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Y por fin cerró los ojos y esperó la llegada del Hombre Quemado.

Era un pueblo pequeño, un pueblo con toque de queda para los negros. Eso tenía un claro significado para el chico y aquellos como él. Cierto era que ya no lo anunciaba un letrero a la entrada del pueblo, lo que a su manera podía considerarse un avance, aunque lo mismo habría dado que lo hubiera, porque casi todos los mayores de siete años recordaban dónde había estado, justo al pie de la verja de la granja de Virgil Jellicote. El viejo Virgil se aseguraba de que el letrero no quedara ilegible por la suciedad o, como había ocurrido una vez durante el periodo de agitación posterior al asesinato de Errol Rich, por la acertada aplicación de pintura negra, de modo que donde antes se leía NEGRO, NO DEJES QUE EL SOL SE PONGA SOBRE TI EN ESTE PUEBLO, pasó a decir BLANCO, NO DEJES QUE EL SOL SE PONGA SOBRE TI EN ESTE PUEBLO. El viejo Virgil se llevó un gran disgusto por semejante acto de vandalismo; él y también otras personas, y no todas blancas. Lo que le hicieron a Errol Rich estaba mal, pero irritar a la policía y al ayuntamiento tonteando con su querido letrero era simple y llanamente una estupidez. Aun así, cuando la policía fue a preguntar quién podía ser el responsable de los daños, sólo encontró silencio. Ser mudo no era un delito, todavía no, y la ley tenía muchas otras formas de castigar a la gente de color sin necesidad de añadir una más a la lista.

El pueblo ni siquiera era excepcional en su declarada exclusión de la población negra. Era uno entre miles en todo Estados Unidos, e incluso condados enteros imponían el toque de queda cuando lo hacía la capital del condado. La mitad de los pueblos de Oregón, Ohio, Indiana, los montes Cumberland y los Ozark tuvieron en algún momento toque de queda. Que Dios amparase al negro que estuviera, por ejemplo, en Jonesboro, Illinois, después de ponerse el sol, o cerca de Anna (que tanto blancos como negros llamaban «Aquí Nada de Negros al Anochecer», y que conservaría los letreros a tal efecto en la carretera 127 hasta los años setenta), o en Appleton, Wisconsin, o en barrios residenciales como Levittown, en Long Island, Livonia, en Michigan, o Cedar Key, en Florida. Ah, y eso también va por vosotros: judíos, chinos, mexicanos, indios americanos. Lárgate, hijo. El tiempo apremia…

El pueblo del chico era bonito, eso sí podía decirse. Estaba limpio y no se oían muchas palabras soeces, no en público. La calle mayor parecía de postal, y las flores que crecían en sus macetas siempre eran las propias de la estación. Pero se trataba de un pueblo pequeño, tan pequeño, de hecho, que se mirara por donde se mirara apenas podía considerárselo pueblo, aunque por aquellos pagos nadie llamaba aldea a ninguna localidad. El lugar en el que uno vivía era un pueblo o no era nada. Un pueblo tenía cierta consistencia. Un pueblo implicaba vecinos, y leyes, y orden en las calles. Un pueblo implicaba aceras, y barberías, y una iglesia para los domingos. Llamar pueblo a una localidad era reconocer cierto nivel de vida, ciertas pautas de comportamiento. Sin duda la gente se apartaba del buen camino de vez en cuando, pero lo importante era que todos conocían ese camino. Cualquier salida del camino era puramente temporal. El carro seguía adelante, y la buena gente procuraba permanecer en él durante todo el viaje, aceptando la posibilidad de alguna parada imprevista en el trayecto.

Pero para el chico nunca había sido en realidad un pueblo, no para él. Poseía todas las características de un pueblo, ciertamente, por escaso que fuera el espacio que ocupaba. Había tiendas, y un cine, y un par de iglesias, aunque ninguna para los católicos, que tenían que desplazarse trece kilómetros al este, hasta Maylersville, o diecinueve al sur, hasta Ludlow, si querían rendir culto a su errónea versión del Señor. También había casas, con un césped bien cuidado delante y cercas de estacas blancas y aspersores que emitían un susurro nada amenazador los tórridos días estivales. Había abogados, y médicos, y floristas, y enterradores. Si mirabas el pueblo con buenos ojos, tenía todo lo necesario para garantizar un nivel de servicio más que suficiente a aquellos que decidían considerarlo su hogar.

El problema, tal como lo veía el chico, residía en que toda esa gente era blanca. El pueblo se había construido para blancos y estaba bajo el control de los blancos. En las tiendas, la gente detrás de los mostradores era blanca, y la gente al otro lado de esos mostradores también era blanca en su mayoría. Los abogados eran blancos y los policías eran blancos y los floristas eran blancos. Se veían negros por el pueblo, pero siempre estaban en movimiento: acarreando, repartiendo, levantando, arrastrando. Únicamente los blancos tenían derecho a quedarse quietos. Los negros hacían lo que tenían que hacer y luego se iban. De noche sólo quedaban blancos en las calles.