Con todo, Willie había disfrutado de su vida en Queens. Hasta que un día su mujer, de pronto, intentó arrebatarle esa vida, y ni siquiera sumando los ahorros de Arno al monto total había dinero suficiente para pagarle. Encima, el dueño del local había puesto en venta el edificio, y aun si Willie conseguía satisfacer las exigencias de su media naranja, no sabía qué sería del negocio una vez vendido el local. Justo cuando le habían dado cuarenta y ocho horas para tomar una decisión, cuarenta y ocho horas para deshacerse de casi veinte años de esfuerzo y compromiso (pensaba en el taller, no en el matrimonio), un negro alto, con un traje caro y un abrigo negro largo, se presentó ante la puerta del pequeño despacho donde Willie intentaba, a menudo en vano, poner en orden sus papeles, y le ofreció una salida.
El hombre llamó con delicadeza al cristal. Willie alzó la vista y le preguntó en qué podía servirle. El hombre cerró la puerta al entrar y algo se tensó en el estómago de Willie. Si bien en el ejército había sido mecánico, conocía el manejo de las armas y había tenido que usarlas en más de una ocasión; sin embargo, que él supiera, no había llegado a matar a nadie, más que nada porque no se lo habían propuesto. Básicamente se había limitado a conservar el pellejo. Él quería arreglar cosas, no romperlas, ya fueran jeeps, helicópteros o seres humanos.
Allí había otros muchos como él y, a la vez, algunos que no lo eran, la clase de hombres dispuestos a matar, llegado el caso, y capaces de hacerlo. Estaban quienes lo hacían de mala gana, o de manera pragmática, y un par eran sencillamente psicóticos, individuos a quienes les gustaba lo que hacían y se corrían de gusto con las carnicerías que causaban. Y por último había unos cuantos -podían contarse con los pulgares de las manos- que tenían un don natural, que mataban a sangre fría y sin el menor remordimiento, que obtenían satisfacción al ejercitar una destreza innata. En ellos se adivinaba algo callado y quieto, algo inaprensible, pero a menudo Willie sospechaba que eso que tenían dentro estaba hueco y contenía una vorágine de rabia que bien habían aprendido a acomodar en su interior, o bien se negaban a reconocer, como la gran carcasa protectora que alberga un reactor nuclear. Willie había intentado mantenerse a distancia de esa clase de hombres, pero en ese momento, ante aquel negro trajeado, tuvo la sensación de que, una vez más, se hallaba en presencia de uno de ellos.
Era ya de noche, y Arno acababa de irse a casa. Él habría preferido permanecer al lado de Willie, a sabiendas de que si las cosas no se resolvían, el taller cerraría al día siguiente, y no quería perderse un solo minuto de esos últimos momentos allí, pero Willie lo había despachado para poder estar a solas. Entendía la necesidad de. quedarse de Arno, porque él mismo la sentía, pero aquello seguía siendo su negocio, su lugar. Esa noche dormiría allí, rodeado de las imágenes y los olores que más le importaban en el mundo. No se imaginaba la vida sin ellos. Quizá, pensó, podía encontrar un empleo en algún taller, aunque no le sería fácil trabajar para otro después de tantos años de total autonomía. A su debido tiempo, si ahorraba, tal vez consiguiera instalarse por su cuenta en otro local. El banco se había mostrado comprensivo con su complicada situación, pero al final le fue de poca ayuda. Era un hombre en medio de un divorcio conflictivo y potencialmente ruinoso, con un negocio (pronto sólo medio negocio, y eso no era un negocio en absoluto) rentable pero no lo suficiente, y un hombre así no era digno del tiempo ni del dinero de un banco.
Ahora ese visitante venía a perturbar su soledad, y a los agobios de Willie se sumaba una considerable dosis de desasosiego. Willie habría jurado que había echado la llave al marcharse Arno. O bien había cerrado mal, o ése era un individuo a quien un detalle insignificante como una puerta cerrada no iba a impedirle llevar a cabo el asunto que se traía entre manos, fuera cual fuese.
– Perdone, pero ya hemos cerrado -dijo Willie.
– Ya lo veo -contestó el hombre-. Me llamo Louis.
Tendió la mano. Willie, que nunca era más descortés de lo necesario, se la estrechó.
– Oiga, encantado de conocerlo, pero eso no cambia nada -insistió Willie-. Hemos cerrado. Le diría que volviese otro día, pero con lo que tengo en el taller ya no doy abasto, y ni siquiera estoy muy seguro de seguir aquí mañana cuando se haya puesto el sol.
– Me hago cargo -dijo Louis-. Ya he oído que tenía usted problemas. Yo puedo ayudarle a resolverlos.
Willie se enfureció. Creyó saber qué vendría a continuación. A lo largo de su vida había visto a usureros presuntuosos más que suficientes para cometer el error de ponerse en sus garras. Su mujer estaba a punto de quitarle la mitad de lo que tenía. Aquel fulano pretendía despojarlo de lo que le quedara.
– No sé qué habrá oído -repuso Willie-, y me importa un carajo. Yo mismo puedo ocuparme de mis problemas. Y ahora, si es tan amable, tengo cosas que hacer.
Deseó darle la espalda a aquel hombre en señal de despedida, pero tuvo la sensación, a pesar de su bravata, de que si algo había peor que plantarle cara, era darle la espalda. Uno no le daba la espalda a un hombre como aquél, y no sólo porque podía acabar con un cuchillo clavado. Ese individuo destilaba cierta dignidad, cierta quietud. Si era un usurero, no era un usurero corriente. Quizá Willie había discrepado en ocasiones con algunos de sus clientes (e incluso con Arno) sobre el grado de descortesía que convenía desplegar en el transcurso de la actividad diaria, pero no estaba dispuesto a contrariar a aquel hombre, por poco que pudiera evitarlo. Sortearía la situación con buenos modales. No era fácil, pero Willie saldría del paso.
– Va usted a perder este taller -dijo Louis-. No quiero que eso ocurra.
Willie dejó escapar un suspiro. Por lo visto, la conversación no había terminado.
– ¿Y eso a usted qué más le da? -preguntó Willie.
– Considéreme un buen samaritano. Me preocupa este barrio.
– Pues preséntese a la alcaldía. Le votaré.
El hombre sonrió.
– Prefiero pasar inadvertido.
Willie le sostuvo la mirada.
– De eso no me cabe duda.
– Invertiré en su negocio. Le daré exactamente el cincuenta por ciento de lo que vale. A cambio, usted me pagará un dólar al año en concepto de intereses hasta saldar el préstamo.
Willie se quedó boquiabierto. O bien aquel tipo era el peor usurero del sector, o el trato escondía una trampa con unas mordazas capaces de partir a Willie por la mitad.
– Un dólar al año -repitió en cuanto pudo cerrar la boca.
– Estoy ofreciéndole un acuerdo draconiano, lo sé. Le propongo lo siguiente: dejaré que lo consulte con la almohada. Me consta que su mujer le ha dado cuarenta y ocho horas para tomar una decisión, y ya ha pasado la mitad de ese tiempo. Seguro que yo no soy tan razonable como ella.
– Hasta la fecha nadie había llamado «razonable» a mi media naranja -comentó Willie.
– Parece que esa mujer es una persona muy especial -dijo Louis. Mantenía una expresión deliberadamente neutra.
– Lo era -respondió Willie-. Ahora ya no lo es tanto.
Louis le dio una tarjeta a Willie. Contenía un número de teléfono y la imagen de una serpiente aplastada por el pie de un ángel alado, pero nada más.
– No hay ningún nombre en la tarjeta -observó Willie.
– No, no lo hay.
– No veo de qué sirve tener una tarjeta de visita sin el nombre del negocio. Así debe de resultar difícil ganarse la vida.