Mientras el maestro Arnal avanza por el largo pasillo del Palais, Marcel, esposado a un gendarme, espera en un pequeño despacho.
El juicio tiene lugar a puerta cerrada. Marcel está en el estrado de los acusados, Lespinasse se levanta y ni siquiera lo mira; le trae sin cuidado el hombre al que quiere condenar, y, sobre todo, no quiere conocerlo. Frente a él, sostiene unas pocas notas. En primer lugar, rinde homenaje a la perspicacia de la gendarmería, que ha sido capaz de neutralizar a un peligroso terrorista, y después recuerda al tribunal cuál es su deber: cumplir la ley y hacerla respetar. El fiscal Lespinasse señala con su dedo acusador al detenido. Enumera la larga lista de atentados de los que han sido víctimas los alemanes, recuerda también que Francia ha firmado un armisticio con honor y que el acusado, que ni siquiera es francés, no tiene ningún derecho a poner en duda la autoridad del Estado. Concederle circunstancias atenuantes significaría pisotear la palabra del Mariscal.
– El Mariscal ha firmado el armisticio por el bien de la Nación -continúa Lespinasse con vehemencia-. Y un terrorista extranjero no es quién para considerar lo contrario.
Para añadir un poco de humor, recuerda, por último, que los artefactos que transportaba Marcel Langer no eran petardos del Catorce de Julio, sino explosivos para destruir instalaciones alemanas que perturbarían la tranquilidad de los ciudadanos. Marcel sonrió. ¡Qué lejos quedan los fuegos artificiales del Catorce de Julio!
Por si acaso la defensa esgrimía algún argumento de orden patriótico para que se le apliquen circunstancias atenuantes, Lespinasse recuerda al tribunal que el detenido es apátrida, y que decidió abandonar a su mujer y a su hija de corta edad en España, adonde había ido a luchar, a pesar de ser polaco y de que el conflicto no le incumbiera; que Francia lo había acogido dócilmente, y que él, a cambio, había traído consigo el desorden y el caos.
– ¿Cómo podría creerse que un hombre apátrida actuaba movido por un ideal patriótico? -Y Lespinasse se ríe sarcásticamente de su juego de palabras.
Temiendo que el tribunal pueda sufrir amnesia, recuerda los cargos, recita las leyes que condenan actos semejantes a la pena capital y se congratula por la dureza de los textos en vigor. Después, de marcar una pausa, se gira hacia el acusado y, por fin, accede a mirarlo.
– Es usted extranjero, comunista y miembro de la Resistencia, tres razones que, por separado, bastan para pedir su cabeza al tribunal.
Esta vez, se gira hacia los magistrados y reclama con voz tranquila la pena de muerte para Marcel Langer.
El maestro Arnal, lívido, se levanta en el mismo momento en que Lespinasse, satisfecho, vuelve a sentarse. El viejo abogado tiene los ojos medio cerrados, el mentón inclinado hacia delante y las manos apretadas ante la boca. El tribunal está inmóvil, en silencio; el escribano apenas se atreve a dejar su pluma. Incluso los gendarmes contienen la respiración, esperando a que hable. Pero, por el momento, el maestro Arnal no puede decir nada, la náusea puede con él. Es el último en comprender que el proceso está amañado, que la decisión ya se ha tomado. En su celda, Langer le había dicho que sabía que ya estaba condenado. Pero el viejo abogado todavía creía en la justicia y no había dejado de asegurarle que se equivocaba, que lo defendería como debía y que ganarían. A su espalda, el maestro Arnal siente la presencia de Marcel, cree oír el susurro de su voz: «Ya ve, yo tenía razón, pero no le recrimino nada; de todos modos, usted no podía hacer nada».
Entonces levanta los brazos, sus mangas parecen flotar en el aire, respira hondo y se lanza a un último alegato. ¿Cómo alabar el trabajo de una policía cuando los estigmas de la cara del detenido ponen de manifiesto la violencia que ha tenido que soportar? ¿Cómo se atreven a bromear sobre el Catorce de Julio en una Francia que ya no tiene derecho a celebrarlo? ¿Y qué sabe el procurador de esos extranjeros a los que acusa?
Cuando conoció a Langer en el locutorio pudo descubrir lo mucho que estos apátridas, tal y como los ha llamado Lespinasse, quieren al país que los ha acogido, ya que llegan a sacrificar su vida para defenderlo, como Marcel Langer. El acusado no es la persona que ha descrito el procurador. Es un hombre sincero y honesto, un padre que quiere a su mujer y a su hija. No se ha ido a España para pegar tiros, sino porque ama la humanidad y la libertad de los hombres más que cualquier otra cosa. ¿No era Francia, en otro tiempo, el país de los derechos humanos? Condenar a Marcel Langer a muerte significa condenar la esperanza de un mundo mejor.
Arnal habla durante más de una hora hasta agotar sus últimas fuerzas; pero su voz resuena sin eco en un tribunal que ya ha tomado su decisión. Fue un día triste aquel 11 de junio de 1943. Se dicta sentencia: Marcel Langer será enviado a la guillotina. Cuando Catherine se entera de la noticia en el despacho de Arnal, aprieta con fuerza los labios y encaja el golpe. El abogado jura que no ha acabado, y que irá a Vichy a suplicar un indulto.
Esa tarde, en la pequeña estación en desuso que hace las veces de vivienda y taller de Charles, la mesa se ha ampliado. Después del arresto de Marcel, Jan ha tomado el mando de la brigada. Catherine se sienta a su lado. Por la mirada que se han cruzado, he sabido que se amaban. Sin embargo, Catherine tiene una mirada triste, sus labios apenas se atreven a articular las palabras que debe decirnos. Nos anuncia que un fiscal francés ha condenado a muerte a Marcel. No lo conozco, pero como todos los compañeros de la mesa, tengo el corazón en un puño, y mi hermano pequeño ha perdido el apetito.
Jan se pasea de un lado a otro de la habitación. Todo el mundo guarda silencio esperando a que él hable.
– Si llegan hasta el final, habrá que matar a Lespinasse para acojonarlos; si no, esos cerdos enviarán a la muerte a todos los guerrilleros que caigan en su poder.
– Mientras Arnal pide el indulto, nosotros podemos preparar la acción -añade Jacques.
– Eso exegirá plus di tempo -murmura Charles en su lengua extraña.
– ¿Y nos vamos a quedar esperando, sin hacer nada? -interviene Catherine, que es la única que ha entendido lo que ha dicho.
Jan reflexiona mientras sigue paseándose por la habitación.
– Ahora tenemos que actuar. Ellos han condenado a Marcel, así que nos toca a nosotros condenar a uno de ellos.
– Mañana mataremos a un oficial alemán en plena calle y difundiremos una octavilla para explicar nuestra acción.
A pesar de que no tengo mucha experiencia en acciones políticas, hay una idea que me ronda la cabeza y me arriesgo a hablar.
– Si realmente queremos acojonarlos, sería mejor distribuir primero las octavillas y matar después al oficial alemán.
– ¿Y cómo quieres hacerlo si los pones antes en alerta? ¿Tienes más ideas de ese estilo? -añade Émile, que decididamente parece haberla tomado conmigo.
– Mi idea no es mala, si el tiempo que separa una acción de otra es unos minutos, y se ejecutan en el orden correcto. Me explico: si matamos primero al alemán y después lanzamos las octavillas, quedaremos como cobardes. A ojos de la población, Marcel primero fue juzgado y, sólo después, condenado. Dudo de que el diario informe de la condena arbitraria de un guerrillero heroico. Explicarán que un tribunal ha condenado a un terrorista. Mientras juguemos con sus reglas, la ciudad estará a nuestro favor, y no en contra.
Émile intentó interrumpirme, pero Jan le hizo una señal para que me dejara hablar. Mi razonamiento era lógico, sólo tenía que dar con las palabras adecuadas para explicar a mis compañeros lo que tenía en mente.