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– Imprimamos mañana temprano un comunicado para anunciar que, como represalia a la condena a muerte de Marcel Langer, la Resistencia ha decretado la pena de muerte para un oficial alemán. Anunciemos también que la sentencia se ejecutará por la tarde. Yo me ocupo del oficial, y vosotros, de repartir las octavillas. Todo el mundo se enterará rápidamente, mientras que la noticia del cumplimiento de la acción tardará mucho más en extenderse por la ciudad. Los diarios no hablarán hasta la edición de mañana. Se respetará la cronología de los acontecimientos, aparentemente.

Jan consulta a cada uno de los miembros, y su mirada acaba cruzándose con la mía. Sé que apoya mi razonamiento, excepto, tal vez, un pequeño detalle: ha puesto mala cara cuando he soltado que mataría yo mismo al alemán.

De todos modos, si persisten sus dudas, tengo unos argumentos irrefutables: la idea es mía, he robado la bicicleta y he cumplido con la brigada.

Jan mira a Émile, Alonso y Robert, después Catherine asiente con la cabeza. Charles no se ha perdido ni un detalle de la escena. Se levanta, se va al trastero que hay debajo de la escalera y vuelve con una caja de zapatos. Me entrega un revólver de tambor.

– Surá más mejor que tu hermanon y tú dormáis aquí esta noche.

Jan se acerca a mí.

– Tú serás el tirador; tú, español -dijo señalando a Alonso-, el vigilante, y tú, el más joven, guardarás la bicicleta para la huida.

Desde luego, dicho así, suena anodino, excepto porque cuando Jan y Catherine se volvieron a perder en la noche yo tenía una pistola en la mano con seis balas y a mi pesado hermano pequeño queriendo ver cómo funcionaba.

Alonso se inclinó hacia mí, y me preguntó cómo sabía Jan que él era español, cuando no había dicho ni una palabra en toda la noche.

– ¿Y cómo sabía que yo sería el tirador? -dije, encogiéndome de hombros. No había respondido a su pregunta, pero el silencio de mi compañero atestiguaba que mi pregunta no le había respondido la suya.

Esa noche dormimos por primera vez en el comedor de Charles. Cuando me acosté estaba exhausto, pero seguía sintiendo un gran peso en el pecho; esto se debía, en parte, a la cabeza de mi hermano pequeño, que había cogido la molesta costumbre de dormirse pegado a mí desde que nos separaron de nuestros padres, y al revólver de tambor que guardaba en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta. Aunque las balas no estaban dentro, tenía miedo de que pudiera hacerle un agujero a mi hermano en la cabeza.

En cuanto todo el mundo se hubo dormido, me levanté y, de puntillas, salí al jardín que había en la parte trasera de la casa. Charles tenía un perro que de bueno era tonto. Pienso en él porque aquella noche necesitaba su hocico. Me senté en la silla bajo las cuerdas de tender, miré al cielo y saqué la pipa de mi bolsillo. El perro vino a olisquear el cañón; entonces, le acaricié la cabeza mientras le decía que sería el único que podría olfatear el cañón de mi arma mientras yo siguiera con vida. Dije aquello porque, en ese momento, necesitaba verdaderamente ocultar mis sentimientos.

Una tarde, tras robar dos bicis, entré en la Resistencia, y sólo tomé conciencia de ello cuando oí los ronquidos de mi hermano pequeño. Jeannot, brigada Marcel Langer; en los meses venideros, iba a hacer saltar trenes por los aires y postes eléctricos, a sabotear motores y alas de aviones.

Formé parte de una banda que fue la única que consiguió derribar bombarderos alemanes… en bicicleta.

Capítulo 4

Cuando Boris nos despierta, apenas ha amanecido. Siento retortijones en el estómago, pero no puedo hacerles caso. Y además, tengo una misión que cumplir. El nudo de mi estómago se debe más al miedo que al hambre. Boris ocupa su lugar en la mesa, Charles ya ha empezado a trabajar; ante mis ojos, la bicicleta roja se transforma, ha perdido sus mandos de cuero, ahora están desparejados, uno es rojo, el otro, azul. Aunque eso perjudique la elegancia de mi bicicleta, me rindo a la evidencia: lo importante es que las bicis robadas no se puedan reconocer. Mientras Charles comprueba el funcionamiento del cambio de marchas, Boris me invita a que me reúna con ellos.

– Los planes han cambiado -dijo él-, Jan no quiere que vayáis los tres. Sois novatos y, en un golpe importante, quiere que os apoye un veterano.

No sé si eso significa que la brigada no confía lo suficiente en mí. Por tanto, no digo nada y dejo hablar a Boris.

– Tu hermano se queda, yo te acompañaré y aseguraré tu huida. Ahora escúchame bien, te voy a explicar cómo debe salir todo. Matar a un enemigo requiere un método y es importante que lo sigas escrupulosamente. ¿Me estás oyendo?

Asentí con la cabeza, Boris había debido de notar que había estado ausente durante unos segundos. Pienso en mi hermano pequeño y en la cara larga que pondrá cuando se entere de que se ha quedado fuera del golpe. Y yo no podré confesarle que me tranquiliza saber que, esa mañana, su vida no correrá peligro.

Todavía me tranquiliza más que Boris sea estudiante de tercer año de Medicina, porque podrá salvarme si resulto herido; aunque esto carece de fundamento ya que, en una acción de ese tipo, el mayor riesgo no es que te hieran, sino que te arresten o que simplemente te maten, que es lo que acaba ocurriendo en la mayoría de los casos.

Confieso que Boris no se equivocaba del todo: tenía la cabeza en otro sitio mientras me hablaba; pero, en mi defensa, he de decir que siempre he sido un poco soñador y que mis profesores ya me decían que era algo distraído. Eso fue antes de que el director del instituto me enviara a mi casa el día que me presenté a los exámenes de bachillerato, ya que, con mi nombre, no me podía presentar.

Hago un esfuerzo para centrarme, porque si no, en el mejor de los casos, me ganaré una bronca del camarada Boris, que intenta explicarme cómo deben hacerse las cosas; en el peor, me dejará fuera de la misión por no prestar atención.

– ¿Me estás escuchando? -dice él.

– ¡Sí, sí, por supuesto!

– En cuanto localicemos a nuestro objetivo, deberás comprobar que el revólver no tiene puesto el seguro. En ocasiones, ha habido compañeros que han tenido serios problemas por pensar que su arma se había encallado, cuando, en realidad, se habían olvidado tontamente de quitar el seguro.

Me pareció efectivamente una idiotez, pero cuando se tiene miedo, miedo de verdad, uno es mucho menos hábil, te doy mi palabra. Lo importante era no interrumpir a Boris y concentrarse en lo que decía.

– Tenemos que matar a un oficial. ¿Lo has entendido bien? Le dispararemos desde cierta distancia, ni desde demasiado cerca ni desde demasiado lejos. Yo me ocuparé del perímetro circundante. Tú te acercas al tipo, vacías tu cargador y cuentas los disparos con cuidado de guardar una bala. Ese detalle es muy importante para la huida, nunca se sabe si puedes necesitarla. Yo te cubriré en la fuga. Tú sólo debes preocuparte de pedalear. Si alguien intentara interponerse, intervendré para protegerte. ¡Pase lo que pase, no te gires! Pedaleas y te largas, ¿me has entendido bien?

Intenté decir que sí, pero mi boca estaba tan seca que se me había pegado la lengua. Boris asumió que estaba de acuerdo y continuó.

– Cuando estés bastante lejos, disminuye la velocidad y circula como si fueras otro chico más en bici, con la diferencia de que tú circularás durante mucho tiempo. Debes fijarte en si alguien te ha seguido y no arriesgarte nunca a llevarlo hasta donde vives. Ve a pasearte por los muelles, detente a menudo para comprobar si reconoces a alguien con el que te pudieras haber cruzado más de una vez. No creas en las coincidencias, en nuestro mundo no las hay nunca. Si estás seguro, entonces, y sólo entonces, toma el camino de vuelta.