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Ni siquiera el almuerzo le había ayudado. El taller se encontraba en un callejón adyacente a la Setenta y Cinco, entre la Treinta y Siete y Roosevelt, cerca del bufete de un abogado indio especializado en inmigración y visados, una astuta elección de razón social por su parte, ya que en la zona vivían más indios que en ciertas partes de la India. La avenida Treinta y Siete tenía restaurantes italianos, afganos y argentinos, entre otros, pero una vez que llegabas a la calle Setenta y Cuatro no había más que indios. Incluso le habían cambiado el nombre, y ahora se llamaba Kalpana Chawla Way, por el astronauta indio que murió en el desastre del transbordador espacial Columbia en 2003, y hombres con turbantes sij repartían la carta de la mañana a la noche a cuantos pasaban por la acera.

Ése era el territorio de Willie. Allí se había criado y esperaba morir allí. De niño iba en bicicleta hasta La Guardia y el estadio Shea y les tiraba piedras a las ratas por el camino. Por entonces vivían en el barrio sobre todo irlandeses y judíos. La calle Noventa y Cuatro era conocida como la línea Mason-Dixon, porque al otro lado todos eran negros. Si no recordaba mal, Willie no había visto una cara negra por debajo de la Noventa y Cuatro hasta finales de los sesenta, si bien en los ochenta había unos cuantos niños blancos en el colegio predominantemente negro de la Noventa y Ocho. Lo curioso era que, al parecer, los blancos se llevaban bastante bien con los negros. Se criaban cerca de ellos, jugaban al baloncesto con ellos y permanecían a su lado cuando algún intruso entraba en su territorio. En esa época, los ochenta, las cosas empezaron a cambiar, y la mayoría de los irlandeses se marcharon a Rockaway. Llegaron las bandas y se propagaron desde Roosevelt. Willie se había quedado y se había enfrentado a ellas, aunque había tenido que poner rejas en las ventanas del pequeño apartamento donde vivía, no muy lejos de donde ahora estaba el taller. Arno, por su parte, siempre había residido en Forley Street, que ahora era Little Mexico, y aún no había aprendido una sola palabra de español. Por debajo de la Ochenta y Tres, el barrio era más colombiano que mexicano y parecía otra ciudad: los hombres voceaban su mercancía en las aceras, gritando y regateando en español, y las tiendas vendían música y películas que ningún blanco compraría jamás. Incluso las películas exhibidas en el Jackson 123 tenían subtítulos en español. Willie sobrevivió a todo aquello. No se largó cuando las cosas se pusieron feas, y cuando Louis se vio obligado a vender el edificio de Kissena, Willie aprovechó la oportunidad para mudarse a un local más cerca de su casa; y ahora él y su negocio formaban parte de la historia del barrio tanto como el bar de Nate. Pero eso no le aliviaba la resaca.

Habían comido en un bufé libre, evitando, como siempre, la cabra al curry, que al parecer era un plato esencial en la gastronomía de esa parte de la ciudad. «¿Has visto alguna vez una cabra?», había preguntado Arno a Willie en una ocasión, y él tuvo que admitir que no, o desde luego no en Queens. Suponía que cualquier cabra que acabase paseándose por la calle Setenta y Cuatro no duraría mucho tiempo dada la evidente demanda de platos en los que era el principal ingrediente. Se mantuvieron, por tanto, fieles al pollo, atracándose de arroz y naan. Fue Arno quien convirtió a Willie a los placeres de la comida india, cabra aparte, y Willie descubrió que, si uno eludía el picante y se concentraba en el pan y el arroz, proporcionaba una esponja bastante aceptable después de una noche de juerga.

Ya de vuelta en el taller, Willie contaba los minutos que faltaban para cerrar y marcharse a casa. En voz baja maldijo a la cervecera Brooklyn y toda su producción.

– El mal trabajador echa la culpa a las herramientas -sentenció Arno.

– ¿Qué?

Willie no había estado de humor para aguantar a Arno en todo el día. Aquel pequeño danés o sueco o lo que fuera no tenía derecho a estar más fresco que una lechuga. Al fin y al cabo, habían cerrado la noche bebiendo juntos, hablando de los viejos tiempos y de los amigos desaparecidos. Entre esos amigos incluso algunos eran humanos, pero la mayoría tenían cuatro ruedas y motores V8. Arno no hacía ascos al alcohol. La única condición era que debía ser claro como el agua, de modo que siempre tomaba ginebra o vodka, y Arno había bebido un vodka doble con tónica por cada cerveza de Willie. Sin embargo allí estaba, animado y alegre al final de un día lúgubre para Willie, escuchando sus conversaciones privadas con los dioses de la cerveza. Daba la impresión de que Arno nunca tenía resaca. Debía de ser por el metabolismo. Sencillamente quemaba el alcohol.

Ese día Willie odió a Arno.

– La cervecera no tiene ninguna culpa -continuó Arno-. Nadie te obligó a beber semejante cantidad de cerveza.

– Tú me obligaste a beber semejante cantidad de cerveza -señaló Willie-. Yo quería irme a casa.

– No, sólo creías que querías irte a casa. En realidad, querías seguir celebrándolo. Conmigo -añadió, y sonrió como un idiota.

– A ti te veo todos los días -dijo Willie-. Incluso te veo los domingos en la iglesia. Me persigues. Tú eres como el fantasma y yo soy la señora Muir, sólo que a ella el fantasma acabó gustándole.

Willie reflexionó acerca de la analogía y decidió que tenía algo de sospechoso, pero no se retractó por puro cansancio.

– Además, ¿por qué demonios iba a querer celebrarlo contigo?

– Porque soy tu mejor amigo.

– No digas eso. Me entrará la desesperación.

– ¿Tienes un amigo mejor que yo?

– No. No lo sé. Oye, en teoría tú sólo trabajas para mí, e incluso eso es dudoso.

– Sé que no lo dices en serio.

– Pues sí.

– No te escucho.

– Maldita sea, te lo digo en serio.

– Tra-la-rá. Arno entró en el pequeño almacén a la izquierda del área de trabajo principal tarareando a pleno pulmón con un dedo firmemente encajado en cada oído. Willie se planteó lanzarle la tuerca de una rueda y al final lo descartó. Le exigiría demasiado esfuerzo y además en ese momento no confiaba en su puntería. Podía errar el tiro y darle a algo de valor.

Se sentó en una caja de embalaje, apoyó los codos en los muslos y descansó la cabeza en las manos con los ojos cerrados. Eran casi las ocho y fuera ya había oscurecido. Los jueves siempre trabajaban hasta las ocho, así que sólo faltaban unos minutos para cerrar y dar la jornada por concluida. Le diría a Arno que entrara los carteles que anunciaban que allí ajustaban los frenos por 49,99 dólares y cambiaban el aceite por 14,99. Luego vería la televisión en casa un rato antes de arrastrarse hasta la cama.

Después se preguntó si se había quedado dormido por un momento allí mismo, ya que cuando abrió los ojos, tenía a dos hombres delante. Supo de inmediato que no eran de la ciudad. Casi se olía la bosta de vaca. Los dos eran de mediana estatura, y el de más edad contaría poco más de cuarenta años. El cabello, oscuro, le caía desordenadamente alrededor del cuello y las afiladas patillas confluían en el mentón, como si todo su pelo, el de la cabeza y el facial, formara parte de un único peluquín que podía quitarse por la noche y colocar en un cráneo de maniquí. Vestía un polo de golf de colores marrón, amarillo y verde bajo una cazadora de pana marrón, vaqueros marrones y unos Timberland baratos de imitación.

Willie detestaba los polos de golf casi tanto como a los jugadores de golf. Cada vez que entraba alguien en el taller vestido para el campo de golf, o con palos en el coche, Willie mentía y decía que estaba demasiado ocupado para atenderlo. Quizás existían golfistas que no eran gilipollas, pero Willie no había conocido a tantos como para poder conceder a esa patética especie el beneficio de la duda. Además, sabía por experiencia que cuanto más caro era el coche del golfista, más gilipollas era el individuo. Su intensa aversión por los golfistas abarcaba toda su indumentaria, y se redoblaba en el caso de los polos de color flema y de cualquier persona tan patética como para llevar uno en privado o en público, y muy en particular en el lugar de trabajo de Willie Brew cuando éste andaba resacoso.