José Linarez había organizado la operación de recogida. Se había negado a que Marcel subiera a bordo del pequeño tren que comunicaba las ciudades de los Pirineos; la muchacha y un compañero español habían ido y vuelto solos hasta Luchon, donde habían tomado posesión del paquete; la entrega debía tener lugar en Saint-Agne. La parada de Saint-Agne era más un paso a nivel que una estación propiamente dicha. No había mucha gente en aquel punto del campo apenas urbanizado; Marcel esperaba detrás de la barrera. Dos gendarmes hacían su ronda, observando para intentar detectar a los viajeros que transportaran vituallas destinadas al mercado negro de la región. Cuando la muchacha bajó, su mirada se cruzó con la del gendarme. Al sentirse observada, retrocedió un paso, y así despertó enseguida el interés del hombre. Marcel comprendió de inmediato que la someterían a un control, y fue a ponerse delante de ella. Él le hizo una señal para que se acercara a la barrera que marcaba un alto en el camino, le cogió la maleta de las manos y le dio la orden de largarse.
El gendarme no se había perdido ni un detalle de la escena y se precipitó sobre Marcel. Cuando él le preguntó por el contenido de la maleta, Marcel le respondió que no tenía la llave. El gendarme quería que lo siguiera, entonces Marcel dijo que era un paquete para la Resistencia y que tenía que dejarlo pasar.
El gendarme no lo creyó. Condujo a Marcel a la comisaría central. El informe dactilografiado afirmaba que un terrorista en posesión de sesenta barras de dinamita había parado en la estación de Saint-Agne.
Era algo gordo. Un comisario que respondía al nombre de Caussié se encargó del caso y, durante días, apalizaron a Marcel. No dio ningún nombre ni dirección. Concienzudo, el comisario Caussié se fue a Lyon para consultar a sus superiores. La policía francesa y la Gestapo se habían topado, por fin, con un caso ejemplar: un extranjero en posesión de explosivos, judío y, además, comunista; era, por tanto, el perfecto terrorista y un ejemplo elocuente que iban a utilizar para calmar las ínfulas reivindicativas de la población.
Tras inculparlo, habían llevado a Marcel ante la sección especial del Ministerio Fiscal de Toulouse. El fiscal Lespinasse, un hombre de extrema derecha, ferozmente anticomunista, devoto del régimen de Vichy, sería el procurador ideal, ya que el gobierno del Mariscal podría contar con su fidelidad. Con él, la ley se aplicaría sin remisión, sin circunstancia atenuante alguna, sin preocuparse por el contexto. En cuanto fue confirmado en su puesto, Lespinasse, henchido de orgullo, se juró obtener la cabeza de Marcel en el tribunal.
Mientras tanto, la muchacha que había escapado del arresto fue a avisar a la brigada. Los compañeros se pusieron enseguida en contacto con el decano del Colegio de Abogados, Arnal, uno de los mejores en su profesión. Para él, los alemanes eran el enemigo, y había llegado el momento de posicionarse a favor de esas personas a las que se perseguía sin razón. La brigada había perdido a Marcel, pero acababa de ganar para su causa a un hombre influyente y respetado en la ciudad. Cuando Catherine le había hablado de sus honorarios, Arnal se había negado a que se le pagara.
La mañana del 11 de junio de 1943 será terrible, terrible en la memoria de los guerrilleros. Cada uno lleva su vida y, muy pronto, los destinos se van a cruzar. Marcel está en su celda, mira por el ventanuco el sol naciente, hoy es el día de su juicio. Sabe que lo van a condenar, no tiene apenas esperanzas. En un apartamento no lejos de allí, el viejo abogado que lo va a defender está ordenando sus notas. Su secretaria entra en su oficina y le pregunta si quiere que le prepare algo de desayuno, pero el maestro Arnal no tiene hambre aquella mañana del 11 de junio de 1943.
Durante toda la noche ha estado oyendo la voz del fiscal pidiendo la cabeza de su cliente; se ha pasado toda la noche dando vueltas en la cama, buscando palabras contundentes y justas que contradigan la requisitoria de su adversario, el fiscal general Lespinasse.
Y mientras el maestro Arnal repasa una y otra vez sus papeles, el temible Lespinasse entra en el comedor de su mansión señorial. Se sienta a la mesa, abre su diario y se toma el café de la mañana, que le sirve su mujer en el comedor de su mansión señorial.
En su celda, Marcel también se toma el brebaje caliente que le lleva el guardia. Un ujier acaba de entregarle su citación para comparecer ante la Corte especial del Tribunal de Toulouse. Marcel mira por el ventanuco, el sol está un poco más alto que antes. Piensa en su niña pequeña, en su mujer, en alguna parte de España, al otro lado de las montañas.
La mujer de Lespinasse se levanta y, tras besar a su marido en la mejilla, se va a una reunión de beneficencia. El fiscal se pone el abrigo y se mira en el espejo, orgulloso de su porte, convencido de ganar. Se sabe el texto de memoria. Un Citroën negro lo espera delante de su casa para llevarle al palacio.
Al otro lado de la ciudad, un gendarme elige la camisa más bonita de su armario, blanca, con el cuello almidonado. Él lo detuvo y hoy lo han llamado para comparecer. El joven gendarme Cabannac tiene las manos húmedas cuando se anuda la corbata. Algo no cuadra en los acontecimientos que van a tener lugar, algo feo, y Cabannac lo sabe; por otro lado, si pudiera volver atrás, dejaría marchar a aquel tipo con su maleta negra. Los enemigos son los cabezas cuadradas alemanes, no los chicos como él. Entonces piensa en el Estado francés bajo la ocupación nazi y su mecánica administrativa. Él es sólo un simple engranaje y no puede cambiar las cosas. El gendarme Cabannac conoce bien la mecánica, su padre se lo ha explicado todo al respecto, y también sobre la moral que se requiere. Los fines de semana le gusta reparar su motocicleta en el cobertizo de su padre. Sabe perfectamente que una pieza que no funciona puede estropear todo el mecanismo. Entonces, con las manos húmedas, Cabannac se aprieta el nudo de la corbata en el cuello almidonado de su bonita camisa blanca y se encamina a la parada del tranvía.
Un Citroën negro circula a lo lejos y pasa por delante del vagón del tranvía. En la parte trasera del vagón, sentado en un banco de madera, un anciano relee sus notas. El maestro Arnal levanta un instante la cabeza para volver a hundirse después en su lectura. El resultado será reñido, pero todavía no está todo perdido. Es algo impensable que un tribunal francés condene a muerte a un patriota. Langer es un hombre valiente, de los que actúan porque son valerosos. Lo supo en cuanto lo conoció en su celda. Tenía el rostro deformado por ello; bajo sus pómulos, se adivinaban los puñetazos recibidos en peleas, y tenía los labios cortados y azules, tumefactos. Se pregunta qué aspecto tendría Marcel antes de que lo molieran a palos, antes de que se le deformara el rostro y de que la violencia dejara su huella en él. «Demonios, luchan por nuestra libertad -piensa Arnal-, no es tan complicado de entender. Si el tribunal no lo ve, tendrá que abrir los ojos. Que lo condenen a cumplir una pena de prisión, por ejemplo, puede aceptarse, podrá servir para salvar las apariencias, pero la muerte, no. Ese juicio sería indigno para un magistrado francés.» Cuando el tranvía se para con un quejido metálico en la estación Palais de Justice, el señor Arnal ha recobrado la confianza necesaria para desarrollar adecuadamente su alegato. Está convencido de que va a ganar ese proceso, se batirá con su adversario, el fiscal Lespinasse, y le salvará el cuello a ese joven. «Marcel Langer», se repite en voz baja mientras sube las escaleras.