resistencia. Las puertas se habían abierto estrepitosamente, y los ladridos de los Feldgendarmes habían acabado con la ópera. Y precisamente, para la señora Dublanc la ópera era algo sagrado. Ni tres años de despropósitos, de privación de libertad, de asesinatos sumariales, ni toda la crueldad y la violencia de la ocupación nazi habían conseguido provocar la indignación de mi casera. ¡Pero interrumpir el estreno de Peleas y Melisande era demasiado! Entonces, la señora Dublanc murmuró: «¡qué salvajes!».

Volviendo a pensar en mi conversación de la víspera con Charles, aquella noche comprendí que el momento en que una persona toma conciencia de su propia vida sería siempre un misterio para mí.

Desde el palco, miramos cómo los bulldogs evacuaban la sala con una prisa sólo sobrepasada por su violencia. Es cierto que tenían pinta de bulldogs, ladrando y con su placa colgada de una gran cadena al cuello. Los milicianos vestidos de negro que los acompañaban parecían perros callejeros, de esos que se ven por las calles de ciudades abandonadas, con los belfos chorreando saliva, mirada torva y ganas de morder, más por odio que por hambre. Si Debussy era maltratado así, y los milicianos estaban tan encolerizados, quería decir que Claude había tenido éxito en su golpe.

– Vámonos -dijo la señora Dublanc, envuelta en su abrigo rojo con el que afirmaba su dignidad.

Para levantarme, todavía tenía que calmar mi corazón, que latía tan fuerte en mi pecho que hacía que me fallaran las piernas. ¿Y si habían pillado a Claude? ¿Y si estaba encerrado en un agujero húmedo cara a cara con sus torturadores?

– Vamos, ¿no? -volvió a decir la señora Dublanc-. No vamos a esperar a que esos animales vengan a echarnos.

– Entonces, ¿ya está, por fin? -dije con una media sonrisa.

– ¿Ya está el qué? -pregunta mi casera, más encolerizada de lo que había estado nunca.

– ¿Va usted a ponerse manos a la obra también con sus «estudios»? -dije tras conseguir levantarme al fin.

Capítulo 17

La fila se extiende delante del almacén de alimentos. Todos esperan, con sus tiques de racionamiento en el bolsillo: violetas para la margarina, rojos para el azúcar, marrones para la carne (aunque desde principios de año los mostradores de los carniceros están desiertos, y sólo puede encontrarse carne una vez por semana), verdes para el té o el café, que, desde hace mucho, ha sido reemplazado por la achicoria y la cebada. Tres horas de espera antes de llegar al mostrador para conseguir lo justo para vivir, pero las personas han dejado de contar el tiempo que pasa, y sólo miran la puerta cochera que hay enfrente del colmado. En la cola, falta una habitual. «Una dama muy valiente», dicen unos; «una mujer valerosa», se lamentan otros. Aquella pálida mañana, dos coches negros están aparcados ante el inmueble donde vive la familia Lormond.

– Se han llevado a su marido hace un rato, yo lo he visto -susurra una criada.

– Retienen a la señora Lormond allá arriba. Quieren atrapar a la pequeña, no estaba cuando llegaron -precisa la portera del inmueble, que también está en la cola.

La pequeña de la que hablan se llama Gisèle. Gisèle no es su verdadero nombre, ni tampoco su apellido es Lormond. En el barrio, todo el mundo sabe que son judíos, pero lo único importante era que la policía y la Gestapo lo ignoraban.

– Es horrible lo que les hacen a los judíos -dice una mujer llorando.

– Era tan amable la señora Lormond… -responde otra, tendiéndole un pañuelo.

Arriba, en el primer piso, sólo hay dos milicianos y otros dos hombres de la Gestapo que los acompañan. En total, cuatro hombres con camisas negras, uniformes y revólveres que tienen más fuerza que los otros cien que esperan en la fila formada enfrente del colmado. Pero todo el mundo está aterrorizado, apenas se atreven a hablar, así que mucho menos a actuar…

La señora Pilguez, la arrendataria del quinto piso, salvó a la niña. Estaba en su ventana cuando vio llegar los coches al final de la calle. Se precipitó a casa de los Lormond para avisarlos de que los iban a arrestar. La mamá de Gisèle le suplicó que se llevara a su hija y la escondiera. ¡La pequeña sólo tiene diez años! La señora Pilguez dijo que sí enseguida.

Gisèle no tuvo tiempo de darle un beso ni a su mamá ni a su papá. La señora Pilguez ya la había cogido de la mano y se la había llevado a su casa.

– ¡He visto a muchos judíos irse, y ninguno ha vuelto por el momento! -dice un anciano cuando la fila avanza un poco.

– ¿Cree usted que habrá sardinas hoy? -pregunta una mujer.

– No sé nada; el lunes todavía quedaban algunas latas -responde el anciano.

– ¡Todavía no han encontrado a la pequeña y me alegro! -suspira una mujer tras ellos.

– Sí, sería preferible -responde con dignidad el anciano.

– Al parecer, los envían a los campos y allí matan a muchos; un obrero polaco se lo dijo a mi marido en la fábrica.

– Yo no sé nada en absoluto, y usted y su marido harían bien en no hablar de ese tipo de cosas.

– Vamos a echar de menos al señor Lormond -dice volviendo a suspirar la mujer-. En medio de la multitud, el único que decía algo sensato era él.