Un día la madre fue asesinada, su cuerpo maltrecho apareció en un callejón detrás de una licorería. Según testimonios, Deber fue visto en esa licorería menos de una hora antes de hallarse el cuerpo, y alguien declaró haber oído una voz de hombre y una voz de mujer discutiendo más o menos a esa hora. Sin embargo, Deber era como el chico sentado ahora en la sala de interrogatorios: no se había venido abajo, y el asesinato de la madre del chico quedó sin resolver. Deber había vuelto a la casa llena de mujeres y se había liado con la tía del chico, o eso se rumoreó en el pueblo. Las mujeres le tenían miedo, y con razón, pero él debería haberlas temido también a ellas. Eran fuertes y listas, y a todos les pareció poco probable que fueran a tolerar la presencia de Deber en su casa durante mucho más tiempo.
Y entonces, no mucho después del inicio de esa relación en particular, alguien había tomado el silbato metálico que utilizaba Deber para llamar a sus cuadrillas de trabajadores, separó sus dos mitades y sustituyó la bola por un explosivo casero. Cuando Deber sopló el silbato, la carga le arrancó casi toda la cara. Vivió aún un par de días, ciego y padeciendo un sufrimiento terrible, pese a los esfuerzos de los médicos por mantenerlo sedado, y al final murió. El jefe estaba convencido de que, dondequiera que Deber estuviese ahora, sus sufrimientos no habían cesado y sin duda continuarían eternamente. Deber no fue una gran pérdida para el mundo, pero eso no cambiaba el hecho de que un hombre había sido asesinado, y debía hallarse al responsable. No convenía dejar suelto a alguien que andaba creando bombas trampa con objetos domésticos, ya fueran dirigidas contra negros o blancos. Una cosa eran las pistolas y las navajas. Estas eran armas corrientes, al igual que las personas que las usaban. No había nada especialmente inquietante, más allá de la propia brutalidad del acto, en el hecho de que un hombre abriera en canal a otro porque lo contrariaba en un mal día, o de que descerrajara un tiro en la cabeza al hombre que tenía al lado en una discusión por una mujer, por una deuda, o por un par de zapatos. Como jefe de policía, Wooster sabía a qué atenerse con hombres, y mujeres, de esa calaña. No eran extraños ni sorprendentes. En cambio, alguien capaz de matar a un hombre con un silbato representaba una manera de pensar muy distinta en lo que se refería a poner fin a una vida, una manera que el jefe Wooster no tenía la menor intención de alentar o aprobar.
Wooster había conseguido una orden de detención contra el chico el día en que Deber murió. Los inspectores de la policía del estado se echaron a reír cuando les informó por teléfono de lo que había hecho. Deber, le dijeron, tenía tantos enemigos que la lista de sospechosos parecía un listín telefónico. Lo habían matado con un artefacto explosivo en miniatura, construido hábilmente y concebido para asegurarse de que sólo el objetivo previsto se viera afectado y de que dicho objetivo no sobreviviera. Eso implicaba un nivel de planificación que no solía asociarse a negros de quince años que vivían en una chabola junto a un pantano. Wooster había señalado que el negro en cuestión estudiaba en un instituto, y que éste, gracias a una donación de un fondo benéfico del sur, disponía de un laboratorio de ciencias bastante bien equipado donde podían obtenerse sin mayor dificultad los elementos constituyentes del explosivo empleado para matar a Deber -cristales de yodo y amoniaco- descubiertos tras un examen de los restos del silbato. De hecho, prosiguió Wooster, eran justo los elementos que un chico inteligente, y no un asesino experto, emplearía para confeccionar un explosivo, aunque, según el informe sobre el silbato, era un milagro que no hubiera estallado mucho antes de llegar a la boca de Deber, ya que el triyoduro de nitrógeno era un compuesto sabidamente inestable, muy sensible a la fricción. El técnico que había examinado el silbato dio a entender que casi con toda seguridad el asesino había mantenido el compuesto, o incluso el propio objeto reconstruido, en agua el mayor tiempo posible, de modo que apenas se había secado cuando la víctima se lo llevó a la boca por última vez. Fue esta información sobre el carácter del explosivo utilizado y la ausencia de cualquier otra pista lo que indujo a la policía del estado a mandar, aunque de mala gana, a dos inspectores para interrogar al chico.