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En el apartamento no disponían de conexión a Internet. Tenían un ordenador en un despacho alquilado a nombre de una de las numerosas empresas fantasma de Louis, que a veces utilizaban para las búsquedas delicadas, pero en general les bastaba con un cibercafé para cubrir sus necesidades. Eludían el correo electrónico, aunque cuando era inevitable, recurrían a Hushmail para enviar mensajes en clave, o códigos insertos en comunicaciones aparentemente inocuas.

Siempre que era posible pagaban en efectivo, sin tarjeta de crédito. No formaban parte de ningún programa de fidelización, y compraban las tarjetas de metro según las necesitaban, las tiraban cuando se agotaban y las sustituían por otras nuevas en lugar de recargar las originales. Pagaban los suministros por mediación de un bufete de abogados. Habían buscado las mejores rutas para eludir las cámaras de seguridad tanto a pie como en coche, y todas las luces que iluminaban las matrículas de sus vehículos contenían bombillas infrarrojas destinadas a cegar las videocámaras con una frecuencia casi infrarroja.

También disponían de otros sistemas de protección menos comunes. El sótano y la planta baja del edificio donde vivían estaban alquilados a una anciana, la señora Evelyn Bondarchuk, que tenía perros pomeranos y parecía haber acaparado el mercado de cretona y porcelana. En su día hubo un señor Bondarchuk, pero le fue arrebatado a su joven esposa a una edad trágicamente temprana, como consecuencia de un malentendido entre el señor Bondarchuk y un tren que pasaba, cuando el señor Bondarchuk, ebrio en aquel momento, confundió la vía con un urinario público. La señora Bondarchuk no había vuelto a casarse, en parte porque nadie habría podido sustituir jamás a su amado pero disoluto marido, y también porque cualquier posible candidato habría sido, por definición, igual de disoluto que su predecesor, o más si cabe, y la señora Bondarchuk no necesitaba tamaño fastidio en su vida. Así pues, un rincón de la sala de estar seguía siendo un santuario, algo polvoriento, en memoria de su difunto marido, y la señora Bondarchuk prodigaba su afecto a sucesivas generaciones de pomeranos, animales que, en general, no se consideran disolutos.

El apartamento de la señora Bondarchuk era de renta limitada. Pagaba una mensualidad irrisoria a una empresa llamada Leroy Frank Properties, Inc. que parecía poco más que un apartado de correos en el Lower Manhattan. Leroy Frank Properties, Inc. había comprado el edificio a principios de los años ochenta, y la señora Bondarchuk temió por un tiempo que su inquilinato se viera afectado por la venta. Sin embargo, le aseguraron por correo que todo seguiría tal como estaba y que podía vivir hasta el final de sus días, rodeada de pomeranos, en el apartamento donde había morado durante casi treinta años. De hecho, incluso se le permitió ampliar su feudo al sótano, que estaba desocupado desde la muerte del inquilino anterior unos años atrás. Tales cosas eran inauditas en la ciudad, como la señora Bondarchuk sabía, e hizo todo lo posible para asegurarse de que, por lo que a ella se refería, continuaran siéndolo. No habló con nadie de su buena suerte, a excepción hecha de su íntima amiga la señora Naughtie, y eso sólo después de obligarla a jurar silencio. La señora Bondarchuk era una mujer inteligente. Se dio cuenta de que algo fuera de lo común sucedía en su edificio, pero como no parecía complicarle la existencia, sino que, antes bien, la mejoraba significativamente, se comportó con sensatez y dejó que las cosas siguieran su curso.

El único cambio notable se produjo cuando, pasado un tiempo, la pareja de arriba, ambos contables, se jubiló y se trasladó a una casa en Vermont, y ocuparon su lugar un negro callado y exquisitamente vestido y un individuo más bajo y a todas luces peor vestido, que tenía aspecto de querer robarle las joyas, cosa que, si el destino no lo hubiese unido a su actual compañero, bien podría haber sucedido. Así y todo, eran caballeros muy correctos. La señora Bondarchuk sospechaba que eran homosexuales. Lo cual le producía cierto escalofrío, ya que ella, para lo que era la vida en la ciudad, había vivido muy aislada.

Si surgía algún problema en su apartamento, la señora Bondarchuk dejaba un mensaje a una joven encantadora llamada Amy, la telefonista de Leroy Frank Properties, Inc. La realidad era que Amy era telefonista de muchas empresas, ninguna de las cuales requería ni deseaba una presencia física real en la ciudad. Leroy Frank Properties, Inc. poseía varias fincas en Nueva York, siendo la del Upper West Side la única residencial. Amy había recibido órdenes expresas de resolver los problemas de la señora Bondarchuk sin pérdida de tiempo, como máximo antes de la hora de cierre del día en que se recibiese la llamada. Se pagaba un extra al correspondiente fontanero, electricista, carpintero o cualquier otro profesional para asegurarse de que así era. Amy tenía un fichero en su escritorio con una lista de los individuos aprobados, todos ellos conocedores de las necesidades específicas de Leroy Frank Properties, Inc. en relación con aquel edificio.

La señora Bondarchuk conocía los nombres de pila de sus vecinos de arriba, y aludía a ellos, respectivamente, como «señor Louis» y «señor Ángel», pero nunca había relacionado al negro, Louis, con Leroy Frank Properties, Inc., pese a que «Leroy Frank» no andaba muy lejos de «Le Roi Français», y si bien había habido muchos reyes franceses, el nombre más habitual entre ellos era, claro está, Luis. No, la señora Bondarchuk no los relacionó, ya que no era asunto suyo pensar en esas cosas, y como su vida era bastante idílica, no sentía el menor deseo de andar metiendo las narices en rincones oscuros. Tenía dinero de sobra para vivir con relativa comodidad; tenía unos vecinos tranquilos; y la banda sonora de su vida era los gañidos de sus felices pomeranos y los balsámicos acordes de la orquesta Mantovani, que, había descubierto, podía proporcionar un álbum para cada ocasión. Y como la señora Bondarchuk valoraba tanto su situación, protegía celosamente cada una de sus facetas. Cuando los operarios iban a arreglarle un escape o cambiarle una bombilla, llevaban a cabo su tarea bajo la imperturbable mirada de la señora Bondarchuk y varios perros pequeños. El cartero nunca pasaba de la puerta. Al igual que los repartidores, vendedores, niños pequeños en Halloween, niños grandes en cualquier momento, y cualquier adulto que no fuese su vieja amiga, y también viuda, la señora Naughtie, con quien todos los jueves por la noche jugaba unas partidas de backgammon, a menudo ambas de muy mal humor y animadas por un jerez barato.

Leroy Frank Properties, Inc. había instalado un sistema de alarma caro y complicado al adquirir el edificio, y la señora Bondarchuk conocía a fondo el funcionamiento de dicho sistema. Aunque la señora Bondarchuk no lo sabía, ella misma era, a su modo, tan esencial para la seguridad y la paz de espíritu de los dos vecinos de arriba como las armas que a veces llevaban durante su trabajo. Ella era el cancerbero a las puertas de su Hades.

Ahora, tumbada en la cama escuchando la Rapsodia sueca en el pequeño reproductor de cedés que le habían regalado ese año por Navidad los señores Ángel y Louis (la señora Bondarchuk prefería acostarse tarde y levantarse tarde: nunca había sido muy madrugadora), los oyó entrar: oyó el leve gemido de la alarma antes de que la desactivaran introduciendo el código y luego un último y único pitido cuando la puerta se cerró y reactivaron el sistema.

– Buenas noches, señora Bondarchuk -saludó el señor Ángel desde el pasillo.

Sin contestar, ella se limitó a sonreír a la vez que apagaba el aparato de música y la luz. Ya habían llegado a casa, y siempre dormía mejor cuando ellos estaban allí.

Por alguna razón que no acababa de explicarse, le daban una sensación de seguridad.

Esa noche Louis se quedó en vela mientras Ángel dormía. Pensó en su pasado, y en el lado oculto del mundo. Pensó en las vidas arrebatadas y las vidas perdidas, en su madre y las mujeres que lo habían criado. Pensó en Ventura. Siguió los hilos en la trama de su vida, deteniéndose allí donde se superponían, allí donde uno entraba en conexión con otro.