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– Lo intenté. Fue la única vez que habló.

– ¿Qué dijo?

– Me contestó que yo no era la clase de hombre capaz de hacer daño a una mujer.

– ¿Sí?

– Sí.

– ¿Tenía razón?

El jefe dejó escapar un suspiro.

– Supongo.

– Mierda. Pero hay otras maneras. Maneras informales.

Los dos hombres cruzaron una mirada. Al final, el jefe negó con la cabeza.

– Creo que tampoco usted es esa clase de hombre.

– No, me temo que no.

El inspector aplastó la lata del refresco y la lanzó, con poca destreza, a una papelera. Rebotó en el borde y fue a parar a un rincón de la sala.

– Espero que con la pistola tenga mejor puntería -comentó Wooster.

– ¿Por qué? ¿Cree que voy a tener que disparar contra alguien?

– Ojalá las cosas fueran así de fáciles.

El inspector dio una palmada a Wooster en el hombro y se arrepintió de inmediato al notar la mano húmeda de sudor. Se la secó subrepticiamente en la pernera del pantalón.

– Volveremos a intentarlo -dijo.

– Adelante -instó Wooster-. Lo mató él. Sé que lo mató él.

Cuando el inspector salió de la sala, Wooster no lo miró, sino que mantuvo la vista fija en el joven negro al otro lado del espejo, y el joven negro le devolvió la mirada.

Dos horas más tarde Wooster, en su despacho, bebía agua y espantaba las moscas. Los dos inspectores se habían tomado un respiro, cansados del interrogatorio y el calor sofocante de la sala. En mangas de camisa, sentados a las puertas de la comisaría, fumaban en la escalinata con los restos de unas hamburguesas y patatas fritas ante sí. Wooster sabía que el interrogatorio casi había terminado. No tenían nada. Después de casi dos días, el chico sólo había dicho dos frases. La segunda fue su dictamen sobre Wooster. La primera fue para dar su nombre: «Me llamo Louis».

Louis, igual que lo habría pronunciado el cuñado de Wooster, que vivía en Louisiana. A la francesa. No Lewis, sino Lu-i.

Observó a los dos inspectores hablar en voz baja. Uno de ellos volvió a entrar.

– Vamos a por una cerveza -dijo.

Wooster asintió. Habían acabado. Si volvían, sólo sería para recoger el coche, suponiendo que se acordaran de dónde lo habían dejado.

Fuera, en la sala de espera, delante de la mesa de recepción, había una negra sentada, aferrada a su bolso. Era la abuela del chico, pero tenía un rostro tan juvenil que habría podido pasar por su madre. Desde la detención, una u otra de las mujeres de la familia había velado en silencio en esa misma silla dura y fría. Con su aspecto digno, todas daban la sensación de que, allí sentadas, casi hacían un servicio a la sala. Pero ésta, la mayor de todas, causó cierta inquietud a Wooster. Se contaban historias sobre esa mujer. La gente acudía a ella para pedirle que les dijera la buenaventura, averiguar el sexo de su hijo aún por nacer, o para quedarse tranquilos en cuanto a parientes desaparecidos o el alma de niños muertos. Wooster no se creía nada de eso; aun así, trataba a la mujer con respeto. Ella no lo exigía. No le hacía falta. Había que ser necio para no darse cuenta de que lo merecía.

Viéndola allí ahora, esperando pacientemente, convencida de que pronto el chico le sería entregado, Wooster percibió el parecido entre la mujer y el nieto. No era sólo físico, aunque ambos tenían también el mismo porte grácil y esbelto. No, la abuela había legado parte de su desconcertante serenidad al chico. Por alguna razón, Wooster pensó en aguas quietas y oscuras, en hundirse en sus profundidades, cada vez más y más hondo, abajo, abajo, hasta que de pronto unas fauces rosadas se abrían en medio de la luminiscencia pálida, y por fin se revelaba, fatalmente, la naturaleza de la cosa misma, la criatura oculta en esos confines desconocidos.