En el rincón estaban Ángel y Louis solos. El Detective se había marchado. Ya apenas bebía, y a la mañana siguiente tenía que volver temprano a Maine. Pero antes de que se fuera, Willie abrió su regalo: era un albarán por la entrega de unas viejas cajas de embalaje, firmado por el mismísimo Henry Ford, enmarcado junto con una fotografía del gran hombre encima.
– He pensado que podías colgarlo en el taller -dijo el Detective mientras Willie contemplaba la foto y reseguía la firma con el dedo.
– Eso haré -contestó Willie-. Le concederé un lugar preferente en el despacho. Sin nada alrededor. Nada. -Se sintió conmovido y un poco culpable. Sus anteriores reflexiones sobre el Detective se le antojaron de pronto poco generosas. Aun si eran ciertas, en él había algo más que sus demonios. Le estrechó la mano-. Gracias. Por esto, y por venir esta noche.
– No me lo habría perdido por nada. Hasta la vista, Willie.
– Sí, hasta la próxima.
Willie había regresado junto a Arno y el Feliz Saúl.
– Un buen regalo -comentó Arno, sosteniendo el marco entre las manos.
– Sí -convino Willie. Observó al Detective mientras se despedía de Nate y se adentraba en la noche. Aunque Willie llevaba encima media copa de más como mínimo, tenía una expresión en la cara que Arno nunca había visto, y le preocupó-. Sí, lo es…
Los dos hombres estaban sentados muy juntos, pero no demasiado. Louis tenía el brazo apoyado de forma despreocupada en el respaldo de la silla por detrás de su compañero. A Nate le traía sin cuidado su relación, como también a Arno, y a Willie, e incluso al Feliz Saúl, aunque si el Feliz Saúl veía algún inconveniente, no habría habido forma de saberlo sin preguntárselo. Pero no todo el mundo en el bar de Nate era de mentalidad tan liberal, y si bien Ángel y Louis habrían plantado cara con mucho gusto, y luego vapuleado discretamente, a todo aquel que osase cuestionar su sexualidad o cualquier demostración de afecto mutuo que les viniese en gana, preferían no llamar la atención y evitar tales enfrentamientos, en parte por no ocasionar problemas a Nate, y en parte porque otros aspectos de sus vidas les exigían pasar inadvertidos en la medida en que eso era posible para un negro alto, de indumentaria impecable, capaz de hacer sudar a un iceberg en un día frío, y un hombrecillo tan desharrapado que uno, al verlo pasearse por la calle, pensaba que los barrenderos se habían dejado parte de la basura.
Ya estaban en el coñac, y Nate había sacado sus mejores copas para la ocasión. Eran de tal tamaño que podrían haber alojado peces de colores. Sonaba música de fondo: Sinatra-Basie, año 62, y Frank cantaba sobre el amor, que es una trampa tierna. Nate, contento, tarareaba mientras sacaba brillo a la barra. Cualquier otro día, a esa hora ya habría empezado a cerrar, pero en ese momento no daba la impresión de tener prisa por echar a la gente. Era una de esas noches en que parecía que los relojes se habían detenido y allí dentro todos se hallaban aislados de los problemas y exigencias del mundo. Para Nate, era un placer dejarlos quedarse así un rato más. Era el obsequio que les hacía.
– Parece que Willie se lo ha pasado bien -comentó Louis.
Willie se balanceaba ligeramente en su silla y tenía en los ojos la expresión de aturdimiento de quien acaba de recibir un sartenazo en la cabeza.
– Sí -coincidió Ángel-. Creo que alguna de esas mujeres quería darle su propio regalo especial. Tiene suerte de seguir vestido.
– Eso es una suerte para todos.
– No diré que no. Esta noche se le ve…, no sé…, un poco raro, ¿no crees?
– Es por la ocasión. Uno se pone filosófico. Tiende a reflexionar sobre su mortalidad.
– Vaya un pensamiento alegre. A lo mejor deberíamos abrir un negocio de tarjetas de felicitación, y poner esa frase: feliz día de la mortalidad.
– Tú también has estado bastante callado esta noche.
– Te quejas cuando hablo demasiado.
– Sólo cuando no tienes nada que decir.
– Yo siempre tengo algo que decir.
– He ahí el problema. Existe un término medio. Quizá Willie debería instalarte un filtro. -Acarició la nuca de su compañero con delicadeza-. ¿Vas a decirme qué te pasa?
Aunque nadie los oía, Ángel echó una ojeada alrededor con naturalidad antes de hablar. Nunca estaba de más ser precavido.
– Me he enterado de algo. ¿Te acuerdas de William Wilson, más conocido como Billy Boy?
Louis asintió con la cabeza.
– Sí, sé quién es.
– Era.
Louis guardó silencio por un momento.
– ¿Qué le ha pasado?
– Murió en un lavabo de hombres en Sweetwater, Texas.
– ¿De muerte natural?
– Fallo cardiaco. Provocado por una navaja que tenía clavada en el corazón,
– Me extraña. Era bueno en lo suyo. Era una mala bestia, y un bicho raro, pero hacía bien su trabajo. No cualquiera podía acercarse a él tanto como para cargárselo con una navaja.
– Corren rumores de que se había extralimitado, de que había añadido florituras a encargos sencillos.
– Eso también lo he oído yo. -Billy Boy siempre había tenido algo de retorcido. Louis se dio cuenta desde el primer momento, razón por la que decidió no trabajar con él en cuanto estuvo en posición de elegir-. Le gustaba infligir dolor.
– Según parece, alguien decidió que ya había infligido más dolor de la cuenta.
– A lo mejor fue una de esas situaciones: un bar, alcohol, alguien saca una navaja, lo ayudan sus amigos -comentó Louis, pero no parecía muy convencido. Sólo pensaba en voz alta, descartando posibilidades a medida que las lanzaba al aire, como canarios en la mina de carbón de su cabeza.
– Es posible, pero el local estaba casi vacío cuando ocurrió, y hablamos de Billy Boy. Recuerdo lo que me contaste de él, de los viejos tiempos. Quienquiera que se lo haya cargado debe de ser mucho más que bueno en lo suyo.
– Billy empezaba a hacerse viejo.
– Era más joven que tú.
– No mucho, y yo soy consciente de que me hago viejo.
– Yo también lo soy.
– ¿De que te haces viejo?
– No, de que tú te haces viejo.
Louis entornó los ojos por un instante.
– ¿Te he dicho alguna vez lo gracioso que eres?
– Pues ahora que lo dices, no.
– Eso es porque no lo eres. Al menos ahora ya sabes por qué no te lo he dicho. ¿La hoja penetró por el pecho o por la espalda?
– Por el pecho.
– ¿No habrá sido un encargo?
– En ese caso, alguien se habría enterado.
– Puede que alguien lo supiera. ¿Tú de dónde has sacado la noticia?
– Lo he visto por Internet. He hecho un par de llamadas.
Louis le dio la vuelta a la copa entre las manos, calentando el coñac y aspirando los aromas que emanaba. Estaba molesto. Tenían que haberle informado acerca de lo de Billy Boy, aunque sólo fuese por cortesía. Así era como se hacían las cosas. Había demasiadas víctimas en su pasado como para permitirse el lujo de no estar al corriente de un hecho como ése.
– ¿Sigues el rastro a toda la gente con la que trabajé? -preguntó.
– No a jornada completa. Ya no quedan muchos:
– Ahora, muerto Billy Boy, ya no queda ninguno.
– Eso no es verdad.
Louis reflexionó por un momento.
– No, supongo que no.
– Lo que me lleva a lo siguiente -anunció Ángel.
– Adelante.
– La policía interrogó a todos los que estaban en el bar cuando lo encontraron. Sólo se había marchado una persona: un gordito con un traje barato, que se sentó a la barra y bebió whisky de garrafa, con pinta de no tener dinero ni para cambiarse de calzoncillos más de una vez cada dos días.