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Wooster volvió a examinar el papel. Encontró las fechas en cuestión. Frunció el entrecejo, y la sangre le subió a las mejillas y la frente conforme aumentó su ira.

– Esto es una gilipollez. Además, ¿a qué vienen tantas molestias? Es un asunto entre negros. Aquí no están en juego los derechos civiles. No esperen sacar la menor gloria de esto.

– Ahora se trata de un caso federal, jefe. No presentamos cargos. Tiene que soltar al chico.

Wooster supo que el caso se le escapaba de las manos y con él parte de su autoridad y su prestigio ante su propio personal. Nunca lo recuperaría. Vallance lo había rebajado, y el chico de esa celda iba a marcharse tan campante, y de paso a reírse de Wooster.

Y Wilfrid allí presente, con su pelo prematuramente cano y su ropa limpia aunque un tanto raída, tenía algo que ver, de eso a Wooster no le cabía la menor duda.

– ¿Y usted qué pinta en todo esto? -preguntó dirigiendo ahora toda su ira contra el segundo visitante.

– Discúlpeme -dijo el hombrecillo. Dio un paso al frente y le tendió una mano de uñas muy cuidadas-. Me llamo Gabriel.

Wooster no hizo ademán de estrecharle la mano que le ofrecía. Se limitó a dejarla allí, suspendida en el aire, hasta que Gabriel la dejó caer. Jódete, pensó. Jódete, y que se jodan también Vallance y los buenos modales. Jodeos todos.

– No ha contestado a mi pregunta -insistió Wooster.

– Estoy aquí como invitado del agente especial Vallance.

– Trabaja para el Gobierno.

– Proporciono servicios al Gobierno, sí.

Eso no era lo mismo, y Wooster lo sabía. Era lo bastante listo para captar el significado subyacente de lo que acababa de oír. De pronto tuvo la sensación de estar muy fuera de su elemento y de que, por grande que fuera su indignación, sería una insensatez hacer más preguntas a Gabriel. Acababan de maniatarlo como a un cerdo listo para el espetón. Lo único que faltaba era que alguien le metiera el pincho por el culo y empujara hasta sacárselo por la boca, y Wooster se proponía evitar ese destino a toda costa, aun si eso implicaba entregar al chico.

Se sentó en la silla de su despacho y abrió una carpeta. No reparó en lo que era, y no leyó lo que había escrito en sus hojas.

– Llévenselo -dijo-. Es todo suyo.

– Gracias, jefe -respondió Gabriel-. Me disculpo una vez más por las molestias causadas.

Wooster no levantó la vista. Los oyó salir del despacho, y la puerta se cerró suavemente.

Jefe Wooster. El pez gordo. En fin, acababan de dejarle clara la realidad de su situación. Era un pez pequeño en un estanque pequeño que de algún modo se había adentrado en aguas profundas y un tiburón acababa de enseñarle los dientes.

Miró la puerta cerrada del despacho imaginando otra vez la pared al otro lado, la sala de observación detrás de ella, y al chico en su celda, excepto que ahora era Gabriel quien lo observaba, no Wooster. Tiburones. Aguas profundas. Cosas desconocidas que se enroscaban y desenroscaban en sus profundidades. Gabriel observando al chico, el chico observando a Gabriel, hasta que los dos se fundieron convirtiéndose en un solo organismo que se perdió en un mar oscuro como la sangre.

5

A Willie Brew le dolía la cabeza.

En un primer momento las cosas no habían ido tan mal. Al despertar, se sentía deshidratado y tenía plena conciencia de que, pese a no haberse movido ni un milímetro en toda la noche, no había descansado debidamente. Quizá me libre, pensó. Quizá los dioses me sonrían sólo por esta vez. Pero cuando llegó al taller, empezó a palpitarle la cabeza. A mediodía estaba sudoroso y tenía náuseas, y sabía que a partir de ese punto las cosas irían de mal en peor. Sólo deseaba que el día concluyera para poder marcharse a casa, volver a la cama y despertar a la mañana siguiente con la cabeza despejada y una profunda y perdurable sensación de pesar.

Eso le pasaba desde que dejó las bebidas de alta graduación. En sus buenos tiempos, o malos tiempos, podía meterse entre pecho y espalda una botella incluso del peor matarratas y, aun así, a la mañana siguiente estaba en perfectas condiciones. Ahora rara vez bebía algo excepto cerveza, y ésta generalmente con moderación, porque la cerveza lo tumbaba como nunca lo habían tumbado las demás bebidas alcohólicas. Pero un hombre no cumplía seis décadas todos los días, y no sólo correspondía celebrarlo de alguna manera, sino que además eso era lo que esperaban los amigos. Ahora estaba pagando el precio de haber bebido durante siete horas sin parar.