Y ésa era otra razón para asegurarse de que el chico recibía su merecido por lo que le había hecho a Deber. Si quedaba impune de un asesinato esta vez, ¿qué vendría a continuación? Quizá se le metiera en la cabeza ir por los hombres que habían asesinado a Errol Rich, los que habían puesto en marcha el coche bajo los pies de Errol para dejarlo pataleando en el aire quieto del verano, los que lo habían rociado de gasolina, los que habían encendido la antorcha y la habían acercado a su ropa, haciendo que se convirtiera en una almenara en plena noche. Porque también corrieron rumores sobre Errol Rich y la madre del chico, y con toda seguridad el chico los había oído. Si un hombre moría de esa manera, bien podía ocurrir que su hijo decidiera vengarse. Wooster sabía que, en tales circunstancias, eso haría él.
Y ahora Kavanagh estaba allí, otro de los pequeños experimentos en cambio social de Wooster, molestándolo con alguna gilipollez, que era lo último que necesitaba en ese momento. Wooster se enjugó la cara con el pañuelo y lo escurrió en la papelera.
– ¿Qué pasa?
No alzó la vista. Mantenía la mirada fija en la pared ante él, como si la traspasara para llegar primero a la sala de observación y luego, más allá, hasta el chico que lo había desafiado durante tanto tiempo.
– Tenemos compañía.
Wooster se volvió en la silla. Por la ventana, a sus espaldas, vio salir a los hombres de sus coches. Uno era un Ford normal y corriente. Wooster adivinó la presencia federal, que confirmó cuando Roy Vallance bajó el cristal de la ventanilla del acompañante y tiró una colilla al patio de la comisaría. Vallance era agente especial, subjefe de la delegación local del FBI. Era un tipo aceptable, para lo que corría entre los federales. No pretendía imponer un ritmo demasiado rápido en todo aquello de los derechos civiles, pero tampoco aceptaba dilaciones. Aun así, Wooster tendría unas palabras con él en cuanto a esa colilla. Demostraba una falta de respeto.
El segundo coche era demasiado bueno para proceder del parque móvil oficial. Era de color tostado, con tapicería de piel a juego, y el hombre que se apeó por el lado del conductor tenía más aspecto de chófer que de agente, aunque Wooster pensó que parecía también un hijo de puta de cuidado, y dedujo que el bulto bajo su brazo izquierdo no era un tumor. Abrió la puerta trasera del lado del acompañante, y se unió a ellos un tercer hombre. Aparentaba cierta edad, pero Wooster supuso que no era mucho mayor que él mismo. Sencillamente era de esas personas que siempre parecían viejas. Le recordó a aquel actor inglés, Wilfrid no sé qué, que salía en My Fair Lady, estrenada hacía ya unos años. Wooster la había visto con su mujer. Era mejor de lo que esperaba, creía recordar. El caso es que ese tipo, el tal Wilfrid, también había parecido siempre viejo, incluso de joven. Ahora allí tenía a un pariente cercano, de carne y hueso.
Vallance pareció suspirar en su asiento; luego se apeó del coche y, seguido por dos de sus agentes, se encaminó hacia la puerta del despacho del jefe, pasando por delante del policía sentado a la mesa de recepción para entrar en la zona principal.