– ¿Y tú?
– Yo estoy seguro de que voy a morir, aparte de eso, no sé nada más.
– Si entramos en la Resistencia, lo hacemos para vivir, no para morir. ¿Entiendes?
– ¿Dónde has oído una cosa así?
– Jacques me lo dijo antes.
– Pues si lo dice Jacques…
Después nos quedamos en silencio. Dos militares entraron en el local y se sentaron sin prestarnos atención. Temía que Claude hiciera alguna tontería, pero se limitó a encogerse de hombros. Le gruñó el estómago.
– Tengo hambre -dijo-. Pero no puedo tenerla.
Me avergonzaba de tener frente a mí a un muchacho de diecisiete años que no podía saciar su hambre, me avergonzaba mi impotencia; pero esa noche quizás entraríamos por fin en la Resistencia, y estaba seguro de que, entonces, las cosas cambiarían. Jacques, más adelante, dirá que la primavera volvería; cuando eso ocurriera, pensaba llevar a mi hermano pequeño a una panadería y comprarle todos los dulces del mundo, para que los devorara hasta no poder más, y esa primavera sería la mejor de mi vida.
Abandonamos el café, y después de hacer una parada en el vestíbulo de la estación, nos dirigimos a la dirección que nos había indicado Jacques.
La señora Dublanc no hizo preguntas. Sólo dijo que a Jérôme no debían de importarle mucho sus cosas después de haberse ido así. Le di el dinero y me entregó la llave de una habitación en la planta baja que daba a la calle.
– ¡Es individual! -añadió ella.
Le expliqué que Claude era mi hermano pequeño, y que estaba de visita durante unos cuantos días. Me parece que la señora Dublanc se imaginaba que no éramos estudiantes, pero, mientras se le pagara el alquiler, la vida de sus arrendatarios no le importaba. La habitación no valía gran cosa: ropa vieja de cama, una jarra de agua y una palangana. Las necesidades tenían que hacerse en un cubículo situado al fondo del jardín.
Esperamos el resto de la tarde. Al final del día, llamaron a la puerta, no de una manera que pudiera sobresaltarte, como ese golpeteo seguro propio de militares que vienen a detenerte, sino que fueron dos golpecitos en el marco. Claude abrió. Émile entró y, enseguida, sentí que nos haríamos amigos.
Émile no es muy grande y detesta que digan que es pequeño. Hace ya un año que entró en la clandestinidad, y su actitud demuestra que se ha habituado por completo a la situación. Es tranquilo y esboza una sonrisa curiosa, como si nada tuviera importancia.
A los diez años había huido de Polonia por la persecución que sufrían los suyos. Con apenas quince años, mientras veía a los ejércitos de Hitler desfilar por París, Émile comprendió que los que habían querido arrebatarle la vida en su país habían llegado hasta allí para cumplir su asqueroso propósito. Siempre tiene sus traviesos ojos muy abiertos, y nunca puede cerrarlos completamente. Tal vez sea eso lo que le da esa curiosa sonrisa; no, Émile no es pequeño, sino más bien achaparrado.
Se salvó gracias a su portera. Hay que decir que en aquella Francia triste había caseras majas que pensaban de forma diferente, que no aceptaban que se matara a gente buena sólo porque su religión fuera diferente; mujeres que no habían olvidado que, fuera cual fuera su condición, un niño es sagrado.
El padre de Émile había recibido la carta de la prefectura que lo obligaba a ir a comprar las estrellas amarillas que debía coser en sus abrigos a la altura del pecho, para que se vieran bien, como decía el aviso. En aquella época, Émile y su familia vivían en París, en la Rue Sainte-Marthe, en el distrito X. El padre de Émile había ido a la comisaría de Avenue Vellefaux; como tenía cuatro hijos, le habían dado cuatro estrellas, más una para él y otra para su mujer. El padre de Émile pagó las estrellas y se fue a su casa, con la cabeza baja, como un animal al que habían marcado con un hierro al rojo. Émile se puso su estrella, y, al poco, empezaron las redadas. Sin duda, él se había rebelado y le había dicho a su padre que arrancara esa porquería, pero no había conseguido nada. El padre de Émile era un hombre que vivía dentro de la ley, y confiaba en aquel país que lo había acogido, donde las personas honradas no podían sufrir ningún daño.
Émile había encontrado una pequeña buhardilla donde alojarse. Un día, según iba bajando, su portera se le abalanzó.
– Vuelva a subir rápidamente, están deteniendo a todos los judíos que están en la calle, la policía está por todas partes. Se han vuelto locos. Émile, sube a esconderte enseguida.
Ella le dijo que cerrara la puerta, que no respondiera a nadie que llamara, y que ella le subiría comida. Días más tarde, Émile salió sin su estrella. Volvió a la Rue Sainte-Marthe, pero en el apartamento de sus padres no quedaba nadie; ni su padre, ni su madre, ni sus dos hermanas pequeñas, una de seis años y la otra de quince, ni siquiera estaba allí su hermano, al que le había suplicado que se quedara con él y que no volviera al apartamento de la Rue Sainte-Marthe.
A Émile no le quedaba nadie; todos sus amigos estaban detenidos; dos de ellos, que habían participado en una manifestación en la Porte Saint-Martin, habían conseguido irse corriendo por la Rue de Lancry cuando soldados alemanes en moto habían disparado contra la multitud; pero finalmente los habían atrapado: acabaron fusilados ante un muro. Un conocido miembro de la Resistencia, llamado Fabien, mató al día siguiente a un oficial enemigo en el andén de metro de la estación Barbes como represalia, pero eso no había resucitado a los dos compañeros de Émile.
No, Émile ya no tenía a nadie, aparte de André, un camarada con el que había tomado algunas clases de contabilidad. Entonces fue a verlo, buscando ayuda. La madre de André le había abierto la puerta. Y cuando Émile le anunció que se habían llevado a su familia, y que estaba solo, cogió la partida de nacimiento de su hijo y se la dio a Émile, aconsejándole que abandonara París lo más rápido posible. «Haga lo que pueda, tal vez consiga un carné de identidad.» El apellido de André era Berté, y, como no era judío, el certificado era un salvoconducto que valía su peso en oro.
En la Gare d'Austerlitz, Émile esperó a que se montara el tren que salía hacia Toulouse. Allí tenía un tío. Después, se subió a un vagón y se escondió debajo de una banqueta, sin moverse. Los viajeros que iban en el compartimento ignoraban que detrás de sus pies se escondía un chaval que temía por su vida.
El convoy empezó a tambalearse, Émile se quedó escondido, inmóvil, durante horas. Cuando el tren alcanzó la zona libre, Émile salió de su escondite. Los pasajeros pusieron una cara extraña al ver a ese chaval salir de ninguna parte; confesó que no tenía papeles; un hombre le dijo que volviera enseguida a su escondite, estaba habituado a hacer ese trayecto y los gendarmes no tardarían en hacer otro control. Lo avisaría cuando pudiera salir.
Ya ves, en esa oscura Francia triste no sólo había porteras y caseras formidables, sino también madres generosas, viajeros sorprendentes, personas anónimas que resistían a su manera, personas anónimas que se negaban a actuar como el vecino, personas anónimas que infringían las reglas, porque eran indignas.
Hace algunas horas que Émile, con toda su historia y con todo su pasado, ha entrado en la habitación que me alquila la señora Dublanc. Aunque no conozco demasiado bien la historia de Émile, estoy seguro de que nos vamos a entender bien.
– Entonces, ¿tú eres el nuevo? -pregunta él.
– Los dos lo somos, no te olvides de mi hermano pequeño, que está harto de que todo el mundo lo ignore.
– ¿Tenéis las fotos? -pregunta Émile.
Y saca de su bolsillo dos carnés de identidad, tiques de racionamiento y un tampón. Con los papeles arreglados, se levanta, gira la silla y vuelve a sentarse a horcajadas.