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Los policías del estado habían tardado un día en organizarse para viajar al norte. Durante esas veinticuatro horas, los hombres del jefe se habían cebado en el chico. Primero con palizas, luego con amenazas contra su familia, que le había proporcionado una coartada. Los policías le habían dado un refresco con un laxante y lo habían dejado allí, atado a una silla. El jefe había observado al chico mientras contenía el impulso de evacuar, temblándole la boca por el esfuerzo, dilatando las aletas de la nariz, cerrando los puños. Cuando vio claro que el chico no podía soportar más el dolor, envió a Clark a hacerle un ofrecimiento: si admitía que había asesinado a Deber, lo llevarían de inmediato al cuarto de baño. De lo contrario, dejarían que la naturaleza siguiera su curso y que él se quedara allí encima del resultado. El chico se limitó a negar con la cabeza. El jefe casi admiró su resistencia, salvo por el hecho de que lo hacía quedar mal a él. Ordenó a Clark que lo acompañara al baño antes de que reventase, porque no quería que apestara la única sala de interrogatorios del edificio. Clark obedeció, aunque de mala gana. Después llevó al chico al patio y le dio un manguerazo en el suelo, con Tos pantalones alrededor de los tobillos y los otros policías mofándose mientras el chorro de agua le golpeaba dolorosamente las partes íntimas.

Las amenazas contra su familia tampoco habían surtido efecto. Procedía de una casa llena de mujeres. Wooster las conocía. Eran buena gente. Wooster no era racista. Había negros buenos y negros malos, tal como había blancos buenos y blancos malos. Sería faltar a la verdad decir que el jefe los trataba a todos por igual. De haberlo intentado, si hubiera sido ésa su inclinación, no habría durado ni una semana en el cargo, y ya no digamos diez años. En realidad, trataba a los negros y a los blancos pobres de un modo bastante parecido. Los blancos ricos requerían más cuidado. En cuanto a los negros ricos, no había razón para preocuparse, porque no conocía a ninguno.

Wooster creía en la acción policial preventiva. La gente iba a parar a sus celdas sólo cuando había hecho algo muy grave, o cuando había fallado cualquier otro intento de convencerlos para que siguieran el camino de la rectitud y la honradez. Conocía a la gente que tenía a su cargo, y se aseguraba de que sus hombres la conocieran también. El chico y su familia no habían reclamado su atención ni una sola vez durante sus primeros nueve años en el cargo, no hasta que apareció Deber y se ganó el afecto de la madre del chico, si es que era eso lo que de verdad había ocurrido. Nada en Deber inducía a pensar que fuera capaz de despertar el afecto de nadie, y el jefe sospechaba que la relación se había basado más en las amenazas y el miedo que en cualquier sentimiento profundo por cualquiera de las dos partes.