Wooster pensó que el día ya no podía ir a peor, aunque por lo que a él se refería, el asunto no quedaría así, eso ni hablar. El chico podía volver a su casa con sus tías y su abuela y quienquiera que compartiese su pequeño aquelarre en el bosque, pero Wooster estaría vigilándolo. Adondequiera que fuese, Wooster estaría pisándole la sombra. Al final sometería a ese chico.
Y aún le quedaba por jugar la carta de la homosexualidad. Wooster tenía sus sospechas sobre él. Había oído rumores. Las únicas mujeres que frecuentaba Louis eran las de su familia, y en el instituto para negros había tenido que defenderse un par de veces. Wooster sabía que los chicos a menudo se equivocaban sobre esas cosas: al menor indicio de sensibilidad, de debilidad, de feminidad en un hombre, se le echaban encima como moscas sobre una herida. La mayoría de las veces se equivocaban, pero en algunos casos daban en el clavo. En ese estado había leyes contra la sodomía, y Wooster no tenía ningún inconveniente en imponerlas. Si conseguía cargarle una acusación de sodomía, podría usarla para presionarlo respecto al asesinato de Deber. Ir al trullo con una condena por maricón era prácticamente una garantía de dolor y sufrimiento. Era mejor entrar con la fama de haberle quitado la vida a otro hombre. Al menos eso aseguraba cierto respeto. A Wooster ni siquiera le interesaba ver al chico en la silla eléctrica. Para él, bastaba con demostrar a los otros su error: la policía del estado, su propia gente, que se había reído, a sus espaldas porque creía que un chico negro era capaz de un crimen tan sofisticado. Wooster se preguntó si podría tenderle una trampa. Había un par de hombres en el pueblo que no harían ascos a un poco de carne morena. Bastaría con acordar un lugar, una hora, y la llegada casual de Wooster al sitio. Permitiría marcharse al hombre, pero no al chico. Esa era una posibilidad.
Pero, tal y como se sucederían las cosas, el día de Wooster estaba a punto de empeorar considerablemente, por más que él creyera lo contrario, y sus planes para una posible trampa pronto quedarían en nada.
– ¿Jefe?
Era Seth Kavanagh, el más joven de sus hombres. Católico. Irlandés de pura cepa. Habían surgido problemas con algunos vecinos del pueblo cuando Wooster lo contrató, e incluso había recibido la visita amistosa de Little Tom Rudgey un par de sus compinches encapuchados, para sugerirle que tal vez le convenía reconsiderar la contratación de Kavanagh habida cuenta de que aquél era un pueblo baptista. Wooster escuchó el rollo y luego los echó a patadas. Little Tom y los de su calaña le daban grima, y lo que era aún peor, sentía una incipiente culpabilidad cada vez que se cruzaba con ellos. Sabía lo que habían hecho. Sabía que habían dado palizas a negros por seguir dentro de los límites municipales después de ponerse el sol, aun cuando esos límites parecían cambiar según cuánto hubieran bebido en esa ocasión los patanes del pueblo. Sabía lo de los incendios inexplicables en cabañas de negros, y que se cometían violaciones, a las que se quitaba importancia por considerarlas una pequeña diversión en la que a alguien se le había ido la mano.
Y sabía lo de Errol Rich, y lo que le habían hecho delante de muchas de las personas que los domingos alababan a Dios junto con Wooster en la iglesia. Sí, lo sabía muy bien, y tenía conciencia suficiente para reconocer su complicidad en el hecho, aun cuando no hubiera estado cerca ni mucho menos del viejo árbol en el que habían ahorcado y quemado a Errol. Wooster no había consolidado su autoridad en el pueblo, no en aquel entonces, y para cuando se enteró de lo ocurrido ya era tarde para impedirlo, o eso se dijo. Así y todo, después dejó bien claro que semejante acción no debía repetirse, no en aquel pueblo, no si él tenía algo que decir al respecto. Era un asesinato y Wooster no lo aprobaba. Además, inflamó los ánimos de los negros innecesariamente. Rebasó el límite en que la ira amenazaba con vencer al miedo. Por otra parte -y era esto, más que nada, lo que dio que pensar a mierdas como Little Tom-, un hecho así podía atraer a los federales, poco comprensivos con la manera de hacer las cosas en esa clase de pueblos. No lo entendían, ni les gustaba. Su intención era imponer un castigo ejemplar a personas que no se daban cuenta de que los tiempos estaban cambiando, como decía aquel cantante de folk.