23 de diciembre, después de veinte días, seguimos sin hablar. Loco de rabia, el comisario Fourna firma, por fin, nuestro auto de prisión. Al final de un último día de palizas, nos trasladan a Jacques y a mí.
En el furgón que nos conduce a la prisión de Saint-Michel no sé todavía que, dentro de unos días, se instaurarán los tribunales militares, desconozco que se ejecutarán las sentencias en el patio en cuanto se pronuncien, y que ésa es la suerte reservada a todos los miembros de la Resistencia que sean arrestados.
El cielo de Inglaterra queda muy lejos, en mi cabeza herida, ya no oigo el ronroneo del motor de mi Spitfire.
En ese furgón que nos conduce al fin del viaje, vuelvo a pensar en mis sueños de chaval. De eso hacía apenas ocho meses.
El 23 de diciembre de 1943, un guardia de la prisión de Saint-Michel cerraba a mi espalda la puerta de nuestra celda.
Es difícil ver algo en esa penumbra. La luz apenas pasaba bajo nuestros párpados tumefactos. Estaban tan hinchados que apenas podíamos abrir los ojos.
Pero todavía recuerdo cuando, en la oscuridad de mi celda en la prisión de Saint-Michel, reconocí una voz frágil, una voz que me resultaba familiar.
– Feliz Navidad.
– Feliz Navidad, hermanito.
SEGUNDA PARTE
Capítulo 19
Es imposible acostumbrarse a los barrotes de la prisión, es imposible no sobresaltarse con el ruido de las puertas que se cierran en las celdas, es imposible soportar los turnos de guardia de los matones. Todo eso es imposible, cuando se está privado de libertad. ¿Cómo encontrar un sentido a nuestra presencia entre esos muros? Nos arrestaron policías franceses, compareceremos ante un tribunal militar, y los que nos fusilarán en el patio, justo después, serán también franceses. Si todo esto tiene algún sentido, desde mi calabozo no consigo encontrarlo.
Los que llevan aquí varias semanas me dicen que uno se acostumbra, que, conforme pasa el tiempo, se crea una nueva rutina. Pienso en el tiempo perdido, lo cuento. No conoceré los veinte años, mis dieciocho han desaparecido sin haberlos vivido. Por supuesto, está el plato de la noche, como dice Claude. La comida es infecta, una sopa de coles, a veces algunos albaricoques, ya agujereados por los gorgojos, y nada con lo que recuperar fuerzas; nos morimos de hambre. No compartimos espacio sólo con compañeros de la MOI [1] o de los FTP, [2] sino que hay que cohabitar también con pulgas, chinches y la sarna que nos devoran.
De noche, Claude se queda pegado a mí. Las paredes de la prisión están cubiertas de hielo. En medio de ese frío, nos apretamos el uno contra el otro para conseguir entrar un poco en calor.
Jacques ya no es el mismo. En cuanto se despierta, empieza a caminar arriba y abajo en silencio. Él también cuenta las horas perdidas, estropeadas para siempre. Tal vez piense también en alguna mujer del exterior. La falta del otro es un abismo; a veces, de noche, levanta la mano e intenta retener lo inasible: la caricia que ya no está, el recuerdo de una piel cuyo sabor ha desaparecido, una mirada en la que la complicidad vivía en paz.
A veces algún benévolo guardia nos lanza algún folleto clandestino impreso por los compañeros francotiradores partisanos. Jacques nos los lee. Eso le sirve para compensar el sentimiento de frustración que no lo abandona. La impotencia lo va carcomiendo un poco más cada día. Supongo que la ausencia de Osna también.
Sin embargo, viéndolo encerrado en su desesperación, en medio de este sórdido universo, he descubierto una de las bellezas más justas de nuestro mundo: un hombre puede conformarse con perder la vida, pero no con la ausencia de los que ama.
Jacques se calla un instante, retoma su lectura y nos da noticias de los amigos. Cuando nos enteramos de que un par de alas de avión han sido saboteadas, que un poste se ha caído, arrancado por la bomba de un compañero, que un miliciano ha caído en la calle, que diez vagones han quedado inutilizados para el servicio -que consistía en deportar inocentes-, compartimos un poco su victoria.
Aquí estamos en la cloaca del mundo, en un espacio oscuro y pequeño, un territorio en el que reina la enfermedad. No obstante, en medio de ese territorio infame, en lo más oscuro del abismo, todavía queda una ínfima parcela de luz, que es como un susurro. Los españoles que ocupan las celdas vecinas la invocan cantando de noche, la han bautizado Esperanza.
Capítulo 20
El día de Año Nuevo no había ninguna celebración, no teníamos nada que celebrar. Allí, en medio de ninguna parte, conocí a Chahine. Enero avanzaba, y ya se habían llevado a algunos de nosotros ante sus jueces; mientras se desarrollaba una farsa de proceso, una camioneta venía a dejar sus ataúdes en el patio. A continuación, se oían los gritos de los prisioneros y el ruido de los fusiles, y, después, el silencio recaía sobre su muerte y la nuestra que estaba por llegar.
Nunca supe el verdadero nombre de Chahine, porque ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlo. Le di ese apodo porque los delirios febriles que agitaban sus noches le hacían hablar. En esas ocasiones, le pedía a un pájaro blanco que viniera a buscarlo. En árabe, Chahine es el nombre que recibe el halcón peregrino de plumas blancas. Lo busqué después de la guerra cuando me esforcé por recordar estos momentos.
Chahine llevaba meses encerrado, y moría un poco cada día. Su cuerpo se resentía por las múltiples carencias y el estómago se le había hecho tan pequeño que ni siquiera podía tolerar una sopa.
Una mañana, mientras me desnudaba, sus ojos se cruzaron con los míos y noté que su mirada me llamaba en silencio. Me acerqué, y él hizo acopio de todas sus fuerzas para sonreírme; aunque con dificultad, consiguió mostrarme una sonrisa. Su mirada se volvió hacia sus piernas. La sarna había hecho estragos en ellas. Comprendí su súplica. La muerte no tardaría en llevárselo de allí, pero Chahine quería reunirse con ella dignamente y tan limpio como fuera posible. Acerqué mi jergón al suyo y, a partir de entonces, cuando llegaba la noche, le quitaba las pulgas y arrancaba de los pliegues de su camisa los piojos que se habían instalado allí.
A veces, Chahine me dedicaba una de sus débiles sonrisas que tanto esfuerzo le exigían, pero con las que, a su manera, me daba las gracias. En realidad, era yo quien tenía que dárselas.
Cuando repartían la comida de la noche, me hacía una señal para que le diera la suya a Claude.
– ¿Para qué alimentar un cuerpo que ya está muerto? -murmuraba él-. Salva a tu hermano, es joven y le queda mucho por vivir.
Chahine esperaba a que se extinguiera el día para intercambiar algunas palabras. Probablemente necesitaba verse rodeado por el silencio de la noche para encontrar un poco de fuerza. Juntos en ese silencio, compartíamos un poco de humanidad.
El padre Joseph, el capellán de la prisión, sacrificaba sus tiques de racionamiento ayudándolo. Todas las semanas, le traía un paquetito de galletas. Para alimentar a Chahine, las trituraba y le obligaba a comer. Tardaba más de una hora en comerse una galleta, a veces el doble. Agotado, me suplicaba que le diera el resto a los compañeros, para que el sacrificio del padre Joseph no fuera en vano.
Ya ves, ésta es la historia de un cura que deja de comer para salvar a un árabe, de un árabe que salva a un judío dándole una razón para vivir, y de un judío que sujeta a un árabe entre sus brazos en la hora de su muerte, mientras él espera su propio turno; la historia del mundo de los hombres tiene insospechados y maravillosos momentos.