– Te he traído ciertos objetos que han llamado mi atención. Me gustaría que les echases una ojeada.
– Sin duda la policía también estará examinándolos.
– A lo mejor tú puedes hacerlo más deprisa. Si le pides un favor a tus amigos.
– No son de los que conceden favores sin algo a cambio.
– Pues en ese caso estarás en deuda con ellos por partida doble, porque quiero pedirte otra cosa.
– Adelante.
– Dos agentes federales fueron a husmear al taller de Willie. Preguntaron, por Leroy Frank.
– No sé nada de una investigación. Podría ser que hayan encontrado un hilo en otra parte y tirado de la madeja. Aunque claro, en estos últimos años se han vuelto mucho más obstinados. Antes el terrorismo era bueno para el negocio. Ahora se ha complicado todo mucho: a la menor sospecha de un pago irregular empiezan a surgir toda clase de preguntas, incluso acerca de alguien tan intachable en tales cuestiones como Leroy Frank.
– Pues para mucha gente sería molesto si siguieran tirando del hilo.
– Seguro que puede hacerse algo -dijo Gabriel-. Entretanto, tenemos asuntos más apremiantes: quién está detrás de esto y cómo podemos aseguramos de que no vuelva a ocurrir.
– ¿Podemos?
– Aún a estas alturas me siento de alguna manera responsable de tu bienestar. En cierto sentido, tus problemas son a la vez mis problemas, sobre todo si guardan relación con algo que ha sucedido en mi turno de guardia, por así decirlo. También podría ocurrir, claro está, que estuviera relacionado con tus otras actividades. Tu amigo Parker tiene el don de crearse enemigos interesantes.
– Willie dijo que el hombre no mencionó a Parker. Tenía que ver conmigo.
– Bien.
– ¿Bien?
– Eso reduce las posibilidades. No me consta que hayan puesto precio a tu cabeza y, como tú has dicho, fue un trabajo de aficionados. Cualquiera que contratase a alguien para eliminarte buscaría a gente más profesional. Yo que tú me ofendería si alguien creyera que podía acabar contigo de una manera tan burda.
– Sí, estoy que trino. Y por cierto, espero que hayas mandado flores a Billy Boy.
Gabriel movió la cabeza en un gesto de compasión.
– No fue algo del todo inesperado. Su enfermedad estaba en una fase muy avanzada. Se requería cirugía radical. Por lo visto, alguien se ofreció a practicarla.
– Seguro que él habría preferido pedir una segunda opinión.
– Recibió el mejor tratamiento disponible. El final, cuando llegó, fue rápido.
– Un final «venturoso», incluso.
Un espasmo de malestar sacudió el rostro de Gabriel.
– Alguien debería habérmelo dicho -reprochó Louis.
– ¿Qué sabes?
– Rumores, nada más.
– Hacía mucho tiempo que nadie se encontraba con él. Incluso se insinuó que había muerto.
– La gente se hace muchas ilusiones.
– ¿Estás asustado? -preguntó Gabriel ladinamente, recuperando su anterior expresión de serenidad.
– ¿Hay alguna razón para que deba asustarme?
– Ninguna que yo sepa. Pero si se trata del caballero al que te referías, yo no tengo acceso a esa clase de información. Lleva mucho tiempo fuera del alcance del radar, pero vosotros dos tenéis un pasado común. Si ha vuelto, es posible que le apetezca renovar antiguos contactos.
– Eso no es muy tranquilizador para mí. Quizá tampoco lo sea para ti.
– Yo soy un viejo.
– Ya ha matado a viejos antes.
– Yo soy distinto.
Louis admitió que así era.
– En cualquier caso, tu compañero y tú habéis manejado el asunto de hoy bastante bien. Imagino que para él tú representarías todo un reto, incluso después de tantos años. ¿Qué habéis hecho con la basura?
– He pedido que se la llevaran. Al vertedero.
– ¿Y la anciana?
– La hemos invitado a pastel de chocolate.
– Ojalá todo el mundo se apaciguara tan fácilmente. ¿Cómo están tus amigos del taller?
– Alterados. Les he dicho que cierren un par de días. Se encuentran en un hotel.
Gabriel apuró la limonada y, al ponerse en pie, alcanzó el periódico y se lo metió en el bolsillo del abrigo.
– Tendré algo para ti dentro de uno o dos días -dijo.
– Te lo agradecería.
– En fin, no es bueno que pasen estas cosas. Hacen quedar mal a todo el mundo.
– Y eso no conviene.
– Claro que no. Ve con cuidado.
Dicho esto, Gabriel se fue.
7
Al cabo de dos días, por la mañana, Gabriel tuvo otra reunión, esta vez en Central Park. El cielo estaba despejado y azul, sin nube alguna que lo empañara después de la negrura de los días anteriores, y en el aire se percibía frescura, pureza, igual que si durante la noche hubieran limpiado de forma milagrosa parte de los humos y la inmundicia de la ciudad, aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo. Era un día como los de su infancia, pero a Gabriel, en la vejez, le costaba recordar sus primeros años de vida. Los fragmentos de memoria que conservaba parecían atañer a otra persona, ajena a él y, sin embargo, vagamente familiar. Era una sensación semejante a la de ver una película antigua y recordar, ah, sí, ya la he visto y en su día, en un tiempo lejano, significó algo para mí.
Aborrecía envejecer. Aborrecía ser viejo. Ver a Louis le había recordado todo lo que él había sido antes, el poder y la influencia que había poseído. Pero aún le quedaba algo de eso. Ya no tenía a los Hombres de la Guadaña en la palma de la mano, dispuestos a obedecerlo a él u obedecer a otros por dinero, pero le debían favores por favores realizados, por confidencias guardadas, por problemas enterrados y vidas acabadas. Gabriel había almacenado cuidadosamente los secretos de todos ellos, porque sabía que su propia vida dependía de ellos. Eran su seguro, y una moneda de cambio a la que recurrir en caso de necesidad.
Un hombre más joven que él se acercó y se puso a su lado. Le sacaba una cabeza a Gabriel, pero éste tenía casi tres décadas más de experiencia, a menudo amarga. Su nombre en clave era Mercurio, por el dios de los espías, pero Gabriel lo conocía como Milton. Sospechaba que ése podía ser su verdadero nombre, porque si bien Milton poseía cierta cultura, sus conocimientos no parecían abarcar el ámbito literario, ya que había reaccionado con una mirada inexpresiva ante una alusión de Gabriel a El paraíso perdido en los primeros tiempos de su relación. Aunque, por otro lado, con los hombres de la agencia uno nunca sabía, sobre todo con los que tenían el pedigrí de Milton. Uno podría haber ofrecido a Milton pruebas íntimas de sus propias preferencias sexuales, junto con fotografías, ilustraciones, incluso antiguas compañeras, y encontrarse con esa misma reacción: una mirada inexpresiva. Inexpresiva. En este caso, era una palabra exacta. Todo en Milton inducía a pensar en un hombre creado en un laboratorio a fin de no atraer la menor atención: estatura media, aspecto medio, pelo medio, ropa media. Nada en él destacaba. De hecho, era tan anodino que la mirada tendía a resbalar por encima de él, sin registrar apenas su presencia y olvidando al instante lo que había visto. Había que ser un individuo excepcional para pasar por la vida tan inadvertido.
Milton y Gabriel pasearon junto al lago caminando relativamente despacio para dejarse adelantar por quienes hacían footing pero no tanto como para no darse cuenta si alguien los seguía. Milton llevaba un abrigo gris de lana y una bufanda gris, y sus zapatos negros brillaban bajo el sol otoñal. A su lado, Gabriel, con el pelo blanco asomando en desorden por debajo del gorro de lana, parecía un vagabundo jovial. Transcurridos unos minutos, Milton habló.
– Me alegro de volver a verte -dijo.
Tenía la voz tan corriente como todo lo demás, hasta el punto de que ni siquiera Gabriel, que lo conocía desde hacía años, habría sabido decir si era sincero o no. Decidió que quizás el sentimiento era auténtico. No era, por lo que él recordaba, algo que Milton dijera muy a menudo.