– Jefe Wooster -dijo saludando con un gesto de fingida amabilidad.
– Agente especial Vallance -contestó Wooster.
No se puso en pie. Vallance siempre se había dirigido a él por su nombre de pila, y Wooster le había devuelto la familiaridad, incluso cuando tenían trabajo entre manos. Con su saludo, Vallance le daba a entender que la cosa iba en serio, que tanto Wooster como él estaban bajo vigilancia. Así y todo, Wooster no tenía intención de someterse en su propio territorio sin presentar batalla, y quedaba pendiente la cuestión de la colilla.
Wooster miró a los cuatro hombres detrás de Vallance, con el individuo que parecía viejo, de menor estatura que los otros, situado en medio del grupo.
– ¿Qué ha traído? ¿Un séquito nupcial? -preguntó Wooster.
– ¿Podemos hablar dentro?
– Claro. -Wooster se levantó y extendió las manos en un gesto efusivo-. Aquí todo el mundo es bienvenido.
Sólo entraron Vallance y el hombre de más edad, y éste cerró la puerta. Wooster sintió cómo lo miraban sus hombres y su secretaria mientras él observaba a través del cristal. El hecho de saber que estaba a la vista de su gente lo llevó a guardar las apariencias. Enderezó los hombros y se irguió, de espaldas a la ventana, sin molestarse en ajustar la persiana, de modo que el sol daba a los otros en los ojos.
– ¿Cuál es el problema, agente Vallance?
– El problema es el chico al que están haciendo sudar la gota gorda ahí detrás.
– Aquí todo el mundo suda.
– No tanto como él.
– El chico es sospechoso de asesinato.
– Eso tengo entendido. ¿Qué pruebas tienen contra él?
– Una causa probable. Es posible que el hombre a quien mató asesinara a su madre.
– ¿Es posible?
– Ya no está por aquí para preguntárselo.
– Según tengo entendido, se lo preguntaron antes de abandonar este mundo. No confesó nada.
– Pero fue él. Quien piense lo contrario también debe de creer en Papá Noel.
– Una causa probable, pues. ¿Eso es lo único que tienen?
– Por ahora.
– ¿El chico da señales de rendirse?
– El chico no es de los que se rinden. Pero se vendrá abajo, tarde o temprano.
– Se le ve muy seguro de eso.
– Es un chico, no un hombre, y he doblegado a hombres mejores de lo que él será nunca. ¿Va a decirme a qué viene esto? No creo que tenga jurisdicción aquí, Ray. -Wooster había renunciado a las cortesías-. Esto no es un caso federal.
– Nosotros creemos que sí.
– ¿Y eso de dónde lo sacan?
– El muerto era capataz de una cuadrilla en la carretera nueva junto al pantano de Orismachee. Eso es una reserva federal.
– No es una reserva federal, lo será -corrigió Wooster-. Ahora mismo todavía es sólo un pantano.
– No, ese pantano y la carretera que se está construyendo acaban de quedar bajo jurisdicción federal. La declaración se hizo ayer. Apresuradamente. Tengo aquí los papeles.
Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó un legajo de documentos mecanografiados y se los entregó a Wooster. El jefe buscó las gafas, se las colgó de la nariz y leyó la letra pequeña.
– Bueno -dijo en cuanto acabó-, eso no cambia nada. El crimen se cometió antes de entrar esto en vigor. Sigue siendo mi jurisdicción.
– Sobre eso, jefe, le doy la razón en que no estamos de acuerdo, pero da igual. Lea con más atención. Es una declaración retroactiva, válida desde primeros de mes, justo antes de iniciarse la construcción de la carretera. Por una cuestión de contabilidad, según me dicen. Ya sabe cómo van los asuntos oficiales.