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– Da esa impresión, ¿verdad?

– ¿A qué se dedica? ¿A matar serpientes?

Y Willie, consciente de que la lengua le había ganado la carrera, se arrepintió en el acto de lo que había dicho y masculló para sí un mudo «Maldita sea».

– Algo parecido. Lo mío es el control de plagas.

– Ya, el control de plagas…

El hombre le tendió otra vez la mano, ahora para despedirse. Medio aturdido, Willie se la estrechó.

– ¿Louis? -dijo Willie-. Así, sin más, ¿sólo Louis?

– Sólo Louis -repitió el hombre-. Ah, por cierto, a partir de hoy soy su nuevo casero.

Y así empezó.

Willie se mojó la cara. Oyó risas fuera y una voz, casi con toda seguridad la de Arno, que expresaba su opinión sobre los Mets, una valoración en extremo negativa que parecía componerse sólo de la palabra «Mets» acompañada de una serie aparentemente infinita de variaciones del término que Arno, hombre que se enorgullecía de su sofisticación cuando no iba por el cuarto vodka doble, se complacía en llamar «el copulativo». Arno tenía gracia para esas cosas. Pese a su aspecto de rata envejecida, sabía más palabras que el diccionario Webster. Willie sólo había estado en el apartamento de Arno una vez, y casi se le fracturó el cráneo al caerle en la cabeza una pila de novelas. Daba la impresión de que periódicos, libros y alguna que otra pieza de automóvil ocupaban todo el espacio disponible. En las raras ocasiones en que Arno llegaba tarde al trabajo, Willie se atormentaba imaginándolo inconsciente bajo un montón de enciclopedias de los años cincuenta, o ahumándose como un pescado bajo capas y capas de papel de prensa en llamas. Bueno, quizás «atormentarse» era mucho decir. «Inquietarse un poco» habría sido una descripción más precisa.

En el ángulo inferior derecho del espejo alguien había escrito con carmín: «Jake es un puto». Willie esperaba que la responsable fuese una mujer, aunque la homosexualidad no le molestaba ya tanto. Ama y deja amar, ése era su lema. En todo caso, aquel caballero negro que había salvado su negocio (y aceptémoslo, su vida, ya que el alcohol siempre había sido su punto débil y en la época en que el divorcio llegaba a su inmundo cenit, se metía entre pecho y espalda una botella de Four Roses al día, y el Four Roses, se mire por donde se mire, no es lo que se dice suave) tenía un compañero llamado Ángel, y si bien no se oían aún campanas nupciales ni había aparecido un anuncio en la edición dominical del New York Times, casi eran la pareja mejor avenida que Willie había conocido. «La pareja que mata unida permanece unida», como había dicho Arno una vez, y Willie instintivamente había mirado por encima del hombro en el silencio del garaje, medio esperando que de pronto se cerniese sobre él una figura negra, disgustada, y a su lado otra, más pequeña, no menos descontenta. No era que le diesen miedo, o no mucho -había dejado atrás ese sentimiento hacía tiempo, o eso le gustaba creer-, pero detestaba pensar que podían sentirse dolidos. Así se lo había hecho saber a Arno, y éste se había disculpado y a partir de ese momento había evitado esa clase de comentarios. Con todo, Willie se preguntaba a veces si Arno iría muy desencaminado, visto lo visto.

La puerta del lavabo de hombres se abrió. Arno se asomó por el resquicio.

– ¿Qué coño haces? -preguntó.

– Me lavo las manos.

– Pues date prisa. Aquí fuera te espera una fiesta. -Arno se calló al ver las palabras escritas en el espejo-. ¿Quién es Jake? -preguntó-. Eh, ¿has escrito tú eso?

Se agachó justo a tiempo de esquivar el impacto de una toallita de papel arrugada, y a continuación Willie Brew, sesentón y socio de dos de los hombres más letales de la ciudad, fue a reunirse con los asistentes a su fiesta de cumpleaños.

3

En el bar de Nate, la luz era tenue. Siempre lo era. Incluso en verano los ásperos rayos del sol parecían fundirse en los cristales de las ventanas y rezumar luego al otro lado como miel, disipada su energía como si los haces, al igual que los parroquianos, hubiesen absorbido más alcohol de la cuenta en la transición del exterior al interior, demasiado alcohol para ser realmente útiles el resto del día. Aparte de una franja de dos palmos cuadrados junto a la puerta de entrada, ningún rincón del bar había conocido la luz natural sin filtro alguno durante más de medio siglo.

Aun sí, el bar de Nate no era un local lúgubre. La barra estaba adornada todo el año con bombillas blancas, y cada mesa tenía una vela dentro de un farolillo colocado sobre un cuenco de hierro. Los cuencos estaban sujetos a la superficie de madera de las mesas con tornillos de más de dos centímetros (Nate no era tonto), pero las velas permanecían bajo una meticulosa supervisión y, tan pronto como la llama empezaba a vacilar, eran sustituidas por las camareras o, en las noches tranquilas, por el propio Nate, un hombre de más de sesenta años, baja estatura y orejas grandes. Según contaban, cuando estaba en la marina le arrancó la nariz de un mordisco a un hombre durante una reyerta en un bar de Baja. Nadie le había preguntado si era verdad, porque él hablaba gustosamente con cualquiera sobre las clasificaciones deportivas, los idiotas que gobernaban tanto la ciudad de Nueva York como el país al que pertenecía la ciudad, y el bienestar general de amigos y familiares, pero en cuanto alguien pretendía tomarse confianzas, Nate se marchaba a lavar vasos, comprobar los surtidores de cerveza o reemplazar las velas, y el insensato cliente que, sin querer, lo había ofendido se quedaba esperando a que le rellenara la copa, arrepentido de su desfachatez. El bar de Nate no era esa clase de local, como Nate se complacía en señalar, aunque nadie había conseguido sonsacarle qué clase de local era exactamente el suyo. A Nate le gustaba tal como era, y también a quienes lo frecuentaban.

El bar, como el propio Nate, era una reliquia de otros tiempos, cuando en esa parte de Queens predominaban los irlandeses, antes de llegar los indios y los afganos y los mexicanos y los colombianos para repartírsela y establecer sus propios enclaves. Nate no era irlandés, y tampoco lo era el bar: no estaba dispuesto a cambiar sus bombillas blancas por otras verdes ni a dibujar tréboles en la espuma de la cerveza de sus clientes ni siquiera el día de San Patricio. No, el ambiente tenía más que ver con cierto estado de ánimo, con una actitud determinada. Rodeado de olores foráneos y acentos extranjeros, en una ciudad en continuo cambio, el bar de Nate representaba solidez. Era un bar del viejo mundo. Uno iba allí a beber, y a degustar platos buenos y sencillos que no estaban sujetos a los caprichos dietéticos ni a la preocupación por el colesterol. Allí uno se comportaba. Si usaba un vocabulario obsceno bajaba la voz, sobre todo si había mujeres delante. Pagaba la cuenta al final de la noche, y daba la propina adecuada. Las sillas eran cómodas; los servicios, aparte de alguna que otra pintada, estaban limpios, y Nate nunca cargaba demasiado las copas ni se quedaba corto. Preparaba buenos cócteles, pero no los servía en chupitos. «Si quieres un chupito, vete a otro sitio», como dijo una vez a ciertos universitarios que habían cometido el error de pedir toda una bandeja de chupitos de amaretto con cerveza. De hecho, como explicó Nate después de echarlos, su primer error había sido, ya de entrada, ir a aquel bar. A Nate no le gustaban los universitarios, lo que no quería decir que no se sintiese orgulloso de los chicos del barrio que se habían abierto paso en la vida gracias a una formación superior. Conocía a sus padres, y a sus abuelos. No eran «universitarios». Eran sus chicos, y siempre serían bien recibidos en el bar, aunque por nada del mundo les serviría un chupito, ni aun cuando con eso les curara el cáncer. Un hombre debía tener sus principios.

El bar no disponía de ningún salón privado, pero al fondo había cuatro mesas aisladas por una mampara de madera decorada con tres placas de cristal esmerilado. Y era allí donde se celebraba la fiesta por el sexagésimo aniversario de Willie Brew. De hecho, la concurrencia se había desperdigado un poco conforme avanzaba la noche. Quedaba un ruidoso núcleo de seis o siete hombres sentados en torno a Arno, y había una segunda mesa con otros cuatro o cinco, más silenciosos, apaciguados a fuerza de Jameson y por el buen carácter general de los allí reunidos. Una tercera mesa la ocupaban diversas esposas y novias, cuya presencia Willie inicialmente no había visto con muy buenos ojos. Willie preveía una velada sólo para hombres, pero supuso que, dadas las circunstancias, bien podía ser tolerante, siempre y cuando las del sexo contrario se mantuvieran al margen, dentro de lo razonable. En realidad, muy en el fondo, le halagaba que ellas hubiesen ido. Willie era huraño, y no podía decirse que fuese un guaperas ni mucho menos. Desde que su esposa lo dejó, las únicas hembras con las que había disfrutado de un verdadero contacto físico eran metálicas y tenían faros donde debían haber estado las tetas, y ya casi se había olvidado de lo agradable que era que una mujer te abrazara y te llenara de perfume y besos. Se había ruborizado hasta los tobillos cuando unas cuantas féminas, lo que podría calificarse de «mujeres de cierta edad», le habían recordado, individualmente o de dos en dos, los encantos del bello sexo arrimando con firmeza dichos encantos a su cuerpo. Había ido al servicio de caballeros, entre otras razones, para limpiarse de las mejillas y la boca las manchas de carmín a fin de no parecer, como Arno había dicho, un Cupido obeso en un anuncio del día de San Valentín para pobres.