– No sé de qué está hablando.
– ¿Ah, no? ¿Quién lo sacó de apuros en su día? Su ex mujer quería obligarlo a vender el taller como parte del acuerdo de divorcio, ¿no es así? Las cosas no pintaban bien para usted y de pronto, ¡zas!, recibió el dinero para pagarle sin necesidad de vender. ¿De dónde salió?
Daba la impresión de que el agente especial Bruce estaba muy al corriente de sus asuntos. Willie no sabía hasta qué punto le parecía bien que sus dólares como contribuyente se gastaran así.
– De un buen samaritano -contestó.
– ¿Cómo se llamaba?
– Fue a través de una agencia. No recuerdo ningún nombre.
– Ya, Inversiones Ultima Esperanza, cuya existencia duró poco más o menos como la vida de una efímera.
– Lo suficiente para ayudarme a salir del paso. A mí eso es lo único que me importa.
– ¿Devolvió el préstamo?
– Lo intenté, pero como usted dice, Ultima Esperanza ya no existe.
– No me extraña, si iban por ahí haciendo préstamos y luego no intentaban recuperar el dinero. Un nombre curioso, además, ¿no cree?
– No es problema mío. Declaré el préstamo. Estoy limpio.
– ¿Quién es el propietario de este edificio?
– Una empresa.
– Leroy Frank Properties, Incorporated.
– Exacto.
– ¿Le paga un alquiler a Leroy Frank?
– Mil quinientos al mes.
– No es mucho por un local tan grande como éste.
– Es suficiente.
– ¿Conoce a Leroy Frank?
– ¿Cree que si trabajase en un edificio de Trump conocería a Donald?
– Quizá sí, si fuese amigo suyo.
– Dudo que Donald Trump sea amigo de muchos de sus inquilinos. Es Donald, no…
– … no Leroy Frank -concluyó Bruce por él.
Willie negó con la cabeza, un hombre sencillo enfrentado a alguien resuelto a malinterpretar intencionadamente todas sus palabras.
– Ya se lo he dicho: no conozco a Leroy Frank. Estoy al día con el alquiler, llevo un negocio, pago mis impuestos y nunca en la vida me han puesto siquiera una multa de aparcamiento, así que estoy en paz con la ley.
– Ya -dijo Bruce-, debe de ser usted el hombre más honrado de aquí a Jersey.
– Quizás incluso hasta más lejos -añadió Willie-. He conocido a gente de Jersey.
Bruce frunció el entrecejo.
– Yo soy de Jersey -dijo.
– Quizás usted sea la excepción -respondió Willie.
Confuso por un momento, Bruce decidió dejar de lado ese tema en particular.
– Es difícil de localizar, ese Leroy Frank -prosiguió-. Hay un rastro de papel impresionante en torno a sus empresas. Sí, está todo limpio y claro, no me malinterprete, pero él es todo un misterio. Hoy día resulta difícil ser tan enigmático.
Willie se quedó callado.
– Verá, lo que pasa es que con la amenaza del terrorismo y demás, hemos destinado mucho más tiempo a investigar las finanzas que no cuadran como debieran -explicó Bruce-. Ahora es más fácil. Tenemos más atribuciones que antes. Por supuesto, si usted es inocente, no tiene nada que temer…
– Tengo entendido que eso mismo decía Joe McCarthy -comentó Willie-, pero creo que mentía.
Bruce comprendió que por el momento no iba a llegar a ninguna parte. Retiró su considerable peso del Oldsmobile, que pareció lanzar un gemido de alivio. Se le borró la sonrisa y volvió a tener el ceño fruncido. Willie pensó que ese ceño debía de disfrutar sólo de brevísimos periodos de vacaciones en el mejor de los casos.
– Bueno, me marcho, pero volveremos a vernos -anunció Bruce-. Si por una de esas casualidades viera al misterioso Leroy Frank, dele saludos de mi parte. Es una pena que todo esto haya ocurrido en una de sus propiedades. Sería una lástima si alguien dijera a la prensa que tal vez conviniese investigar quién es el propietario de este local. Podría ser una amenaza para su anonimato, podría obligarlo a salir a la luz.
– Yo me limito a hacer un ingreso en el banco -dijo Willie-. Lo único que pregunto es: «¿Me da un recibo?».
La agente especial Lewis salió del despacho. Si acaso, tenía una expresión más contraída que antes y casi temblaba de frustración. Willie reprimió una sonrisa. Arno ejercía ese efecto en las personas. Intentar sonsacarle respuestas cuando no quería darlas era como pretender enderezar a una serpiente. Bruce enseguida percibió el descontento de su compañera, pero no hizo ningún comentario.
– Como le he dicho, volveremos -recordó a Willie.
– Aquí nos encontrarán -contestó Willie.
Cuando los dos agentes se marcharon, Arno apareció junto a él.
– Caray, qué tensa estaba esa mujer -comentó-. Pero me ha caído bien. Hemos tenido una charla agradable.
– ¿Sobre qué?
– La ética.
– ¿La ética?
– Sí, ya sabes. La ética. El bien y el mal de las cosas.
Willie cabeceó.
– Vete a casa -dijo-. Me das más dolor de cabeza aún.
Llamó a Arno justo cuando el hombrecillo se disponía a desaparecer en la noche.
– Ten cuidado con lo que dices por teléfono -advirtió.
Arno lo miró perplejo.
– Lo único que digo siempre por teléfono es «Aún no lo tenemos listo» -respondió-. Eso y «Va a costarle un poco más». ¿Crees que algo así puede interesar al FBI?
Willie frunció el entrecejo. Allí todo el mundo tenía vis cómica.
– Vete a saber qué les interesa -contestó-. Tú ten cuidado con lo que dices, y ya está. Por cierto, no hables con los periodistas que esperan ahí fuera. Y muéstrame un poco de respeto, maldita sea. Soy yo quien te paga el sueldo.
– Ya, ya -dijo Arno mientras la puerta se cerraba lentamente a sus espaldas-. Y yo voy a comprarme un yate con el dinero de esta semana.
Louis telefoneó en cuanto se deshicieron de los cadáveres. Era una cuestión de prioridades. Dejó su nombre en el servicio contestador pensando que la voz en el otro extremo de la línea era muy parecida a la de la mujer que atendía las llamadas para Leroy Frank. A lo mejor las incubaban en algún sitio, como a los pollos.
Le devolvieron la llamada al cabo de diez minutos.
– El señor De Angelis dice que estará disponible en el doce veintiséis mañana, a eso de las siete -le indicó la mujer con voz neutra.
Louis le dio las gracias y dijo que había quedado claro. Cuando colgó, lo asaltaron los recuerdos de encuentros anteriores, y casi sonrió. De Angelis: de los ángeles. Ése sí era un nombre poco apropiado.
Poco después de las siete de la tarde del día siguiente, Louis se hallaba en la esquina de Lexington con la Ochenta y Cuatro. Ya había anochecido. En ese peculiar rincón entre algunas de las principales arterias de la ciudad, las aceras estaban relativamente tranquilas, porque la mayoría de los establecimientos, salvo algún que otro bar o restaurante, ya había cerrado. Una neblina húmeda se extendía sobre Manhattan presagiando lluvia y confiriendo un aire de irrealidad al entorno, como si hubieran colocado una imagen fotográfica sobre el perfil urbano. A la izquierda, seguía encendido el letrero de la farmacia Lascoff, un letrero antiguo, y si uno entornaba los ojos, era posible imaginar ese tramo de Lexington tal como debió de ser hacía más de medio siglo.
La heladería y cafetería Lexington era un remanente de esa era. De hecho, tenía raíces aún más lejanas: la fundó el viejo Sotenos en 1925 como chocolatería y bar de refrescos; con el tiempo se la dejó a su hijo, Peter Philis, quien, a su vez, se la dejó al suyo, el actual propietario, John Philis, que aún se sentaba tras la caja y saludaba a los clientes por su nombre. El escaparate exhibía botellas de Coca-Cola de ediciones especiales junto con un tren de plástico, unas cuantas fotos de celebridades y un bate firmado por Rusty Staub, el gran bateador de los Mets. Generaciones de niños lo habían conocido como «Refrescos y helados», porque eso era lo que se leía en el rótulo encima de la puerta, y la fachada había permanecido inalterada desde tiempos inmemoriales. Louis vio a dos de los camareros vestidos de blanco moverse por el interior pese a que ya habían cerrado, dado que la heladería y cafetería Lexington sólo abría de siete a siete, de lunes a sábado. No obstante, el felpudo verde de plástico continuaba ante la puerta esperando a que lo retirasen por esa noche. En él se leía la dirección numérica de «Refrescos y helados»: 1226.