Al llegar la policía, tanto Willie como Arno representaron sus papeles a la perfección: eran hombres honrados ante una amenaza contra su integridad física y posiblemente contra su vida. Se habían defendido de sus agresores y ahora estaban conmocionados, pero a todas luces vivos, en medio del pequeño taller que habían protegido con tal determinación. Tampoco andaban muy lejos de la verdad. Los policías los escucharon con actitud comprensiva y después les recomendaron que a la mañana siguiente acudieran a la comisaría a fin de prestar declaración formal. Arno preguntó si necesitaría un abogado, pero el inspector respondió que no lo creía. De forma extraoficial comentó que no era probable que se presentasen cargos aun si el maleante moría. A los fiscales no les gustaba interponer acciones judiciales impopulares, y Arno estaba en posición de ampararse en un alegato de defensa propia sin fisuras. El siguiente paso, dijo, era identificar al caballero en cuestión, ya que en los bolsillos sólo llevaba chicle, un rollo de billetes de diez, veinte y cincuenta, y un cargador de reserva para la pistola. Willie y Arno se esmeraron en adoptar una expresión de sorpresa al oír la noticia.
Willie creía que ya prácticamente habían terminado cuando un par de recién llegados, un hombre y una mujer, entraron en el garaje. Los dos vestían traje oscuro, y después de identificarse ante el agente del coche patrulla en la puerta del garaje, éste, tan pronto como entraron, miró por encima del hombro a sus compañeros en el interior y articuló con los labios la palabra «federales», como si ellos no hubieran adivinado ya quiénes eran los visitantes.
Uno de los auxiliares médicos le había vendado la cara a Willie. Le había reducido la fractura de la nariz en su despacho, evitándole así el traslado al hospital, y ahora le palpitaba atrozmente. Si a eso añadía las náuseas debidas a la resaca y la bajada de adrenalina posterior a la pelea, Willie no recordaba la última vez que se había sentido tan mal. Ahora, sentado en un taburete al lado del Oldsmobile tiroteado, con Arno cerca, observó acercarse a los dos agentes y, con una mirada fugaz, indicó a Arno que se avecinaban problemas. Willie no era un experto en fuerzas del orden público, ni en las sutilezas de la jurisdicción, pero había vivido en Queens tiempo suficiente para saber que el FBI no aparecía cada vez que alguien blandía un arma en un taller mecánico, o de lo contrario no tendrían tiempo para nada más.
El hombre era negro, y se presentó como agente especial Wesley Bruce. Su compañera, la agente especial Sidra Lewis, era una rubia teñida con penetrantes ojos azules y el ceño siempre fruncido como si creyera que todos aquellos con quienes se cruzaba durante el trabajo eran culpables de algo, aunque sólo fuera de considerarse mejores que ella. Separaron a Arno y a Willie, la mujer se llevó a Arno al despacho mientras que Bruce se apoyaba en el capó del Oldsmobile, cruzaba los brazos y dirigía a Willie una amplia sonrisa de pocos amigos que a él le recordó la manera de sonreír del masticador de chicle antes de que Arno le arrancara la sonrisa de la cara con un pedazo de metal y madera.
– Y bien, ¿cómo se encuentra? -preguntó Bruce.
– He tenido momentos mejores -contestó Willie. Y ésas fueron las primeras palabras del todo sinceras que pronunciaba desde la llegada de la policía. Tuvo la sensación de que el bueno del agente especial Wesley Bruce allí presente ya se había dado cuenta de ese detalle.
– Por lo visto, nuestros dos amigos se han metido con quienes no debían.
– Eso parece.
– ¿Dice que buscaban un coche?
– Un coche, y dinero.
– ¿Guarda usted mucho dinero aquí?
– No mucho. La mayoría de la gente paga con cheque o tarjeta de crédito. Aunque todavía hay algunos que prefieren el efectivo. Por aquí las viejas costumbres tardan en perderse.
– Seguro que sí -dijo Bruce, como si Willie no estuviera hablando de pagos en efectivo sino de otra cosa muy distinta. Willie se preguntó qué podía ser, pero eran tantas las posibilidades, legales e ilegales, que no supo con qué quedarse. Finalmente estableció la conexión: como todo lo demás esa noche, tenía que ver con Louis y Ángel. Caer en la cuenta no alteró su comportamiento, pero sí acentuó la antipatía que ya le inspiraba el agente especial Bruce.
Bruce miraba a Willie con severidad.
– Seguro que sí -repitió, y esperó.
Willie oía la voz de Arno procedente del despacho. Hablaba mucho más que Willie. De hecho, la agente especial Lewis parecía tener problemas para mediar palabra.
Bienvenida a mi mundo, pensó Willie.
Bruce, comprendiendo por fin que Willie no iba a venirse abajo y confesar todos los crímenes pendientes de resolución en los libros, reanudó el interrogatorio.
– Así que no se habrían embolsado gran cosa por sus esfuerzos, aun cuando se hubiesen salido con la suya.
– Un par de cientos, quizás, incluida la calderilla.
– Muchas molestias por un par de cientos. Seguro que tenían maneras más fáciles de obtener ganancias.
– No tenemos cámaras.
– ¿Cómo dice?
– Cámaras de seguridad. No las usamos. Las hay en la mayoría de los sitios, pero aquí no. Tal vez han deducido que no teníamos y han pensado, qué demonios, intentémoslo.
– En tiempos desesperados, medidas desesperadas.
– Algo así.
– ¿Le han parecido hombres desesperados?
Willie se detuvo a pensar.
– Bueno, amables no eran. Desesperados, no sé.
– Dicho de otro modo: ¿le han parecido la clase de hombres que necesitan dinero?
– Todo el mundo necesita dinero -se limitó a contestar Willie.
– Sólo que nuestro amigo, el de la cabeza rota, llevaba cuatrocientos o quinientos dólares encima, por no hablar de una pistola muy bonita. Yo no diría que vivía tan apurado como para atracar un taller mecánico por un par de cientos de pavos.
– Desconozco la psicología criminal. Ése es su terreno.
– Conque desconoce la psicología criminal, ¿eh? -Bruce pareció encontrar gracioso el comentario. Incluso se rió, aunque sin la menor naturalidad. Fue como si alguien hubiese escrito las palabras «ja, ja, ja» delante de él y luego, poniéndole una pistola en la cabeza, le hubiese obligado a leerlas en voz alta.
– ¿Y el coche? -preguntó Bruce cuando acabó de reírse.
– ¿Qué pasa con el coche?
– Según lo que usted le ha contado a la policía, vinieron aquí en coche, y el otro…, esto…, el otro «presunto» ladrón se marchó en el mismo vehículo. ¿Por qué iban a necesitar un coche si ya tenían uno?
– Puede que estuvieran planeando un atraco y quisieran un vehículo que no hubiera forma de relacionar con ellos.
– En ese caso les habrían matado a usted y a su compañero para que no pudieran identificarlos ni a ellos ni al coche.
– Bueno, por eso uno acabó con un martillo en la cabeza en lugar de un sombrero. Oiga, señor Bruce…
– Prefiero «agente especial Bruce».
Willie miró a Bruce sin inmutarse. Se produjo un silencio tenso, hasta que Willie soltó un suspiro teatral y continuó.
– … Agente especial Bruce, no entiendo cuál es su problema. No hemos tenido ocasión de prepararles una taza de café a esos individuos para invitarlos a sentarse a que nos explicaran sus motivaciones. Se han presentado aquí, me han roto la nariz, me han dicho lo que querían, y el resto ya lo sabe.
– Sí, lo sé. Son ustedes unos héroes. Ya hay un reportero del Post ahí fuera esperando para sacarles una foto. Van a hacerse famosos. Será bueno para el negocio.
– Seguro -dijo Willie con una pizca de inquietud.
– No parece que le haga mucha gracia -señaló Bruce.
– ¿Quién necesita esa clase de publicidad?
Bruce desplegó una amplia sonrisa.
– ¡Precisamente! -exclamó-. A eso iba yo. ¿Quién la necesita? Usted no, y tal que vez tampoco su socio en el negocio.