A primera hora, con su bufanda roja en el cuello, iba a hacer cola ante el colmado. Él se preocupaba por reconfortarlos durante la larga espera de aquellas mañanas. Sólo ofrecía calor humano, pero aquel invierno era lo que más se echaba en falta.
Se acabó, el señor Lormond ya no volverá a decir nunca nada. Sus chistes, que siempre provocaban risa y alivio, sus frasecillas divertidas o tiernas que se burlaban de la humillación del racionamiento se han ido en un coche de la Gestapo hace ya dos horas.
La muchedumbre se calla, apenas se oye un susurro. El cortejo acaba de salir del edificio. La señora Lormond está totalmente despeinada, y los milicianos la rodean. Camina con la cabeza alta y sin miedo. Le han robado a su marido y le han quitado a su hija, pero no le arrancarán ni su dignidad de madre ni su dignidad de mujer.
Todo el mundo la mira, así que ella sonríe; la gente de la fila no tiene la culpa, es su manera de despedirse de ellos. Los hombres de la Milicia la empujan hacia el coche. De repente, a su espalda, adivina la presencia de su hija. La pequeña Gisèle está allá arriba, con la cara pegada a la ventana del quinto piso; la señora Lormond lo nota, lo sabe. Querría girarse para dedicarle a su hija una última sonrisa, un gesto de ternura que le diga cuánto la quiere; una mirada que durara una fracción de segundo, pero que bastara para que ella supiera que ni la guerra, ni la locura de los hombres, le arrebatarán el amor de su madre.
Pero, girándose, haría que descubrieran a su hija. Una mano amiga la ha salvado, no puede correr el riesgo de ponerla en peligro. Con el corazón en un puño, cierra los ojos y avanza hacia el coche sin volverse.
En el quinto piso de un edificio, en Toulouse, un niñita de diez años mira a su mamá que se va para siempre. Sabe muy bien que ya no volverá, su padre se lo explicó; los judíos a los que se llevan ya no vuelven jamás, ésa era la razón por la que no podía equivocarse nunca cuando decía su nombre.
La señora Pilguez le pone la mano sobre el hombro, y con la otra aguanta la cortina de la ventana para que no las vean desde abajo. Gisèle, no obstante, ve a su mamá subirse al coche negro. Querría decirle que la quiere y que siempre la querrá, que de todas las mamás ella era la mejor del mundo, y que nadie ocuparía su lugar. No se puede hablar, así que piensa con todas sus fuerzas que tanto amor forzosamente debe poder atravesar un cristal. Se convence de que, en la calle, su mamá escucha las palabras que ella murmura entre sus labios, aunque lo haga apretándolos mucho.
La señora Pilguez ha apoyado su mejilla sobre su cabeza y le ha dado un beso. Siente las lágrimas de la señora Pilguez caer por su nuca. Pero ella no llorará más. Sólo quiere mirar hasta el final, y se jura que jamás olvidará esa mañana de diciembre de 1943, la mañana en que su mamá se fue para siempre.
La puerta del coche acaba de cerrarse y el cortejo se va. La pequeña extiende los brazos, en un último gesto de amor.
La señora Pilguez se ha arrodillado para estar más cerca de ella.
– Mi pequeña Gisèle, lo siento muchísimo. La señora Pilguez llora a lágrima viva. La pequeña la mira con una débil sonrisa. Le seca las mejillas y le dice:
– Me llamo Sarah.
En su comedor, el inquilino del cuarto piso se aleja de su ventana de mal humor. A mitad de camino, se detiene y sopla sobre el marco colocado en la cómoda. La foto del Mariscal se había llenado de un polvo enojoso. A partir de ahora, los vecinos de abajo no harán más ruido, no tendrá que aguantar más las escalas del piano. Mientras tanto, piensa también que tendrá que continuar su vigilancia y encontrar a quien hubiera podido esconder a esa asquerosa pequeña judía.
Capítulo 18
Llevábamos ya ocho meses en la brigada, y realizábamos acciones casi cada día. En tan sólo una semana, había llevado a cabo cuatro. Había perdido diez kilos desde principios de año, y mi moral se resentía tanto como mi cuerpo por el hambre y el agotamiento. Al final del día, fui a buscar a mi hermano a su casa y, sin decirle nada, me lo llevé a hacer una comida de verdad en un restaurante de la ciudad. Se le pusieron unos ojos como platos al leer el menú. Estofado de carne, verduras y tarta de manzana; los precios en la Reine Pédauque eran desorbitados, por lo que tuve que sacrificar todo el dinero que me quedaba, pero se me había metido en la cabeza que iba a morir antes de fin de año, y ya estábamos a principios de diciembre.
Al verme entrar en el establecimiento que sólo frecuentaban milicianos y alemanes, Claude creyó que lo llevaba a dar un golpe. Cuando comprendió que estábamos allí para disfrutar de una comida, vi revivir en su rostro las expresiones de su infancia. Vi renacer la sonrisa que ponía cuando mamá jugaba al escondite en el apartamento donde vivíamos, la alegría de sus ojos cuando pasaba por delante del armario y ella fingía que no había visto que él estaba allí.
– ¿Qué celebramos? -susurró él.
– ¡Lo que tú quieras! El invierno, nosotros, estar vivos, no sé.
– ¿Y cómo piensas pagar la cuenta?
– No te preocupes por eso y disfruta.
Claude devoraba con los ojos los trozos de pan crujiente de la cesta, tenía el apetito de un pirata que se hubiera encontrado piezas de oro en un cofre. Al acabar de comer, con un ánimo recuperado por ver a mi hermano tan feliz, pedí la cuenta mientras él estaba en el lavabo.
Lo vi volver con cara burlona. No quiso volver a sentarse, y me dijo que teníamos que irnos de inmediato. Debía de haber presentido algún peligro que yo todavía ignoraba. Pagué, me puse el abrigo y salimos los dos. En la calle, se agarró de mi brazo y me tiró hacia delante, obligándome a acelerar el paso.
– ¡Vamos, date prisa!
Eché una breve ojeada por encima de mi hombro, suponiendo que alguien nos seguía, pero la calle estaba desierta y veía a mi hermano luchar con dificultad contra la risa tonta que se le escapaba.
– Pero ¿qué diablos pasa? Vas a conseguir asustarme.
– ¡Vamos! -insiste él-. Te lo explicaré todo en la callejuela que hay más abajo.
Me llevó hasta un callejón sin salida y, con un gesto teatral, se abrió la gabardina. En el vestidor de la Reine Pédauque, había robado el cinturón de un oficial alemán y la pistola máuser guardada en el estuche que colgaba de él.
Caminamos juntos por la ciudad, más cómplices de lo que nunca habíamos sido. Era una bonita noche, y la comida nos había dado casi tantas fuerzas como esperanza. Cuando nos despedimos, le propuse que nos volviéramos a ver al día siguiente.
– No puedo, tengo una misión -murmuró Claude-. Ah, y a la mierda las consignas, eres mi hermano, si a ti no te puedo contar lo que hago, entonces, ¿qué sentido tiene todo?
Yo no dije nada, no quería forzarlo a hablar, ni empujarlo a que se confiase a mí.
– Mañana tengo que ir a robar la oficina de Correos. ¡Jan debe de pensar que sirvo para todo tipo de robos! ¡No puedes imaginarte la rabia que me da!
Comprendía su razonamiento, pero necesitábamos dinero desesperadamente. Los «estudiantes» de nuestras filas debían alimentarse un poco para poder seguir luchando.
– ¿Es muy arriesgado?
– ¡En absoluto! Más bien es humillante -masculló Claude.
Me explicó el plan de su misión. Todas las mañanas, una encargada de Correos llegaba sola a la oficina de la Rue Balzac. La mujer transportaba unas bolsas llenas de suficiente dinero para que pudiéramos subsistir durante algunos meses más. Claude debía abordarla para quitarle el saco, Émile lo cubriría.
– ¡He rechazado llevar una porra! -exclama Claude casi colérico.